Cinco días de navegación por el Santa Cruz, el único gran río que por ahora está libre de represas en la Patagonia argentina
Diego Saad y Luciana Koller emprendieron una gran aventura en canoa. Desde la naciente del curso de agua en el Lago Argentino recorrieron sus 385 kilómetros hasta la desembocadura en el océano Atlántico. Un trayecto entre rápidos, remolinos, fauna autóctona, noches estrelladas, el silencio más sobrecogedor del mundo y dos represas que cambiarán por completo el ecosistema. Video y fotos espectaculares
Por Hugo Martin
Dicen que la época de los grandes exploradores ya pasó. Que el mundo se volvió un lugar pequeño, accesible. Que cada lugar de la Tierra fue descubierto. Y donde el hombre no posó sus pies, la tecnología hizo el resto. Es cierto: hoy, los satélites registran hasta la última porción del planeta. Sin embargo, las regiones remotas tienen su encanto para quienes saben apreciar la soledad, el silencio, lo que la humanidad aún no depredó. Entre ellos se encuentra, sin dudas, Diego Saad. En 2022 habló con Infobae desde Anchorage, Alaska, luego de un periplo en moto por toda América, que le insumió cinco años y lo detuvo en México durante dos por la pandemia. Cuando regresó a su hogar en San Martín de los Andes, planeó una nueva aventura. Más cercana, pero igual de intensa.
El río Santa Cruz, que cruza de oeste a este la provincia patagónica, fue el objetivo. Su longitud es de 385 km, y si se cuenta su afluente natural, el río La Leona, alcanza los 543. Es curioso, pero en su naciente, a orillas del Lago Argentino, se ubica la ciudad de El Calafate. Y en su estuario, sobre el océano Atlántico, las de Comandante Luis Piedrabuena y Puerto Santa Cruz. Y en el resto de su recorrido, nada. No se estableció ningún poblado.
El principio del viaje: la canoa, bautizada Hydra, sobre el agua
“Fue una travesía increíble, con todo un trasfondo emotivo y sentimental por la historia que tiene ese lugar, ese río, todo lo que implica la Patagonia. Por ahí anduvieron Darwin, Fitz Roy, el Perito Moreno…”, cuenta Saad desde su casa. Este viaje fue la forma de homenajear a esos pioneros: “Como ex guardaparques y por haber leído esas historias, yo tengo mis raíces en la Patagonia. Cuando las conocí, me dije ‘mirá estos locos, remontaron el Santa Cruz a pata, a caballo, en bote. Y contra la corriente. Que era más difícil pero la única manera, porque no había caminos…”.
Según relata, siempre tuvo en la cabeza hacer esta travesía. “La fantasía de navegar un río estaba. Además, hacerlo en la región que habité desde siempre. Y lo hice desde la cordillera hacia el mar, al revés de aquellos grandes exploradores”.
Esta vez, además, no viajó solo: lo acompañó su pareja desde hace algunos meses, Luciana Koller, a quien conoció mientras ambos planeaban el mismo viaje.
Para alcanzar el sueño, se prepararon durante meses. “No fue nada sencillo. No es algo a lo que uno puede largarse alegremente. Empezamos de cero, porque cuando surgió la idea no teníamos nada. Yo nunca había navegado así. Entonces empezamos a buscar. Y fue muy lindo. Acudimos a gente local, que vive de acá de toda la vida, que conocemos. Son los que están más silenciados por la invasión que se ve en la Patagonia. Fuimos a pedirle a uno la canoa, alguna reparación a otro, la vela a un tercero, al herrero que nos haga los flotadores para los costados del bote, el tapicero. Hubo mucho entusiasmo por ayudarnos”.
El 24 de enero, Diego y Luciana salieron de San Martín de los Andes, con su camioneta y la canoa sobre ella. La bautizaron Hydra. “Es un ser de la mitología griega que representa una serpiente acuática con varias cabezas. Nosotros nos figuramos que tenía dos y cada una éramos nosotros: yo ubicado detrás y ella adelante.. Y así navegamos: cuando soplaba el viento, ella sostenía la vela y yo hacía de timón. Cuando no había, remamos los dos…”
Recorrieron la emblemática ruta 40 hasta El Calafate y allí permanecieron un día y media para los últimos preparativos. El 27 cargaron la canoa con el equipaje: unos 35 kilos que incluían las mochilas con ropa, la carpa, el combustible para el mechero (se propusieron no usar leña, que además es muy escasa en la estepa patagónica) y comida, consistente en arroz, polenta, fideos y latas de atún. Luego pusieron la canoa sobre las aguas blancas y turquesas del espectacular río La Leona (que tienen ese color porque se alimentan con el deshielo de los glaciares Viedma y Upsala) y emprendieron la travesía. El nombre del río hace mención a un episodio que precisamente vivió su admirado perito Moreno en su exploración del río Santa Cruz en 1877, cuando fue atacado por una hembra de puma. “La Leona desemboca en el Lago Argentino, así que lo cruzamos remando para empezar desde cero el río Santa Cruz. Era a lo que más temor le teníamos, al oleaje del lago, pero el viento acompañó. Y nosotros no queríamos perder ni un solo metro del río”, relata Saad.
La corriente del Santa Cruz, como todos los grandes ríos patagónicos va desde la montaña hacia el mar, como navegaron ellos. “Uno piensa que como va río abajo es sencillo, pero no es una línea recta. El relieve es muy caprichoso, están los meandros que hace el recorrido. A veces el río pegaba la vuelta y dejaba a la canoa de frente al viento o al costado. Eso era duro. Hubo momentos en que no podíamos avanzar y no quedaba otra que parar y acampar hasta el otro día. Nosotros conocemos el clima patagónico: por lo general, por la mañana temprano el viento es más tranquilo, y a la tardecita empieza a soplar fuerte. Entonces jugábamos con esos factores para avanzar”.
A veces, las dificultades de la navegación se volvían severas para dos novatos como ellos, que son guías de montaña, acostumbrados a pisar tierra firme, trepar rocas y mirar desde las alturas. Aquí, en las aguas de un río que tiene un caudal de 790 metros cúbicos de agua helada por segundo, estaban fuera de su zona de confort. Durante el trayecto, debieron confiar el uno en el otro. Y en nadie más, porque -huelga aclarar- a lo largo del río no hay señal de celular y un teléfono satelital estaba -y está- fuera del presupuesto que manejan. “No tuvimos ningún tipo de apoyo externo, no es que a mitad de camino venía una camioneta y nos dejaba comida. No. Teníamos la seguridad básica: chalecos salvavidas y estabilizadores que adaptamos a la canoa, porque sabíamos que, de otro modo, la corriente la podía llegar a volcar”.
Sobre los momentos de zozobra, enumera Saad, “en algunas partes, el río se encajona y tiene mucha corriente. Ahí agarra velocidad y sentís que no controlás la embarcación. Cuando perdíamos el control, dejábamos que el río mismo nos acomodara, y los remos los usábamos para no estrellarnos contra las barrancas, porque en esos lugares no hay playa, sino paredones de arcilla. A veces, por la corriente, quedábamos de espaldas. Y en otras partes se armaban como remolinos. Los veíamos, pero no podíamos dimensionar la intensidad que tenían. De pronto entrabámos y era como una calesita, dabas vueltas y no salías de ahí. Hasta que entendés la dinámica del río, que primero te asusta y decís ¿adónde voy a terminar? Tenés que dejar que la corriente haga su juego, y acompañar un poquito el movimiento. No hay que perder la calma, porque el problema es cuando uno quiere ganarle a la corriente: querés hacer más fuerza que ella y no vas a poder. Encima te vas a cansar y ahí es donde perdiste”.
Pero si por momentos el Santa Cruz se puso bravo, el clima jugó a su favor. “La temperatura de enero fue agradable. No hacía calor, así que el momento de remar no era agobiante. Y a la noche, cuando acampábamos, siempre refrescó: era ponerse abrigo, meterse en la bolsa de dormir, tener carpa calentita y listo. Era difícil ir a dormir, además, porque vimos unas noches estrelladas espectaculares, con una luna que, si no fue llena, casi. Vimos estrellas fugaces, fue hermoso. Además, en esta época sopla mucho el viento, algo que iba a dificultar aún más la travesía. Pero aunque había, tuvo una intensidad menor a la normal, y eso nos permitió avanzar cada día. Tuvimos suerte, y se agradece”, cuenta.
Completar el recorrido les insumió cinco días. Hicieron un promedio de 80 kilómetros diarios -la última jornada un poco menos- que equivalía a entre ocho y nueve horas en el agua. Luego del esfuerzo, buscaban un buen lugar para acampar y reponer energías. Tampoco era bajar en cualquier sitio: hubo lugares donde el suelo de la orilla era pantanoso y se hundían hasta la rodilla al descender de la canoa. Lo que llama la atención entre una punta y otra del río -donde están El Calafate por un lado y Comandante Luis Piedrabuena y Puerto Santa Cruz por el otro- no encontraron ningún tipo de población humana. Extraño, además, porque es un río navegable, con un ancho promedio de 150 metros y una profundidad de entre 6 y 15 metros.
“Nada, nada. No cruzamos ni gente. Sólo se ven puestos de estancias abandonados y las dos represas que están a medio construir y ahora también están abandonadas”, dice Saad. Se refiere a las represas Presidente Néstor Kirchner y Gobernador Jorge Cepernic (o Cerro Cliff y La Barrancosa, dependiendo del gobierno de turno: fueron rebautizadas dos veces en ambos sentidos), financiadas con capitales chinos y que amenazan los glaciares y la biodiversidad. Para Diego, lejos de un progreso, significan otra cosa: “Son dos heridas que le causarán al río, que lo van a terminar matando. El Santa Cruz es el único río libre, de esa envergadura, que queda en la Patagonia. El único que podés navegar libremente, sin obstáculos, porque todos los otros tienen represas”.
A falta de humanos, lo que vieron -y en cantidad- fue la fauna patagónica en su máxima expresión. Con una sola excepción, esta vez no vieron pumas. “Hubiera sido la frutilla del postre”, lamenta Diego. Pero visualmente se empacharon con animales silvestres. “Se veían muchos guanacos, era lo que predominaba. Son muy graciosos. Venían corriendo hasta la orilla, empezaban a hacer sus sonidos y nos miraban pasar, al rato salían corriendo alborotados. También pasaban choiques, zorros y mulitas, pero los guanacos fueron los centinelas de la costa, digamos”.
Pero lo más singular que recuerda Diego de los días y noches de navegación fue el silencio que reinó durante el trayecto. Se convirtió, dice, la característica predominante de este viaje. “Es lo que buscábamos nosotros. La conexión con el ambiente, con el entorno y el territorio. En cada parada que hicimos, al acampar y estar solos en medio de la nada, era el silencio lo que nos ponía la piel de gallina. La cabeza te vuela en mil pedacitos y decís ‘mirá dónde estoy, mirá lo que es este lugar’. Y el paisaje es áspero, rústico, a simple vista no hay nada. Y es lo que lo hace más profundo, tomás dimensión de dónde estás. Eso es lo que a nosotros nos movilizó”.
El 2 de febrero llegaron a Puerto Santa Cruz. El final del viaje fue justo donde el agua dulce del río Santa Cruz le da lugar a la salada del Mar Argentino. No los esperaba nadie. Obvio: tampoco ellos le avisaron a nadie de su expedición. Al rato se les acercó Prefectura. Revela Diego que les dijeron: “¿Ustedes están locos, no?”. Pero no. Cumplieron un sueño, nada más y nada menos.
Dejaron el bote, tomaron un micro y regresaron a Calafate para buscar la camioneta. Desandaron el camino, ahora por la ruta provincial 9, para regresar a Puerto Santa Cruz. Y entonces, la vuelta a casa por la ruta 3.
Fuente: https://www.infobae.com/sociedad/2024/02/14/cinco-dias-de-navegacion-por-el-santa-cruz-el-unico-gran-rio-que-por-ahora-esta-libre-de-represas-en-la-patagonia/ - Imagen de portada: El inicio de la travesía fue bajo el puente de la ruta 40 que cruza el río La Leona, afluente del Lago Argentino (Fotos: Diego Saad y Luciana Koller @por.la.cordillera)