Chernobyl vive





David Antona González
Rebelión



1.- ¿Seguir felicitándonos el año nuevo?
 Creo que una decisión ponderada y a la larga útil para todos, sería dejar de felicitarnos el Año Nuevo. Propongo que previamente a esa medida nos detengamos un instante a pensar y a recordar que durante el año anterior, en las postrimerías del año 2010 y en los comienzos del 2011, cometimos la misma e inexcusable estupidez: aquella que consiste en desearnos compulsivamente un Feliz Año Nuevo.
Alguien, o simplemente la Naturaleza, el Cosmos, la capa de ozono o el Creador que preside a nuestros destinos, nos había obsequiado el año anterior con un terrible ramillete de catástrofes que pusieron de manifiesto una vez más, lo endeble, lo frágil y lo perecedera que es nuestra mal llamada civilización. En vez de repetir bobaliconamente hasta agotar todas las tarjetas adornadas con flecos de oro, festoneadas con pinos imperecederos y con sonrisas de niños en estado de levitación, de paisajes tiritando bajo una capa de nieve, no se le ha ocurrido a nadie tocar a rebato, maldecir a los próceres que inventaron en su momento ese hábito para goce y olvido de los pobres y desasistidos de este mundo cada primero de año. En vez de usar los diez dedos de la mano para llevar la cuenta de los terremotos, corrimientos de tierra, guerras, tsunamis, inundaciones y erupciones volcánicas que nos pusieron al borde del caos el año anterior.
La inestimable capacidad del hombre para levantar diques, muros, casas, puentes y ciudades derruidas a causa de una naturaleza irritada, desquiciada, soliviantada por las agresiones de las que viene siendo objeto, no han inspirado a nuestros semejantes posturas tan evidentes como las de sentarse a meditar en medio de esas ruinas, y de escupir a continuación hacia lo alto, dónde se aposenta, o reside ese que algunos califican de Sumo Hacedor. Para, a continuación jurar sobre esas montañas de cascotes, esas vidas devastadas, esos aviones estúpidamente paralizados, esas carreteras colapsadas, esos automovilistas que no pudieron dormir en sus casas por una simple tempestad de nieve… ¡qué nunca más!
Nunca más enviarían postales a sus amigos, allegados, próximos y conocidos deseándoles de forma totalmente inconsciente un año de dudosa e incierta felicidad, a sabiendas de que nunca se cumpliría. De que la Naturaleza seguirá restañando sus heridas, seguirá sin creer que el hombre va a manifestar en el umbral del nuevo año una mínima voluntad de cambio, de justicia y de humildad. De que va a renunciar a su afán de lucro, a convertir en oro los frutos de la tierra, del mar y del aire que respira y del agua con que sacia su sed.
2.- Chernobyl vive
Existe un caso, poco conocido, en el que la Naturaleza nos ha puesto ante los ojos como si de un libro se tratase, una especie de símbolo o de metáfora capaz de ayudarnos a entender –en un momento en que se elevan cada vez más voces señalándonos el peligro de extinción de nuestra especie– lo efímero del dominio que ejercemos sobre lo que vuela, nada, y respira.
Nos referimos a algo que sucede en este mismo instante en un lugar del planeta donde el hombre, en su afán de disponer de una energía ilimitada, provocó una catástrofe sin precedentes en la historia de la humanidad. Una agresión de consecuencias incalculables tanto, para el medio natural como para los habitantes que poblaban esa zona. Casi 25 años después de aquella catástrofe que tuvo lugar el 26 de abril de 1986, siguen muriendo hombres, mujeres y niños víctimas de las malformaciones cromosómicas causadas por la explosión del reactor atómico nº 4 situado en el complejo de Chernobyl (Ucrania).
Según un artículo escrito por la enviada especial Claude Marie Vadrot, a finales del año 2010 en la revista francesa POLKA, se calcula (datos de la O.M.S.) que la radioactividad habrá causado 10.000 víctimas. Greenpeace estima, por su parte, que entre 1986 y 2020 esa cifra se habrá elevado a varias decenas de miles de muertos. Entre esos fallecidos, figuran los que fueron sacrificados para construir un sarcófago que a estas alturas no ha impedido que desaparezcan del todo las filtraciones de radioactividad. La enviada especial de la revista POLKA a esa zona, evoca la catástrofe humana provocada por la explosión del reactor: 150.000 habitantes procedentes de toda la región fueron evacuados durante los días que siguieron a la explosión. Habría que añadir 50.000 residentes en la ciudad de Pripyat y 14.000 de Chernobyl. Pero el interés y la novedad de ese artículo, al margen de la evocación de los datos, reside en el relato de los pormenores de su visita, en lo que descubrió y que ella califica de “Libro abierto para naturalistas”.
La extraordinaria revelación a la que alude es la respuesta dada por la naturaleza, una vez liberada de la presencia del hombre, a la decisión tomada en 1986 por las autoridades ucranianas, al concluir que “era imposible evitar que los animales permaneciesen en una zona altamente contaminada por la radioactividad”. Los habitantes fueron evacuados pero se estimó que toda una región emponzoñada se convertiría a la larga en una tierra muerta y era preciso abandonarla a su suerte.
Los hechos demostraron lo contrario: la Naturaleza libre de desarrollar su potencia y su capacidad de renovación, se apoderó de ella. Claude-Marie Vadrot comenta en su artículo: “la zona más peligrosa del mundo se había convertido en un santuario. No solamente la flora y la fauna los bosques y las zonas agrícolas, sino también una vegetación incontenible que ya no sufría los efectos de los pesticidas, habían invadido los campos, los caminos, las calles y los edificios, en particular los de la ciudad de Pripyat, sino que además esos espacios se habían poblado con especies animales que habían desaparecido de la región hace decenas de años. Dándose la paradoja de que mientras las secuelas de la explosión seguían haciendo víctimas entre los humanos, se está desarrollando un ecosistema casi perfecto que, inesperadamente no provocaba en esas especies malformaciones o mutaciones genéticas.”
Para buscar una explicación a este fenómeno, Claude-Marie Vadrot interrogó durante su estancia a varios científicos e investigadores afincados en la zona. Su respuesta fue siempre la misma: “Han desaparecido la agricultura, la cría de animales y los asentamientos humanos. La Naturaleza y los animales salvajes ya no sufren ningún tipo de presión. Ni tampoco el estrés que nos aqueja a nosotros. Disponen además de una alimentación abundante. En consecuencia han adquirido una especie de inmunidad a los efectos de una radioactividad relativamente baja, que nos les afecta ni genética ni orgánicamente”.
No solamente, concluye la periodista, la vegetación ha crecido hasta formar matorrales impenetrables, sino también han proliferado las rosas que se plantaron en 1.974 y han aparecido nuevas especies: las cigüeñas negras, las avutardas grises, los jabalíes, los lobos, las aves rapaces y los roedores. Y los zorros, que como reza el comentario de la foto de una raposa tomada en una calle de Chernobyl, “ya no cazan gallinas, pero disponen de una abundante despensa con los conejos, ratones y pájaros que proliferan por doquier”.
Que cada cual saque su propia conclusión de esta sorprendente inversión en que la Naturaleza, mejor armada que el hombre para garantizar su supervivencia, recoloniza un espacio condenado a una muerte segura y lo transforma en una reserva natural. Lo convierte a fin de cuentas en un símbolo de lo que podría ser un organización social menos depredadora que la nuestra, más respetuosa de los equilibrios naturales, y orientada hacia una preservación de la vida.

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