El silencio del yunque
Pierre Rabhi
El fin de un mundo secular
Entonces, insidiosamente, lentamente, todo empieza a cambiar en el seno de este mundo secular. La tristeza se adueña del herrero. Está preocupado, absorto en extraños pensamientos. Ya no vuelve a casa a la hora del crepúsculo como un cazador libre, que regresa a veces con las manos vacías pero que la mayoría del tiempo viene cargado con una cesta colmada de víveres que sólo debe a su mérito, su talento y su valentía, así como a la bondad divina, para que su familia viva. Los encargos comienzan peligrosamente a escasear para el herrero. Los ocupantes franceses han descubierto la hulla y proponen un trabajo asalariado a todos los hombres válidos. La ciudad se transforma. Se acabó el tiempo que sabía a eternidad. Ha llegado la hora de los relojes, hasta entonces desconocidos; ha llegado con sus minutos, sus segundos… Esta nueva época tiene como propósito abolir toda «pérdida de tiempo» y, en el reino del ensueño tranquilo, la indolencia se toma por pereza. Ahora hay que ser serio, trabajar mucho.
Cada mañana, lámpara de acetileno en mano, hay que adentrarse en las entrañas oscuras de la tierra para exhumar una materia negra que esconde un fuego dormido desde tiempos inmemoriales, como a la espera de un despertar que le permitiera cambiar el orden del mundo. Cada tarde, los hombres salen con el rostro manchado del extraño termitero al que se han consagrado durante el día. Apenas se les reconoce hasta que las abluciones liberan su rostro de la máscara oscura de hulla y polvo que lo cubre. Un aro negro persiste alrededor de los ojos, emblema de la nueva cofradía de los mineros. El reloj de pulsera adorna cada vez más muñecas, para ir más rápido se multiplican las bicicletas, el dinero se introduce en todas las ramificaciones de la comunidad. Las tradiciones adquieren un perfume anticuado, pasado. Ahora hay que ponerse al día de la nueva civilización.
El herrero, igual que el maestro Cornille de Alphonse Daudet —que sufre por el honor burlado de su molino de viento (respiración del buen Dios) por la competencia de los molinos de vapor (invención del diablo)—, resiste como puede a estas grandes transformaciones. Sin embargo, debe rendirse a la evidencia: los clientes son cada vez más escasos y alimentar a su familia pertenece desde ahora al campo del milagro. Tan sólo le queda convertirse él también en termita… Debido a sus aptitudes naturales, se le destina a la conducción de un locotractor, que remolca una larga oruga de vagones llenos de la materia mágica, esencialmente destinada a ser exportada a Francia. Los grandes trenes con potentes locomotoras transportarán la materia negra como un botín. Así es como el Progreso ha irrumpido en este orden secular.
El niño se siente perturbado al ver al herrero volver cada día, como todos los demás, manchado. El ídolo ha sido profanado. El taller se ha convertido en una cáscara silenciosa, ahora ya con la puerta cerrada, por encima de esos recuerdos con sabor a desuso de un tiempo inmemorial que ha pasado tan bruscamente. El yunque ya no canta. La civilización ha llegado, con algunos de sus atributos, su complejidad y su inmenso poder de seducción, sin que él pueda comprenderla, y aún menos explicarla. El lector habrá adivinado ya que el herrero, poeta y músico tan admirado por el niño, no es sino mi propio padre, y que el niño no soy sino yo mismo.
El silencio del yunque
La servidumbre de su padre inflige en el niño una extraña herida. Toda la población siente que algo importante se acerca insidiosamente, sin saber en realidad de qué se trata. La era del trabajo como razón de ser tiene como corolario la inmoderación apuntalada por el dinero y las nuevas cosas que se pueden comprar.
Como en un último arranque de libertad, tan pronto como recibieron su primer salario, algunos mineros no volvieron al trabajo. Cuando volvieron a aparecer tras un mes o dos, los empleadores, descontentos, les preguntaron por qué no habían vuelto antes al trabajo. Ellos respondieron entonces con inocencia que si no habían terminado de gastar su dinero, ¿por qué habrían de trabajar? Sin saberlo, estaban planteando una cuestión que se ha evitado cuidadosamente, pero que hoy algunos consideran esencial, y a la que habrá que responder en estos tiempos de descalabro que obligan a reconsiderar la condición humana: ¿trabajamos para vivir o vivimos para trabajar? En cuanto a esos individuos ingenuos e indisciplinados, imaginamos que la compañía hullera les dejó las cosas bien claras.
Yo entendí bastante más tarde que al herrero la modernidad arrogante y totalitaria le había causado, como a innumerables seres humanos tanto del Norte como del Sur, una especie de obliteración por negación de su identidad y su persona. Peor aún: había reducido, con el pretexto de mejorarla, la condición de todos a una forma moderna de esclavitud, no sólo produciendo capital financiero sin tener en consideración alguna la equidad, sino también instaurando, con el simple hecho de tomar el dinero como medida de riqueza, la peor desigualdad planetaria posible.
La explotación y la esclavitud del hombre por el hombre y de la mujer por el hombre siempre han sido una perversión, una especie de fatalidad que confiere a la historia humana la fealdad que todos conocemos, pero a diferencia de esta perversión espontánea, por así decirlo, la modernidad, que supuestamente había de ponerle fin con sus revoluciones, la ha perpetuado bajo el estandarte de las más bellas proclamaciones morales: democracia, libertad, igualdad, fraternidad, derechos del hombre, abolición de privilegios… Puede que la intención fuera sincera, pero ya ha llegado el momento de reconocer que los intentos más obstinados de instaurar un orden igualitario han fracasado debido a la naturaleza profunda del ser humano.
El yunque nunca ha resonado en mí con tanta fuerza como en su silencio, un silencio irrevocable, como si estuviera inscrito en una partitura inacabada cuya melodía se hubiera interrumpido para siempre. Más tarde me di cuenta de que este silencio había inoculado en mí el germen de una rebelión que terminó por eclosionar a finales de los años cincuenta. Entonces yo tenía veinte años y la modernidad se me presentaba como una inmensa impostura.
Extraído de: Hacia la sobriedad feliz. Pierre Rabhi
El fin de un mundo secular
Entonces, insidiosamente, lentamente, todo empieza a cambiar en el seno de este mundo secular. La tristeza se adueña del herrero. Está preocupado, absorto en extraños pensamientos. Ya no vuelve a casa a la hora del crepúsculo como un cazador libre, que regresa a veces con las manos vacías pero que la mayoría del tiempo viene cargado con una cesta colmada de víveres que sólo debe a su mérito, su talento y su valentía, así como a la bondad divina, para que su familia viva. Los encargos comienzan peligrosamente a escasear para el herrero. Los ocupantes franceses han descubierto la hulla y proponen un trabajo asalariado a todos los hombres válidos. La ciudad se transforma. Se acabó el tiempo que sabía a eternidad. Ha llegado la hora de los relojes, hasta entonces desconocidos; ha llegado con sus minutos, sus segundos… Esta nueva época tiene como propósito abolir toda «pérdida de tiempo» y, en el reino del ensueño tranquilo, la indolencia se toma por pereza. Ahora hay que ser serio, trabajar mucho.
Cada mañana, lámpara de acetileno en mano, hay que adentrarse en las entrañas oscuras de la tierra para exhumar una materia negra que esconde un fuego dormido desde tiempos inmemoriales, como a la espera de un despertar que le permitiera cambiar el orden del mundo. Cada tarde, los hombres salen con el rostro manchado del extraño termitero al que se han consagrado durante el día. Apenas se les reconoce hasta que las abluciones liberan su rostro de la máscara oscura de hulla y polvo que lo cubre. Un aro negro persiste alrededor de los ojos, emblema de la nueva cofradía de los mineros. El reloj de pulsera adorna cada vez más muñecas, para ir más rápido se multiplican las bicicletas, el dinero se introduce en todas las ramificaciones de la comunidad. Las tradiciones adquieren un perfume anticuado, pasado. Ahora hay que ponerse al día de la nueva civilización.
El herrero, igual que el maestro Cornille de Alphonse Daudet —que sufre por el honor burlado de su molino de viento (respiración del buen Dios) por la competencia de los molinos de vapor (invención del diablo)—, resiste como puede a estas grandes transformaciones. Sin embargo, debe rendirse a la evidencia: los clientes son cada vez más escasos y alimentar a su familia pertenece desde ahora al campo del milagro. Tan sólo le queda convertirse él también en termita… Debido a sus aptitudes naturales, se le destina a la conducción de un locotractor, que remolca una larga oruga de vagones llenos de la materia mágica, esencialmente destinada a ser exportada a Francia. Los grandes trenes con potentes locomotoras transportarán la materia negra como un botín. Así es como el Progreso ha irrumpido en este orden secular.
El niño se siente perturbado al ver al herrero volver cada día, como todos los demás, manchado. El ídolo ha sido profanado. El taller se ha convertido en una cáscara silenciosa, ahora ya con la puerta cerrada, por encima de esos recuerdos con sabor a desuso de un tiempo inmemorial que ha pasado tan bruscamente. El yunque ya no canta. La civilización ha llegado, con algunos de sus atributos, su complejidad y su inmenso poder de seducción, sin que él pueda comprenderla, y aún menos explicarla. El lector habrá adivinado ya que el herrero, poeta y músico tan admirado por el niño, no es sino mi propio padre, y que el niño no soy sino yo mismo.
El silencio del yunque
La servidumbre de su padre inflige en el niño una extraña herida. Toda la población siente que algo importante se acerca insidiosamente, sin saber en realidad de qué se trata. La era del trabajo como razón de ser tiene como corolario la inmoderación apuntalada por el dinero y las nuevas cosas que se pueden comprar.
Como en un último arranque de libertad, tan pronto como recibieron su primer salario, algunos mineros no volvieron al trabajo. Cuando volvieron a aparecer tras un mes o dos, los empleadores, descontentos, les preguntaron por qué no habían vuelto antes al trabajo. Ellos respondieron entonces con inocencia que si no habían terminado de gastar su dinero, ¿por qué habrían de trabajar? Sin saberlo, estaban planteando una cuestión que se ha evitado cuidadosamente, pero que hoy algunos consideran esencial, y a la que habrá que responder en estos tiempos de descalabro que obligan a reconsiderar la condición humana: ¿trabajamos para vivir o vivimos para trabajar? En cuanto a esos individuos ingenuos e indisciplinados, imaginamos que la compañía hullera les dejó las cosas bien claras.
Yo entendí bastante más tarde que al herrero la modernidad arrogante y totalitaria le había causado, como a innumerables seres humanos tanto del Norte como del Sur, una especie de obliteración por negación de su identidad y su persona. Peor aún: había reducido, con el pretexto de mejorarla, la condición de todos a una forma moderna de esclavitud, no sólo produciendo capital financiero sin tener en consideración alguna la equidad, sino también instaurando, con el simple hecho de tomar el dinero como medida de riqueza, la peor desigualdad planetaria posible.
La explotación y la esclavitud del hombre por el hombre y de la mujer por el hombre siempre han sido una perversión, una especie de fatalidad que confiere a la historia humana la fealdad que todos conocemos, pero a diferencia de esta perversión espontánea, por así decirlo, la modernidad, que supuestamente había de ponerle fin con sus revoluciones, la ha perpetuado bajo el estandarte de las más bellas proclamaciones morales: democracia, libertad, igualdad, fraternidad, derechos del hombre, abolición de privilegios… Puede que la intención fuera sincera, pero ya ha llegado el momento de reconocer que los intentos más obstinados de instaurar un orden igualitario han fracasado debido a la naturaleza profunda del ser humano.
El yunque nunca ha resonado en mí con tanta fuerza como en su silencio, un silencio irrevocable, como si estuviera inscrito en una partitura inacabada cuya melodía se hubiera interrumpido para siempre. Más tarde me di cuenta de que este silencio había inoculado en mí el germen de una rebelión que terminó por eclosionar a finales de los años cincuenta. Entonces yo tenía veinte años y la modernidad se me presentaba como una inmensa impostura.
Extraído de: Hacia la sobriedad feliz. Pierre Rabhi