Desnudar al extractivismo: repensar el origen y destino de la riqueza
“La tierra y las mujeres no somos territorios de conquista”. “Nosotras somos ricas, tenemos lo que quieras del territorio: cazamos y pescamos, y hay toda clase de hortalizas. ¿Qué pobres vamos a ser? No tener naturaleza es ser pobre”
Testimonios recogidos en “La vida en el centro y el crudo bajo tierra: El Yasuní en clave feminista” [1]
La defensa de la política extractivista se desenvuelve en un discurso que mezcla una serie de desafíos realmente existentes, con todo un juego retórico plagado de omisiones, desactivaciones simbólicas de campos de poder y valor, y mitificaciones históricas ―en la cuales el “desarrollo” es pilar fundamental―, que en su conjunto ofrecen una conclusión profundamente conservadora, pero que en ningún modo es cierta: no hay alternativas más allá del extractivismo.
El circuito de acumulación en los capitalismos extractivos se desarrolla como un proceso metabólico, que intenta capturar, dominar, destruir y/o cooptar todas las formas territoriales de reproducción de la vida para subsumirlas al patrón macro-energético hegemónico. En este sentido, a lo largo de los procesos que constituyen este circuito de acumulación, se van construyendo justificaciones que puedan legitimar cada fase de este modo de explotación capitalista sobre las subjetividades y la naturaleza. Es necesario atender a estas fases para intentar evidenciar cuáles son estas omisiones, desactivaciones y mitificaciones contenidas en el discurso extractivista.
En Teoría económica del capitalismo rentístico de Asdrúbal Baptista, uno de los clásicos de la literatura petrolera venezolana, el autor destaca que la especificidad del capitalismo rentístico radica en el hecho de que su estructura abarca desde el inicio un doble ámbito espacial, un doble ámbito territorial [2] . En esta dualidad geográfica, el origen de la renta petrolera es de escala internacional ―determinada por la lógica de la División Internacional del Trabajo―, y el destino de ésta, estaría enmarcado en una escala nacional, teniendo entonces al Estado como la interfaz de estos dos procesos.
La propuesta de Baptista nos sirve como referente para analizar en estos dos ámbitos, los diferentes argumentos y epistemes que se proponen para justificar la expansión del extractivismo: un primer momento, la captación de una renta internacional de la tierra - RIT (origen); y un segundo momento, la distribución de la misma (destino). Sin embargo, es necesario hacer previamente un par de salvedades al respecto:
a) La separación que propone Baptista sobre una escala “internacional” y una escala “nacional” es insuficiente para comprender las diversas dinámicas transterritoriales que constituyen el proceso capitalista de acumulación en el extractivismo. El elemento sobre el que se enfoca Baptista, el origen de la RIT, otorga centralidad a los flujos de esta forma de valor monetaria, haciendo pasar a un segundo plano el hecho de que el origen de la riqueza es territorial. Esto nos lleva a que, antes que atender únicamente a la captación de la RIT, nos enfoquemos primordialmente en el proceso capitalista de extracción que se realiza en el territorio, en la desterritorialización colonial que genera el capital, en la reconfiguración y reordenamiento político que se produce en dicho espacio geográfico a raíz de este proceso extractivo.
b) En este mismo sentido, respecto al proceso de distribución de la RIT, el carácter “nacional” de la misma se ha desdibujado muchísimo en la globalización neoliberal, generándose en numerosas ocasiones procesos de regionalización del capital que trascienden las fronteras de los Estados-nación, y mecanismos “informales” que desbordan los canales tradicionales de estos procesos, como el caso de la economía extractiva de frontera en Venezuela (contrabando) [3] . Esto, por supuesto, sin contar con los mecanismos globales de redistribución del excedente (regulares y fraudulentos) hacia los núcleos hegemónicos de la economía-mundo capitalista.
Primer momento: el proceso capitalista de extracción y el origen de la RIT
En nombre del “desarrollo”, el “progreso”, el fin de la dependencia y la lucha para salir de la pobreza, los diversos discursos extractivistas nos proponen que debemos sacar más y más de la naturaleza, ampliar cada vez más los proyectos extractivos en número e intensidades, para así obtener mayores dividendos monetarios y posteriormente alcanzar tales grandes objetivos.
Por citar algunos ejemplos, en México el presidente Enrique Peña Nieto afirmaba que la promulgación de los reglamentos de la Reforma Energética de fines de 2013 marca el inicio de una nueva era de desarrollo y crecimiento económico en el país [4] ; en el marco de la extraordinaria expansión del extractivismo sojero en Argentina, la presidenta de ese país, Cristina Fernández de Kirchner, inauguraba a fines de abril la planta de procesamiento de soja más grande del mundo, alegando que se trata del desarrollo de "una industria de punta para agregar valor a la materia prima (…) y podamos seguir agregando valor al producto del sector agropecuario" [5] ; y en Perú, Ollanta Humala ha defendido el Proyecto minero Conga (Cajamarca), pues “la población necesita ver que los proyectos económicos que se desarrollan en sus territorios los benefician directa y concretamente”, incluyendo la supuesta posibilidad de garantizar “ más agua y de mejor calidad ” [6] ; argumentos éstos muy similares a los planteados por los gobiernos “progresistas” de Rafael Correa respecto al petróleo en el Yasuní [7] , o Evo Morales en relación al TIPNIS [8] .
En todos estos casos, el consenso extractivista está determinado por un fetiche constitutivo de la racionalidad desarrollista, basado en una idea obsesiva de que el supremo objetivo social es “crear valor”, o bien captarlo como renta, reproducirlo y expandirlo. En realidad esto significa que lo que el mercado mundial capitalista considera como útil, válido y valioso, debe reproducirse de manera acumulativa, exponencial e indefinida, siendo que esta dinámica crecentista y reproductiva del capital fluye fundamentalmente en la forma dinero. Esta concepción particular del valor se sostiene sobre varios pilares:
Ø Su sentido se reproduce desde una pretensión de universalidad, de objetividad (en la medida en la que aspira a ser equivalencia absoluta de una serie de “materialidades”) y de un perfil profundamente economicista, por lo cual hablamos de un patrón colonial del valor, que coloniza a otros valores existentes, que invisibiliza, subsume o marginaliza toda una red de procesos de interacción e intercambio metabólicos de escala molecular, de sentidos simbólicos y afectivos, que en este caso deben ceñirse a este patrón hegemónico para tener validez.
Ø Desde esta perspectiva, la naturaleza en sí no representa ni reproduce valor. Por esto, la existencia de un territorio no intervenido por la modernización capitalista, tal y como está, obstaculizaría la reproducción de capital, es improductivo, parasitario, incivilizado; es « espacio vacío » – vacío de valor – . Esto tiene dos implicaciones políticas importantes: una, es que si la producción del valor se centra en el trabajo, la tierra (naturaleza) está por tanto condenada a ser objeto de renta (rentístico); la otra implicación es que la creciente devastación ambiental producto del desarrollo capitalista, no es contabilizada en ninguna medida como pérdida valor – más bien este proceso destructivo es la base material para este tipo de “creación de valor” – .
Ø Los procesos permanentes de « acumulación originaria », que se han desplegado y continúan haciéndolo por múltiples territorios en todo el planeta, encarrilan, someten, o destruyen también un enorme y muy diverso mosaico de cosmovisiones y culturas ancestrales o endógenas, y sus diferentes metabolismos y universos de valor, a favor de la estructura universalizante de este patrón colonial de poder.
De esta forma, ante este discurso extractivista que propone que debemos captar más valor (como renta, a partir de la expansión de los proyectos extractivos), y crearlo sostenidamente (sustitución de importaciones, « sembrar el petróleo » para el caso venezolano, o la « industrialización de la naturaleza » como lo proponen los teóricos de la UNASUR), es necesario preguntarse: ¿cuál es el saldo socioambiental final que deja este proceso, que va desde la desterritorialización que produce el proyecto extractivo, hasta la transformación de la naturaleza en mercancía, y luego en renta?
Si se hacen emerger las omisiones y desactivaciones simbólicas de otros campos de valor, ocultos por estos discursos desarrollistas y extractivistas, reformulando las cuentas que nos ofrecen como “evidencia” de su verdad, toma más claridad lo profundamente pernicioso que es intensificar este modelo de desarrollo capitalista.
En este sentido, planteamos que hay un valor ontológico en la naturaleza, no sólo en la medida en la que se considere, desde una visión antropocéntrica, a la misma como un activo (bienes comunes accesibles a todos los humanos) que debe ser contabilizado como pérdida cuando se destruye ― como lo propusiera el experimento chino del «PIB verde», abortado rápidamente en 2006 [9] ―, sino también en el propio sentido de ser de la vida y la reproducción misma de sus ciclos. Este valor ontológico de la propia vida (el bios), constituye todos los procesos de reproducción socio-metabólicos y sus formaciones de valor. De ahí que propongamos el concepto de « valor-vida » .
Si lleváramos pues, el «valor-vida» al metalenguaje económico, y consideramos los bienes comunes naturales como un activo, el balance ecológico después de cada proceso extractivo capitalista, e incluso, desde una perspectiva transterritorial, después del “desarrollo” y la modernización territoriales (como las expansiones urbanas o modernizaciones agrícolas), sería sumamente negativo en términos de “pérdidas y ganancias”, siendo importante también resaltar que la reconfiguración metabólica de los territorios por parte del capital implica una síntesis indivisible entre la devastación ambiental que deja, y la desigualdad social que produce, en beneficio primordialmente de sus administradores [10] .
Si asumiéramos esta nueva eco-contabilidad, sería sumamente problemático hablar de un proceso puro de creación de riqueza. Es verdaderamente absurdo convertir el «valor-vida» en un commodity, afectando masivamente fuentes de agua potable, para luego vanagloriarnos de una alta captación de RIT y de un gran crecimiento del PIB, que nos permitirá poder comprar muchas unidades de agua embotellada. Lo que tenemos como saldo final de estos ciclos extractivos es un notable incremento de la pobreza del «valor-vida»; una expansión de la cantidad de sujetos dependientes desvinculados de su relación directa con los bienes comunes, pero que ahora vivirán en ciudades y se tomarán tazas de café que requieren en todo su proceso de producción usar hasta unos 140 litros de agua para cada taza [11] ; y un ciclo de acumulación de dinero-renta para comprar productos importados, que tarde o temprano va a entrar en una fase contractiva.
De esta forma, más que asumir que este es un proceso de “creación de riqueza”, la transfiguración de la naturaleza en dinero conlleva en cambio a una alienación de la riqueza. De ahí que esta transformación material, metabólico/territorial, y de las sociabilidades que produce el extractivismo, arroje los nefastos resultados ya conocidos, que se intentan atenuar con la incumplible promesa de un futuro “desarrollo” para todos. El discurso pro-extractivista omite toda esta reconfiguración metabólica sobre la base de una política monetaristocéntrica.
Los cuestionamientos aquí planteados, hacen parte de una disputa político-cultural, y tienen varias implicaciones programáticas en los términos de construir alternativas a los capitalismos extractivos rentísticos y el “desarrollo”:
Ø En todas las escalas espaciales sobre las que se debe operar para impulsar transiciones post-extractivistas y post-capitalistas, es fundamental una política no monetaristocéntrica, o no centrada principalmente en la forma dinero. Hablamos entonces de ampliar la reproducción de la riqueza por apropiación social de procesos [12] , que persiga vencer la intermediación que se instituye en el proceso de alienación de la riqueza anteriormente descrito, y que se puede proyectar tanto a las políticas públicas, como a las estrategias de los movimientos sociales y organizaciones populares, en pro de construir tejido autogestionario.
Ø En este sentido, la reivindicación y defensa del «valor-vida» nos lleva a las peticiones y exigencias de moratorias de numerosos proyectos extractivos y desarrollistas en toda América Latina ― el Yasuní en Ecuador es tal vez el más emblemático en la región ― , que no responden a las necesidades de la población, sino primordialmente del mercado capitalista mundial y las élites nacionales que se enriquecen de éstas. En el caso de Venezuela, el llamado «Arco Minero de Guayana» es un proyecto de este tipo ― siendo que la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Amazonia y el antropólogo Esteban Emilio Mosonyi han solicitado su moratoria ― , al igual que los planes de expansión de la explotación carbonífera en la Sierra de Perijá (Estado Zulia), e inclusive zonas ecológicamente más sensibles en la Faja Petrolífera del Orinoco, que la Red de Alerta Petrolera Orinoco Oilwatch, con Francisco Mieres entre sus integrantes, propusiera en 2004 que no se explotaran [13] .
Ø El impulso de un proceso de reproducción de la riqueza por apropiación social de procesos supone entonces la expansión del sector común, respecto a los sectores público y privado, lo que debe ir imperiosamente de la mano del reconocimiento de formas de autogobierno territorial y la mixtificación de las formas de propiedad, en pro y defensa de la reproducción de esos valores-vida existentes, que van más allá de la hegemonía de la riqueza monetarizada.
Ø La promoción de nuevos eco-indicadores para la transición en varias escalas, que logren descentralizar los procesos de reproducción del valor, y que al mismo tiempo puedan servir para modificar radicalmente la lógica colonial que constituye las relaciones socio-metabólicas reinantes en el sistema capitalista.
Ø Si el origen de la riqueza está en el territorio, y si reconocemos que un proceso de transformación profunda no va a ser impulsado por el Estado ― y en cambio éste podría tratar de frenarlo ― , surge la pregunta: ¿deben los movimientos sociales disputarse principalmente la renta con los administradores del capitalismo rentístico, o en cambio dirigir su mirada fundamentalmente hacia los territorios y los bienes comunes? La globalización de la lógica popular del occupy, practicada tanto por los movimientos urbanos en todo el mundo (indignados, OWS), como por pueblos campesinos (MST-Brasil) e indígenas (recordemos al cacique Sabino Romero y los yukpa ocupando haciendas en la Sierra de Perijá en Venezuela) evidencian disputas territoriales en el campo del «valor-vida», donde se origina la mercantilización de la naturaleza, la RIT y donde se ejerce directamente el poder neocolonial.
Segundo momento: el destino de la RIT y el proceso capitalista de su distribución
El discurso defensor del extractivismo nos propone que, ante los flagelos de la pobreza, de la dependencia y el llamado “subdesarrollo” debemos profundizar este modelo, sin atender al hecho de que, antes que expandir los proyectos extractivos y ampliar la renta captada, es necesario revisar cómo se distribuye la misma. Y no sólo se hace referencia a tener balances positivos y cuentas saneadas, o bien distribuir la renta de manera más equitativa, sino también a reconocer que los diversos mecanismos de distribución de la RIT generan territorialidades, espacialidad, institucionalidades, procesos metabólicos determinados, relaciones de poder y formas de producción de subjetividad e interacción social, acordes a los requerimientos biopolíticos de este modelo de acumulación de capital.
Esto por supuesto implica que, dependiendo de los sentidos y lógicas que atraviesan estos procesos de distribución, podrían disputarse y reconfigurarse nuevas producciones de la política y la territorialidad, que apunten claramente hacia formas de transición post-extractivistas. Surgen entonces varias preguntas: ¿qué formas de producción están estimulando y desestimulan estos mecanismos existentes en nuestros países? ¿Qué estilos de vida promueven? ¿Qué formas de valor prevalecen? ¿Qué tipo de ordenamiento territorial dispone, qué tipo de patrones energéticos? ¿Beneficia a una descentralización o a una concentración del poder? ¿Impulsa una mercantilización de la naturaleza, o bien abre caminos a la gestión popular de los bienes comunes? ¿Qué horizontes emancipatorios se podrían trazar desde otras lógicas distributivas?
A modo ilustrativo, existen algunos ejemplos que se podrían revisar: los investigadores Pablo Iturralde y Eduardo Pichilingue del Centro de Derecho Económico y Social (CDES), muestran que si se aumentara la carga tributaria 1,5% más de lo actualmente registrado, sobre las ventas de los 110 grupos económicos más poderosos en Ecuador, se obtendrían alrededor de 20 mil millones de dólares en un período similar a la de la explotación petrolera de 25 años en el Yasuní-ITT [14] , lo cual da aún más sentido a la moratoria exigida para ese territorio, ahora con un argumento que se propone desde el campo de la redistribución de la renta. Otro ejemplo es el del precio de la gasolina en Venezuela, la más barata del mundo, que no sólo le genera pérdidas al Estado venezolano, sino que promueve estilos de vida y patrones de consumo que para el caso del país caribeño son notablemente intensivos respecto al resto de países de la región (¿a quiénes beneficia ese subsidio en el país?), y que desestimula otras posibles alternativas [15] .
Aunque el discurso y la política oficial, y en general la retórica de los partidos políticos insiste en que no hay alternativas al extractivismo, nada más falso que esto. Numerosas experiencias populares que muestran que sí es posible la vida sin extractivismo, junto con la urgencia tanto de la crisis ambiental global, como de la propia crisis del sistema capitalista, y sus consecuencias para una América Latina que se encuentra en una encrucijada, ponen de manifiesto el doble ámbito de esta disputa política-cultural para los movimientos sociales: el territorio y la institucionalidad.
Caracas, noviembre de 2014
*Emiliano Teran Mantovani es investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos CELARG