La fiebre de la soja enferma al Paraguay

La soja transgénica destinada a la exportación está invadiendo el Paraguay y cambiando al país. Los perdedores son los campesinos y los consumidores. Esta es la historia de un despojo.

El ojo humano se pierde en un mar verde. Los monocultivos de soja alrededor de esta pequeña localidad en el Este del Paraguay se extienden hasta el horizonte. El sol quema, y el vehículo levanta polvo rojo mientras recorre los típicos caminos de tierra de la región. Un desagradable olor a pesticidas irrita las mucosas mientras un tractor con una aspersora está fumigando con glifosato. Los grandes productores no pierden ni un centímetro. Sus plantaciones empiezan directamente al lado del camino, aunque por ley, las calles y los asentamientos deberían estar protegidos por barreras de árboles.
Actualmente se cultivan 3.2 millones de hectáreas de soja en Paraguay. La cosecha de 2017 promete un nuevo récord. Desde su oficina climatizada en Asunción, José Berea, presidente de la Cámara Paraguaya de Exportadores y Comercializadores de Cereales y Oleaginosas (CAPECO), luce contento. “No hubo sequía y muy pocas plagas”.
En 2016, la exportación llenó los bolsillos de los barones de la soja con más de tres mil millones de dólares, prácticamente libres de impuestos. Recién en 2012 se implementó el impuesto a la Renta. Los exportadores agrícolas generan 1/4 del PIB, pero según cálculos del economista Víctor Raúl Benítez, solo pagan el 2 % de los ingresos fiscales del Estado.
La soja es un gran negocio que implicó una profunda transformación del campo paraguayo. El paso de un modelo de agricultura familiar al modelo agroexportador con elevada capitalización de las unidades productivas por mecanización y uso de transgénicos, no deja lugar para pequeños agricultores como Alcides Ruiz (33 años) de San Juan.
La soja transgénica por sus altos costos, no es rentable en propriedades menores a 150 hectáreas. Muchos campesinos han cedido, vendieron sus tierras y se mudaron al “cinturón de pobreza” en los alrededores de la capital, el mismo afirma con determinación, su negación de salir de su territorio, “Yo no quiero lustrar zapatos en Asunción”, razón por el cual, se unió a la Federación Nacional Campesina (FNC), el núcleo de la resistencia pacífica.
Sin embargo ¿Qué chances tienen las 20.000 familias campesinas organizadas contra la fuerza combinada de las multinacionales que se esconden detrás del negocio de la soja, que vale miles de millones de dólares? ¿Contra empresas como Monsanto y Syngenta, que dominan el mercado de la soja transgénica y los pesticidas que la acompañan? ¿Contra los grandes terratenientes locales o contra agroexportadores como Cargill o Bunge?
Paraguay es, según BASE Investigaciones Sociales -apoyada por MISEREOR- uno de los países con la concentración de tierra más alta a nivel mundial. Un 2.6 % de propietarios de tierra, controlan 85.5 % de la superficie apta para la agricultura. Desde el Estado, los sojeros, muchos de ellos colonos brasileños, tienen todo el apoyo.
Sin embargo, no siempre fue así. Después de su independencia, hace más de 200 años, el dictador José Gaspar Rodríguez de Francia decidió seguir un camino diferente para desarrollar al Paraguay económicamente. El Estado controlaba la economía y con excepción de máquinas, no se importaba nada, pero sí se exportaba yerba mate y madera. Los extranjeros no podían entrar al país. Promovió la producción doméstica y posicionó al Paraguay como uno de los países económicamente más avanzados de Sudamérica.
Este éxito, basado en un modelo proteccionista, era contrario a los intereses comerciales de los Estados Unidos y el Reino Unido, por lo cual intentaron desestabilizar al Paraguay con la ayuda de los países vecinos aliados. Los intentos culminaron hace 150 años en la Guerra de la Triple Alianza, en donde Paraguay luchó solo, contra una alianza compuesta por Uruguay, Brasil y Argentina. Fue una de las guerras más sangrientas de Sudamérica. Paraguay perdió la mitad de su territorio y tres cuartos de su población murió.
Desde ese momento, nunca más pudo deshacerse de la influencia extranjera. También el auge de la soja vino de afuera. Se planificó en las oficinas de las multinacionales. En 2003, la corporación suiza Syngenta publicó un aviso en el cual alababa sus semillas transgénicas y en el que hablaba de su visión de una “República Unida de la Soja”, una zona de cultivos de soja de un tamaño de 46 millones de hectáreas entre Brasil, Bolivia, Argentina, Paraguay y Uruguay. Monsanto -apenas unos años antes- había desarrollado la famosa soja transgénica resistente al glifosato: la Soja RoundupReady (RR). La visión de Monsanto y Syngenta se convirtió en una realidad. Una gran parte de la Región Oriental del Paraguay fue despojada de sus bosques y se ve hoy convertida en sojales. Máquinas gigantes están operando día y noche durante la temporada alta de cosecha entre noviembre y marzo. Una flota de camiones transporta la carga a los silos de los compradores multinacionales como Cargill y Bunge, o hasta los puertos de carga privados, desde donde se llevan los granos de soja a Europa para ser procesados como pienso. El avance de la soja ha devorado todo en su camino: bosques, animales silvestres, zonas protegidas de población indígena y el negocio familiar de los campesinos. Los trabajadores agrícolas han sido reemplazados por máquinas. La diversidad dio paso a un desierto verde, sobre el cual llueven anualmente 20.5 millones de litros de pesticidas. Hoy en día, el Paraguay tiene que importar la mayoría de sus alimentos.
El campesino Alcides Ruiz está sentado en una silla de plástico, a la sombra de una morera y toma un trago largo de tereré antes de empezar a contar: “En 1999 todo esto era todavía un pequeño paraíso. Tierra fértil, bosque, un río cristalino. En aquél entonces podíamos todavía cazar armadillos”. Hoy en día le prohíbe a su hijo Igor de un año, bañarse en el rio. Y sus gallinas mueren cada vez que el viento, con los pesticidas de los campos vecinos de soja, sopla hacia su vivienda.
Funcionarios del gobierno se excusan diciendo que puede ser culpa de algún virus. Ruiz no les cree, pero es difícil demostrar lo contrario. No hay ningún veterinario en San Juan. Las estadísticas de los Centros de Salud locales son imprecisas. “Solo urgencias y casos con signos claros son declarados como envenenamiento por pesticidas”, cuenta el enfermero Carlos Acosta. Problemas muy comunes acá como erupciones cutáneas, infecciones respiratorias o enfermedades renales, que pueden ser relacionados con el uso de pesticidas, no están incluidos en esta categoría. Científicamente, es complicado determinar las causas exactas.
Una de las pocas personas que investigan las consecuencias de los pesticidas sobre la salud humana en Paraguay es la Dra. Stela Benítez Leite, pediatra del Hospital de Clínicas en Asunción. Hace un par de meses ella estuvo en San Juan examinando a los niños. Lo que para la doctora es preocupante, son los posibles daños a largo plazo. Su estudio -en el cual se está analizando la sangre de niños buscando marcadores tumorales- todavía no está terminado. Sin embargo, Benítez Leite ha encontrado números alarmantes en las estadísticas oficiales: “Paraguay tiene una mortalidad infantil elevada, con 19 muertes por cada 1.000 nacidos vivos. Esas defunciones son en primer lugar causadas por infecciones, y en segundo lugar por malformaciones que hace algunos años estaban en cuarto lugar”.
Alcides Ruiz llegó a San Juan en 1999 cuando fue expulsado del Departamento vecino de Alto Paraná, en donde la soja comenzó su avance. El glifosato de los campos de soja sopló sobre su propiedad, marchitó su maíz y mató sus animales. Él fue uno de los últimos que dejó Alto Paraná y depositó su esperanza en ese nuevo pedazo de tierra intacta. Junto con otras 500 familias se establecieron en San Juan, en 5.000 hectáreas entregadas por el Estado. La Constitución del Paraguay y el Estatuto Agrario conceden diez hectáreas de tierra para uso agrícola a cada familia campesina. Pero entre la Constitución y la realidad, hay un abismo. A la par que Ruiz, los sojeros también habían puesto sus ojos en las tierras fértiles de San Juan. Los campesinos trasladados de Alto Paraná, fueron desalojados de manera violenta. Cuando se resistieron, 64 terminaron en la cárcel, uno fue asesinado, las viviendas y la escuela fueron quemadas y su cosecha destruida. A pesar de eso, Ruiz y otros campesinos volvieron un par de días después y empezaron a sembrar de nuevo.
El Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT) había cedido el derecho de uso a cada familia, con vistas a obtener un título diez años después, algo que está esperando Ruiz todavía. En lugar de recibir los títulos de sus tierras, vinieron los barones de la soja acompañados por la policía, y el mismo juego de expulsión y ocupación se volvió a repetir.
Sin embargo, los campesinos de la FNC no se dan por vencidos. “En 25 años hemos logrado obtener más de 300.000 hectáreas de tierra para los pequeños pro-ductores”, dice la Secretaria General de la FNC, Teodolina Villalba, con propiedad. “Pero esto no es suficiente en absoluto, todavía queda mucho por hacer. Según nuestras estimaciones hay cerca de 327.000 campesinos jóvenes sin tierra que siguen trabajando en la tierra de sus padres, pero esta situación no es sostenible a largo plazo”.
La FNC organiza ocupaciones de tierra y ayuda con la formación y la construcción de bancos de semillas comunitarios. Villalba sabe que los pequeños productores solo pueden sobrevivir si logran transmitir a la sociedad paraguaya por qué los productos de la agricultura campesina son mejores. Es una difícil batalla contra el Estado, los sojeros y el marketing de las grandes transnacionales de la alimentación. Pero para Alcides Ruiz vale la pena para que su pequeño hijo Igor tenga en el futuro un pedazo de tierra donde producir alimentos saludables.

Sandra Weiss es politóloga y trabaja desde hace 18 años como periodista independiente en América Latina.

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