Utilidad pública para utilidad privada o la (i)lógica del mundo al revés

Cuando hablamos de la utilidad pública deberíamos referirnos a aquellas actividades, obras, bienes o servicios que provocan un beneficio a la colectividad o son de interés del conjunto de una sociedad o al menos de un grupo mayoritario de la misma. Es más, para que esa utilidad sea realmente pública no se tendría que atropellar derechos y si esto fuera del caso debería haber procedimientos adecuados que aseguren que quienes son afectados sean debidamente consultados e inclusive indemnizados. Entonces podríamos decir que, por contraposición, la utilidad pública supera o es en esencia contraria al beneficio privado o particular. Esa debería ser la lectura que caracteriza la utilidad pública.

Por Alberto Acosta

Pero no es así. La utilidad pública y sus análogas expresiones, en tanto concepto jurídico indeterminado, está sujeta a diversas interpretaciones y manipulaciones. Como se ha demostrado en este detallado estudio, detrás del discurso y de la práctica de la utilidad pública se ocultan, casi siempre, otros intereses que terminan por menoscabar los intereses públicos, es decir los de la colectividad. En realidad, la figura de la utilidad pública ha servido y sirve para conseguir o asegurar beneficios privados, muchas veces a través de violaciones abiertas o encubiertas de los mismos marcos jurídicos establecidos. Y no solo eso, hay inclusive disposiciones legales que autorizan esas violaciones… para justificar la utilidad pública.
De las experiencias expuestas en estas páginas constatamos que la utilidad pública- en cualquiera de sus acepciones- enarbolada para justificar proyectos extractivistas mineros, petroleros o agroindustriales, provoca sistemáticamente una serie de vulneraciones a Derechos Humanos y de la Naturaleza. Así, incluso en contra de claras disposiciones constitucionales y legales, para impulsar dichos extractivismos en primer lugar, se declara de “utilidad pública” a todas las tierras ubicadas dentro de las concesiones o áreas de influencia, que sean necesarias para cristalizar los proyectos extractivistas. Esta distorsión del interés público es suficiente para que, por ejemplo, el otorgamiento de una concesión minera provoque un potencial conflicto entre los propietarios de la tierra y los concesionarios del subsuelo, que es de propiedad del Estado. Esta norma afecta directamente a los derechos de propiedad sean individuales o colectivos. La declaratoria de utilidad pública permite en efecto a las empresas contar con diversos mecanismos legales para hacerse del control de la tierra sobre el subsuelo que les interesa.
Uno esos tantos mecanismos es el establecimiento de servidumbres, que terminan por forzar a que personas y comunidades permitan el uso de sus tierras durante la explotación de minerales a cambio de compensaciones económicas restringidas al valor de cambio de la tierra, sin considerar otras pérdidas materiales o inmateriales ni reparaciones integrales por los Derechos Humanos vulnerados. Otro mecanismo consiste en lo que se conoce como los “acuerdos voluntarios” a los que puedan llegar las empresas con las personas y familias para abandonar sus propiedades y viviendas; estos acuerdos usualmente constituyen compra-ventas de terrenos forzadas y muchas ocasiones fraudulentas, sin considerar la afectación a tierras campesinas y territorios indígenas, así como tampoco a ecosistemas sensibles y protegidos; como son aquellos de alta sensibilidad compuestos por páramos, manglares, humedales y bosques tropicales. No sorprende entonces que este tipo de afectación se registre también en áreas protegidas, zonas urbanas, centros poblados, zonas arqueológicas y bienes declarados de utilidad pública.[2]
Empecemos ubicando el tema en el tiempo, sobre todo refiriéndonos al empleo de “la utilidad pública” para extraer los recursos del subsuelo.
La utilidad pública, desde antes de Simón Bolívar hasta el siglo XXI
La discusión sobre la utilidad pública y el usufructo de los bienes comunes, con todos los conflictos que esto conlleva, tiene mucha historia. Basta revisar las normativas coloniales para garantizar el usufructo de los minerales preciosos por parte de la corona o también para “proteger” la sobrevivencia de la población indígena, con estatutos de tutela permanente a través de los conocidos como el “protector de naturales” o los “juzgados de indios”; instituciones aparentemente bienintencionadas pero que no fueron óbice efectivo para la explotación inmisericorde de dichos recursos y dichas poblaciones. Tan es así que, fray Bartolomé de las Casas lo explicó sin rodeos: “La causa porque han muerto y destruido tantas y tales y tan infinito número de ánimas los cristianos, ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riqueza en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción a sus personas. (La causa ha sido) por la insaciable codicia y ambición que han tenido”. Y así, para proteger a los indígenas incluso se abrió la puerta a la esclavitud de población africana.[3]
El mismo libertador Simón Bolívar, quien no dio paso a la emancipación de los esclavos, inspirado en las normativas coloniales de control del subsuelo por parte del monarca, el 24 de octubre de 1829, en la ciudad de Quito, planteó en un decreto la base del control estatal sobre los recursos del subsuelo. En su artículo primero, esta disposición expresa que las minas pasaban del dominio de la Real Corona española al dominio de la República: “conforme a las leyes, las minas de cualesquiera clase, corresponden a la República”.[4] De esta manera en las nacientes repúblicas se incorporó el espíritu de las disposiciones coloniales, que tenía como su referente más inmediato las Reales Ordenanzas para la Minería de la Nueva España, año de 1783.
Esta declaración de las tempranas horas republicanas sintetiza el control estatal de los recursos en la época republicana. Esto se traduciría en la ratificación constitucional de que los minerales y el petróleo son del Estado, es decir del pueblo que es el soberano. Así, desde entonces, se desarrolló toda una jurisprudencia orientada al control estatal de dichos recursos. Y alrededor de este principio básico se han producido, una y otra vez, tensiones de diversa índole, sobre todo por el afán de los particulares en ampliar su participación en la renta minera o petrolera, o inclusive por los intentos del Estado de obtener una tajada mayor de dicha renta, sacrificando comunidades y Naturaleza, cabría añadir. Una realidad que ha dependido y depende aún de diversos momentos históricos en cada uno de los países, permanentemente tironeados por las lógicas extractivistas, es decir por su inserción sumisa en el mercado mundial en tanto exportadores de materias primas.  En este constante tira y afloja, el uso y el abuso de “la utilidad pública” han estado siempre presentes.
Desde entonces son cada vez más notables y preocupantes los límites de estilos de vida sustentados en la ideología del progreso clásico. Los recursos naturales han sido asumidos como una condición exógena para el crecimiento económico, como un objeto de las políticas de “desarrollo”. Dicho crecimiento -en esencia capitalista- se alimenta de Naturaleza, la cual luego incluso recibe los desechos del capital. Por tanto, enfrentar esta civilización antropocéntrica, que sofoca la vida de humanos y no humanos, es el reto para asumir a cabalidad la cuestión de la utilidad pública. Una tarea que pasa por superar los extractivismos.
La imposible utilidad pública en los extractivismos
Tan arraigadas son estas lógicas extractivistas que es casi imposible discutir en opciones de organizar estas economías sin contar con la renta de la Naturaleza. En estas economías se mantiene una inhibidora “mono-mentalidad exportadora” que ahoga la creatividad y los incentivos para construir inclusive otro tipo de sociedades. En el seno de los gobiernos, e incluso en amplios segmentos sociales, se difunde esta “mentalidad pro-exportadora” de forma casi patológica. Se impone una suerte de ADN-extractivista en toda la sociedad, empezando por sus gobernantes. Todo esto lleva a despreciar las potencialidades humanas, colectivas y culturales disponibles en el país, asumiendo como indispensable o inevitable la subordinación de la Naturaleza a las metas del progreso. Y de allí se derivan todo tipo de distorsiones o aberraciones como aquella de plantear como de utilidad pública la expropiación y hasta la destrucción de bienes comunes.
Es evidente que no basta con proclamar al Estado como propietario de los minerales o el petróleo. Hemos visto hasta la saciedad que esa proclama muchas veces se queda en el simple discurso y no solo eso, inclusive en los casos en que el Estado, a través de sus empresas controla la extracción de esos recursos, recurre una y otra vez a las mismas prácticas que las empresas transnacionales, atropellando el marco jurídico y todo tipo de derechos, y lo que resulta más perverso aún es que lo hace esgrimiendo un discurso nacionalista. Es evidente, entonces, que no es suficiente blandir el interés colectivo para proceder sin más a la extracción de minerales o petróleo.
No podemos perder de vista que los Estado-nación son funcionales al sistema-mundo, en tanto son dependientes de la lógica de acumulación capitalista global, en la cual nuestras economías han sido forzadas a asumir el papel de suministradoras de materias primas. El problema radica en que este tipo de Estado, propio de naciones subalternas, con las normas que adopta, de una u otra manera, reproduce relaciones económicas que le fuerzan a transferir bienes comunes al sector privado.
Así, de facto se planifican territorios de sacrificio en aras del gran objetivo nacional que es el desarrollo. Dicho de otra manera, el atropello de derechos de comunidades y Naturaleza sería una condición necesaria para atender las demandas de la colectividad en su conjunto, de acuerdo al discurso dominante. Una situación que, a la luz de la historia, conduce casi siempre a favorecer a grupos reducidos mientras que la gran mayoría de la población apenas recibe algunas migajas de los esfuerzos extractivistas. Para lograrlo -en el marco de diversos desarrollismos, sea con gobiernos neoliberales o progresistas- la violencia e inclusive la corrupción son una condición necesaria para la cristalización de los extractivismos.
A lo largo del trabajo que inspira estas líneas se han demostrado los diversos impactos negativos de estas actividades extractivistas, como son, por ejemplo, los provocados por el racismo ambiental que afecta a territorios de pueblos originarios o afrodescendientes; los duros impactos a la vida e integridad de las personas, particularmente a las mujeres y a la niñez; el debilitamiento sistemático de los grupos y movimientos que resisten a los extractivismos; la limitación sistemática de los derechos de participación y decisión. En este marco es común la criminalización y persecución de quienes defienden sus derechos al tiempo que se tergiversan las normas que podría viabilizar mecanismos adecuados para discutir democráticamente el uso de los recursos del subsuelo.
No sorprende para nada que, como resultado de estas prácticas, cada vez más insertas en los Tratados de Libre Comercio (TLC), se hayan afectado inclusive las capacidades de autoabastecimiento de alimentos. Minería y petróleo, por ejemplo, copan cada vez más espacios territoriales, inclusive desplazando otras formas de extractivismo como lo es en gran medida la producción agroexportable; de facto se sustituyen unos extractivismos por otros, una contaminación por otra, un atropello por otro. Además, con estos TLC, que no son para nada libres y que no solo son de comercio, estas economías primario exportadoras se han visto forzadas a profundizar su condición de simples suministradoras de determinadas materias primas, al tiempo que, perversamente, se han transformado en mercados para productos agrícolas importados, casi siempre productos excedentarios provenientes de los países capitalistas metropolitanos, en donde la agricultura es altamente subsidiada. A la postre, en toda la región se registra un peligroso incremento de importación de alimentos con la consiguiente pérdida de la soberanía alimentaria.
Con todo esto se configura una suerte de tenaza entre el discurso del interés nacional o colectivo y la lógica de los extractivismos que termina por legitimar los comportamientos más brutales del gigantismo minero, por ejemplo. En ese marco la soberanía estatal, aviesamente, termina por colaborar con la generación de constantes ocasiones para la mercantilización y privatización de los bienes comunes, que normalmente se dan atropellando derechos.
Estas reflexiones son oportunas sobre todo para los casos minero y petrolero, pero sin duda tienen validez para otros extractivismos, pues, en la práctica, la sumisión del Estado a los intereses del capital transnacional consolida la privatización de la naturaleza, afectando los bienes comunes. Privatización que, además, provoca la devastación del suelo, subsuelo, territorios y ecosistemas que el capital extractivista usualmente no está dispuesto a remediar o reparar, menos aún a restaurar.
Finalmente, los gobernantes y los empresarios, en la cotidianidad, pretenden impedir que las personas y comunidades directamente afectadas por dicha privatización puedan decidir participativamente en consultas que deberían servir para preguntar a las comunidades afectadas si aceptan o no la explotación de los recursos y la consiguiente devastación de sus territorios.
De esta crítica, no se puede derivar como solución, la jurisprudencia anglosajona que establece que el dueño del suelo lo es también del subsuelo.
Utilidad pública y bien común en clave de derechos
De lo anterior se desprende que es crucial que las decisiones sobre los bienes comunes se democraticen, de tal forma que las comunidades tengan el derecho a decidir y garantizar su propia existencia.[5] El punto de partida se centra en la garantía de sus Derechos Humanos, tanto como de la vida en armonía con la Naturaleza -en clave de la Naturaleza como sujeto de derechos-, más aún cuando la megaminería o el petróleo arrasan con bienes comunes como el agua, los boques y los páramos. Cuando, por ejemplo, se destrozan las zonas de recarga hídrica, es muy difícil -o hasta imposible- repararlos y menos aún restaurarlos.
El deber del Estado debería ser asegurar que las comunidades puedan decidir sobre dichos bienes comunes, en especial sobre el agua y los ecosistemas, garantizando simultáneamente los Derechos de la Naturaleza. Esta posibilidad es indispensable si asumimos a la tierra -superficie y subsuelo- no como un simple factor de producción y damos paso al territorio como base para la vida de las comunidades, concepción que puede empatar con una concepción plurinacional del Estado, en donde los pueblos y nacionalidades indígenas pueden y deben tener mecanismos potentes para decidir sobre su territorio. La jurisprudencia debería no solo reconocer, sino viabilizar precisamente el estrecho vínculo entre el derecho a la consulta, la autodeterminación y el territorio, entendiendo a la Naturaleza como sujeto de derechos. Esto conlleva a considerar los  Derechos Humanos en términos amplios como complementarios de los Derechos de la Naturaleza y viceversa, puestos todos derechos son inseparables y necesarios de garantizar.
En línea con se plantea en las conclusiones de este estudio hay que identificar a los diversos actores con el fin de ubicarlos en el marco jurídico de cada país. De esta manera se puede conocer mejor la realidad concreta con el fin descubrir las puntos oscuros o contradictorios existentes, para así poder proponer los ajustes legales que sean necesarios. Igualmente asoma como recomendable fortalecer los mecanismos que posibiliten un mejor conocimiento de dichos marcos jurídicos por parte de las distintas comunidades y de los mismos movimientos sociales que puedan verse afectados por los extractivismos. Y aquí cobra fuerza la necesidad de transparencia en este tipo de relaciones y actividades vinculadas a los extractivismos, pero no como un pretexto para lesionar los derechos de las colectividades y de la Naturaleza en nombre de un ficticio interés público.
Entre los muchos aspectos que habría como sugerir está el tema de la propiedad que no puede subordinar ninguno de los derechos fundamentales a la vida de seres humanos y no humanos. Por eso es preciso viabilizar las funciones sociales y ambientales de la propiedad -sobre todo de la privada- en hechos concretos. En este punto prima la importancia de la genuina utilidad pública. Sostener proyectos en marcha e incluso concesiones entregadas afectando las normas constitucionales y legales por no afectar intereses particulares que afectan a la colectividad humana y natural sería una aberración; sería como justificar el mantenimiento de la esclavitud para no afectar a los esclavistas… Bastaría recordar que cuando se liberó a los esclavos no faltaron quienes reclamaron por las “pérdidas” sufridas por sus “propietarios”, a quienes se les restringía “su libertad” para comercializaros, utilizarlos, explotarlos…
Dicho todo lo anterior, una genuina utilidad pública, desde una perspectiva de seguridad jurídica integral, tiene que asumir en todo momento el bien común de las colectividades y no los intereses particulares, incluyendo, por cierto, la vigencia plena de los Derechos de la Naturaleza.


Notas:
[2] Como complemento de lo expuesto detalladamente en este estudio, se pueden recuperar muchas otras experiencias como las que se recogen en el libro de Acosta, Acosta, Cajas-Guijarro, John, Hurtado, Francisco, Sacher, William (2020); El festín minero del siglo XXI- ¿Del ocaso petrolero a una pandemia megaminera?, Serie Debate Constituyente, Abya-Yala, Quito.
[3] Un tema abordado en clave la realidad presente en el libro de Gómez Nadal, Paco (2017); Indios, negros y otros indeseables – Capitalismo, racismo y exclusión en América Latina y el Caribe, Serie Debate Constituyente, Abya-Yala, Quito.
[4] Al respecto se puede consultar en “‘Las minas de cualesquiera clase, corresponden a la República’ – Hace 185 Bolívar impulsó el manejo soberano de los recursos minerales latinoamericanos”, Correo del Orinoco, 25 de octubre 2014. Disponible en http://www.correodelorinoco.gob.ve/hace-185-bolivar-impulso-manejo-soberano-recursos-minerales-latinoamericanos/
[5] Aquí emerge el tema de la consulta previa, libre e informada, que debe complementarse con el consentimiento libre e informado. Esta cuestión tiene ya mucha historia. Se afinca en la misma Organización Internacional del Trabajo (OIT), que emitió en 1989 el Convenio 169 ratificado por las Naciones Unidas como uno de los instrumentos de protección de los pueblos vía consulta previa, libre e informada, lo que incluso está en varios cuerpos constitucionales. Los pueblos a los que se va a afectar -incluyendo su espacio más amplio de reproducción-, deben ser parte de un proceso para la consulta, aunque hay que reconocer que la decisión no es estrictamente vinculante. Y por cierto, en la práctica no todas las experiencias son satisfactorias, a la postre este mecanismo de participación puede incluso servir para la dominación. Se recomienda las reflexiones presentadas en la Revista Ecuador Debate Número 106, 2019, del CAAP, Quito. Disponible Disponible en https://repositorio.flacsoandes.edu.ec/handle/10469/16228?mode=simple
ESCRITO ESPEJO del libro UTILIDAD PRIVADA, DESPOJO PÚBLICO. Utilidad pública y conceptos análogos relacionados con actividades minero energéticas. Análisis en Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Honduras, México y Perú. Disponible en https://www.accionecologica.org/informe-regional-utilidad-privada-despojo-publico/
Alberto Acosta. Economista ecuatoriano. Profesor universitario. Autor de varios libros. Compañero de luchas de los movimientos sociales. Exministro de Energía y Minas (2007). Expresidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008). Candidato a la Presidencia de la República del Ecuador (2012-2013). alacosta48@yahoo.com
Fuentes: Rebelión

 

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