Los capitalistas que tratan de escapar de la muerte a la que han invocado

A Fredric Jameson se le atribuye la conocida frase de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Everybody wants to own the end of the world. “Todo el mundo quiere poseer el fin del mundo”. Con esta frase, mucho menos conocida que la de Jameson, comienza la penúltima novela de Don DeLillo, Zero K. Quizá sean complementarias. Ross Lockhart, el padre del protagonista de Zero K, es un millonario estadounidense que, en el ocaso de su vida, invierte en una misteriosa empresa de criogenización —cuyas instalaciones se encuentran en un lugar secreto remoto que no se revela en el libro y que podría ser tanto Rusia como Kazajistán (probablemente el desierto de Ryn)— para preservar el cuerpo de su mujer tras su muerte con la esperanza de que en el futuro pueda descubrirse una cura a su enfermedad.

Àngel Ferrero

“Vive la vida de un multimillonario. Y por qué no, pensé. ¿Qué otra cosa le quedaba a Ross por adquirir?”, se pregunta el narrador. Éste es uno de los varios planes de fuga de los capitalistas a los desastres que ellos mismos han creado y que incluyen desde la colonización de otros planetas —la fantasía de Elon Musk parodiada en Don’t Look Up (Adam McKay)— a recluirse en comunidades cerradas —como las que Les Parasites presentaron en la serie de televisión El colapso (2019)—, pasando por la prolongación de la vida humana, ya sea como conciencia digital o ampliando científicamente sus límites físicos.
El teórico de los medios Douglas Rushkoff ha hablado de todo ello en un libro que ha tenido una considerable repercusión, Survival of the Richest (2022). Como ha explicado en varias entrevistas, Rushkoff escribió este libro después de que cinco multimillonarios lo citasen en un resort privado en el desierto para una charla privada en la que explorar juntos cómo sobrevivir a lo que llaman, eufemísticamente, “el acontecimiento” y que no sería otra cosa que un colapso civilizatorio. “¿No ves y sientes más estas cosas que de costumbre? ¿Los peligros y advertencias? Algo se aproxima, no importa lo seguro que te sientas en tu tecnología wearable. Todos los comandos por voz e hiperconexiones que te permiten convertirte en incorpóreo”, explica uno de los trabajadores de la empresa de criogenización de Zero K al narrador en un momento de la novela.
Más allá de los motivos, algunos de estos intereses no son, claro está, algo negativo per se: muchos años atrás los cosmistas rusos estaban interesados tanto en la colonización de otros planetas como en la prolongación de la vida humana. La diferencia es que pensaban en ello como parte de un programa democrático radical.
No es difícil adivinar la razón de este aparentemente repentino interés en la conservación y prolongación de la vida por parte de los superricos: la pandemia de covid-19, con sus reminiscencias pestilentes, les recordó que también ellos eran mortales y que, como los aristócratas de La máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe, no podían encerrarse indefinidamente en sus mansiones a la espera de que el coronavirus desapareciese. Ante la ausencia de un movimiento socialista organizado internacionalmente que amenace su existencia, la muerte se había convertido, a ojos de muchos a uno y otro lado de la verja, y como en la Edad Media, en la gran igualadora social...
Experimentos fuera de la ‘zona azul’
Los antropólogos han interpretado la figura del vampiro en Europa como una metáfora del aristócrata que, protegido por los muros de su castillo, salía para alimentarse del trabajo de sus siervos. Con el fin del Antiguo Régimen, esta metáfora se desplazó como es sabido a la nueva clase social en auge en el siglo XIX: la burguesía. “El capital es trabajo muerto que solo revive, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo chupa”, escribió Karl Marx en 1867 en el El capital.
Bryan Johnson no es tan conocido —tampoco tan rico— como Jeff Bezos o Mark Zuckerberg, pero en los últimos meses ha aparecido en varios medios de comunicación gracias a su estricto régimen de biohacking. “Se levanta a las 04:30 AM, come todas sus comidas antes de las 11 AM y se va a la cama (solo) a las 08:30 PM, sin excepción”, recogía minuciosamente el diario británico The Guardian en un reciente reportaje dedicado a su figura. A lo largo del día, Johnson, que hizo su fortuna en el sector de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, “ingiere más de 100 pastillas, baña su cuerpo en luz LED y se sienta en un aparato electromagnético de alta intensidad que cree que fortalecerá su suelo pélvico”. Por este diario también nos enteramos de que “vive en un estado de restricción calórica, no bebe alcohol y no sale por las tardes, nunca”. El objetivo de todo ello es “reducir el ritmo de envejecimiento hasta que, espera, un año de tiempo cronológico pueda pasar mientras que su edad biológica sigue siendo la misma”.
Este millonario está constantemente monitorizado por un equipo de médicos y expertos en salud que controlan su cuerpo hasta niveles de detalle que resultan esotéricos para el resto de nosotros, “desde sus niveles de colesterol hasta la longitud de sus telómeros, los ‘topes’ de ADN que previenen que nuestros cromosomas se deshilachen, como las puntas de plástico en los cordones de los zapatos, y que se cree que juegan un papel en el envejecimiento y la muerte de las células”. El periódico también nos explicaba algo más inquietante: cómo Johnson “también ha experimentado con transfusiones de plasma sanguíneo de su hijo de 18 años Talmage —pagándolo por adelantado donando su propio plasma a su padre de 70 años—, pero lo abandonó por falta de resultados”.
De nuevo, un terreno transitado por los cosmistas rusos: Aleksander Bogdánov ya había experimentado hace más de cien años con las transfusiones de sangre con el mismo objetivo (prolongar la vida humana), pero con una interpretación diametralmente opuesta (la transfusión como un gesto de solidaridad intergeneracional).
El reportaje sobre Johnson termina recordando que, pese a su obsesiva recolección de datos físicos, la fórmula experimental de este millonario estadounidense —que algún día espera condensar y poner a la venta al público— olvidaba “un rasgo común a las ‘zonas azules’ del mundo, donde la gente tiende a vivir más que la media”, y que no es otro, según el Instituto Max Planck, que una cultura en la que se pone en valor “la familia y la interacción social, y en la que el ejercicio es una parte integral de la vida […] además de una dieta equilibrada y un estilo de vida saludable, la cohesión social, la comunidad y los cuidados parecen ser factores cruciales en un envejecimiento saludable”.
¿(Bio)éticamente aceptable?
Bryan Johnson no está solo. Otros le preceden y van incluso más lejos que él. El estadounidense Jeff Bezos (59 años) y el ruso-israelí Yuri Milner (61 años) —quien hizo su fortuna invirtiendo en Mail.ru y Facebook— son dos de los multimillonarios que han invertido en Altos Labs, una semidesconocida empresa fundada en el año 2021 con oficinas en San Francisco, San Diego, Cambridge y Japón y que investiga cómo revertir el proceso de envejecimiento de las células y otras terapias para prolongar la vida humana. La empresa ha fichado a los científicos que trabajan en ella — a golpe de talonario, con salarios de hasta un millón de dólares al año.
Antes que Bezos y Milner, Serguéi Brin (50 años) y Larry Page (50 años), dos de los fundadores de Google, ya habían invertido en una empresa con objetivos similares, Calico Labs. El presidente de Meta, Mark Zuckerberg (39 años), es junto a su mujer, Priscilla Chan, el creador del Breakthrough Prize, un galardón anual de tres millones de dólares otorgado a científicos que contribuyan con “avances transformadores hacia el conocimiento de nuestros sistemas vitales y la extensión de la vida humana”.
El director ejecutivo de OpenAI (la compañía detrás de ChatGPT), Sam Altman (38 años), ha invertido 180 millones de dólares en una empresa que promete descubrir cómo retrasar la muerte diez años. Peter Thiel (56 años), co-fundador de PayPal, es otro de los millonarios interesados en financiar este tipo de investigaciones: en el pasado ya había invertido en empresas dedicadas a las transfusiones de sangre y la criogenización. “Deberíamos conquistar la muerte o al menos descubrir por qué es imposible”, afirmó Thiel el pasado mes de mayo, entrevistado por la periodista Bari Weiss en su podcast. Curiosamente, su antiguo socio y actual presidente de Tesla, Space X y X (antes conocido como Twitter), Elon Musk (52 años), parece ser el único multimillonario que no está interesado en este campo de investigación, asegurando que aunque le gustaría “mantener la salud durante un largo período de tiempo”, no tiene miedo a morir.
Conviene decir que estas tecnologías tienen una larga lista de usos médicos, desde la distrofia muscular y la diabetes hasta enfermedades renales y la pérdida de cartílago muscular en pacientes con osteoartritis. En el caso de la osteoartristis, por ejemplo, podría servir para reemplazar la cirugía por tratamientos menos invasivos. La pregunta, en consecuencia, no es si estas investigaciones son bioéticamente aceptables, sino si son aceptables éticamente, sin más. En otras palabras, ¿por qué han de apropiarse de esta tecnología los multimillonarios en exclusiva? ¿O incluso cediéndola cuando dejen de estar interesados en ella, como una suerte de gesto de munificencia?
Los futuros reyes de Prusia
Paradójicamente, este interés cuasi patológico de las élites económicas por no envejecer, por mantener el vigor de la juventud, pueda, quizá, relacionarse con la evolución económica misma del capitalismo tardío, estancado e incapaz de escapar de sus propias contradicciones e incluso de encontrar una nueva tecnología que le permita recuperar el siempre añorado impulso del capitalismo industrial.
Detrás del deseo de inmortalidad atesorado por los millonarios seguramente se esconda otro todavía más ambicioso, el de detener el proceso histórico, evidentemente en lo más alto de su carrera profesional. En el peor de los casos, sería una parte de la fantasía prepper de un futuro post-apocalíptico en el que los millonarios y sus guardias pretorianas han de conservar el mejor estado de salud posible para protegerse de las masas, empobrecidas por las desigualdades sociales y enfermadas por la catástrofe climática, intentando derribar las puertas de sus palacios a puñetazos.
“Incluso si el viejo se volviera milagrosamente joven, una especie de lasitud secreta le advertiría sin embargo de que su segunda juventud no es la reproducción textual de la primera, que es una juventud laboriosamente recalentada, inflada, prolongada: los recuerdos acumulados entre tanto no le permiten en cualquier caso, a ese viejo milagroso, recomenzar su vida desde cero”, reflexionaba Vladímir Jankélévitch en La muerte (1966) al preguntarse si esta nueva juventud no era en verdad “un poco senil”. Para este filósofo, “se puede reparar todo lo reparable en la máquina usada; pero el irreparable ultraje de los años, es decir, la temporalidad desnuda, no se revoca […] Se puede compensar el perjuicio con una indemnización equivalente, resarcirse a base de daños y perjuicios de un haber más o menos dañado, es decir, anular sin dejar rastro el daño sufrido; puede devolverse al ciudadano expoliado aquello mismo que había perdido, y devolvérselo incluso con intereses; devolvérselo exactamente en la misma forma, teniendo en cuenta la nueva situación… ¿Pero su juventud perdida, quién se la devolverá? Por eso el tiempo perdido está perdido. Por eso una juventud perdida es una juventud irremediablemente perdida. ¿Quién nos devolverá nuestra juventud perdida? No se nos devolverán los años perdidos, aunque puedan devolvernos nuestras funciones, nuestro empleo y nuestros bienes. Ninguna justicia humana puede devolver el pasado a nadie”.
Posiblemente sociedades enteras estén ya atrapadas en este sueño imposible, que se transmite a la población por las correas de transmisión ideológica que son los medios de comunicación de masas y las industrias culturales, que hacen que los gustos y aspiraciones de unos pocos se conviertan en los de mayorías sociales. Al fin y al cabo, casi todo el mundo posee su propio retrato de Dorian Gray, aunque no oculto en un desván, sino a la vista de todos, en el escaparate global de las redes sociales.
Si ya no se puede transformar el entorno inmediato y aún menos la sociedad, si ni siquiera existe un sujeto colectivo, y hasta las propias formas y espacios de socialización desaparecen gradualmente o están mediadas por las nuevas tecnologías, sin que queden de ellas más que fantasmagorías, las personas pueden transformar su propio cuerpo —al menos ésa es la idea generalizada—. Cuando la dieta y el ejercicio físico son insuficientes, o la impaciencia espolea, siempre quedan las ayudas químicas, esperando obtener los mismos resultados en la lucha constante contra la inevitabilidad del propio envejecimiento. Un proceso nunca aceptado, pues un anciano no resulta de ninguna utilidad al proceso de acumulación de capital: por su edad ya no es una persona productiva, es más, por su estado es, generalmente, una persona que necesita cuidados.
“La edad madura, situada en el medio de la vida, es decir, tan lejos del final como del comienzo, ¿no es entre todas las edades la de la ponderación?”, observaba Jankélévitch. “Una vez pasado el apogeo de la vida”, continuaba, “el desequilibrio se invierte a favor del pasado: se diría que el tiempo se petrifica poco a poco bajo el efecto de la esclerosis progresiva, y que el peso de los recuerdos curva la conciencia declinante en dirección al suelo; la franja de esperanza que subsiste todavía en el horizonte se adelgaza progresivamente: el margen de virtualidad dejado a nuestros proyectos, nuestra libertad misma y nuestra independencia para actuar son cada vez más limitados; la suerte está echada, o casi, y las partes todavía blandas, todavía potenciales de nuestro destino, están a punto de desecarse y endurecerse a su vez”.
Esta aceptación racional y serena de la propia vejez —y en última instancia muerte— resulta hoy prácticamente inconcebible. Como escribe Byung Chul-han en La crisis de la narración: “La narrativa de eficiencia neoliberal convierte a todos en empresarios de sí mismos. Todo el mundo se encuentra en competencia con el resto. La narrativa de la eficiencia no genera ninguna cohesión social, ningún nosotros. Al contrario, deconstruye tanto la solidaridad como la empatía. Las narrativas neoliberales como la optimización del yo, la autorrealización o la autenticidad desestabilizan la sociedad aislando a las personas. Allí donde cada cual atiende al servicio religioso de sí mismo y es el sacerdote de sí mismo, donde cada cual se produce a sí mismo y se interpreta a sí mismo, no se construye ninguna sociedad estable”.
Como quiera que la crisis ecológica avanza impasible y sin impedimentos, en un escenario de extinción humana que ya no resulta imposible puede que todos los intentos de los millonarios por vivir más y hasta para siempre, en su megalomanía y banalidad, queden como última —o penúltima— muestra tafonómica para su estudio en el futuro por parte de una civilización extraterrestre. Ya lo dejó escrito Voltaire: “Se dice que los reyes de Prusia fueron los primeros a quienes se sirvió la comida después de su muerte”.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/capitalismo/capitalistas-tratan-escapar-muerte-han-invocado - Imagen de portada: El empresario Bryan Johnson en un extracto de un vídeo donde muestra que se baña con luz led, una de las pácticas que utiliza contra el envejecimiento

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