¿Qué son los derechos de la naturaleza y por qué los necesitamos?

 

Los derechos de la naturaleza son una realidad consistente y en auge. Han pasado quince años desde que fueron proclamados en la Constitución de Ecuador (2008) y desde entonces han proliferado los pronunciamientos en los que se atribuyen derechos a entidades naturales como montañas, ríos, bosques o lagunas, y a través de normas de distinto rango: constituciones, leyes, sentencias judiciales u ordenanzas municipales. Empiezo subrayando esto, porque conviene alejar desde el principio la idea de que los derechos de la naturaleza son una noción puramente filosófica o una metáfora bonita. Si alguna vez fueron eso, hoy son mucho más que eso.

Luis Lloredo Alix
Universidad Autónoma de Madrid

Según el listado del grupo Harmony with Nature de Naciones Unidas, habría más de 150 casos de atribución de personalidad jurídica y/o derechos a entidades naturales en el mundo. Según un estudio cuantitativo de 2022, realizado por Alex Putzer y otros investigadores, la cifra sería mucho mayor, puesto que se habrían dado ya 430 iniciativas en 39 países distintos, de las cuales 409 han logrado adquirir plena validez jurídica.
Cito esas dos referencias de autoridad para quienes, desde el prejuicio, solo se fían de fuentes bendecidas por la cultura occidental. Por lo demás, lo que se desprende de ambos recuentos es una mera constatación de hecho: los derechos de la naturaleza no son un fruto de imaginaciones delirantes ni una realidad marginal, sino que se extienden como una mancha de aceite por todo el globo. Hasta ahora, además, parecía ser un fenómeno propio de países del Sur, pero la ley 19/2022, “para el reconocimiento de personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor y su cuenca”, ha venido a introducir esta técnica también en Europa.
Tal vez los críticos de los derechos de la naturaleza, que suelen tener una mentalidad elitista y colonial, opinen que esto es una prueba de la indigencia intelectual de los españoles, o el fruto de un contagio bolivariano indeseable. También habrá muchos que, desconfiados ante cualquier atisbo de intervención ciudadana en el derecho, vean con malos ojos que dicha ley proceda de una iniciativa legislativa popular. Para la paz y sosiego de su eurocentrismo, les diré que en Países Bajos llevan tiempo trabajando por hacer algo similar con el Mar de Frisia. Por cierto, el partido político que con más fuerza está abanderando este discurso allí es el de los liberales, el D-66: ni rojos, ni ecologistas, ni feministas, ni poscoloniales, sino algo así como el Ciudadanos neerlandés.


Es importante insistir una y otra vez en lo anterior, porque en Occidente hay cierta tendencia a despreciar los derechos de la naturaleza como algo típico de “constituciones bolivarianas”, como un “error” o un “disparate”. Admito que uno se pueda sorprender al escuchar eso de que un río o una laguna sean titulares de derechos. Ahora bien, hay dos formas de reaccionar ante la perplejidad: o te encastillas en tus ideas preconcebidas, condenando todo aquello que no encaje en tus esquemas, o escuchas e intentas comprender.
A la vista del florecimiento de casos que acabo de señalar, creo que esta última es la posición más aconsejable. Por supuesto, es posible que los movimientos ecologistas, los colectivos sociales, las instituciones públicas —gobiernos, parlamentos, tribunales— y los juristas que han acompañado esos procesos estén equivocados. Puede que la ONU y buena parte de la academia latinoamericana estén desorientadas, y que así lo estén los centenares de miles de personas involucradas en todos los casos de atribución de derechos a entidades naturales en el mundo. Pero yo les recomendaría a los críticos que, por pura prudencia, rebajen al menos su desprecio, moderen su verbo y refinen un poco sus argumentos: lo van a necesitar.
Acabo de escuchar una conferencia en la que un renombrado jurista llevaba a cabo una ecuación total entre las siguientes cosas: dignidad, personalidad moral, personalidad jurídica y atribución de derechos, como si lo uno llevara a lo otro sin solución de continuidad. Y todo para decir que los derechos de la naturaleza son un absurdo conceptual. Normalmente son los juristas del establishment quienes les dicen a los movimientos sociales, con un paternalismo irritante, que hay que distinguir y ser analíticos. Sin embargo, esta vez soy yo quien lo hago: conviene hilar fino.
Primero, la atribución de derechos no se apoya necesariamente en la dignidad. Hay muchas teorías que rechazan esa forma de justificar derechos. Segundo, es perfectamente posible conceder dignidad a un animal o a un ecosistema: la dignidad no es una constatación de hecho, no es algo que se posea de forma “natural”, sino un rango que se atribuye a algo o a alguien por razones éticas y sociales. Tercero, no es lo mismo conceder personalidad jurídica que conceder personalidad moral: una empresa tiene lo primero, pero carece de lo segundo. Cuarto: se pueden reconocer derechos sin que exista una personalidad moral. Pero no me extiendo más en todo esto, porque entraríamos en sofisticaciones académicas innecesarias.

En realidad es todo más sencillo: los derechos son herramientas jurídicas que las colectividades humanas deciden establecer en favor de la justicia. Surgen ante situaciones de violencia particularmente graves, como instrumentos para dar voz y poder a quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad. Es evidente que tal cosa ocurre con la naturaleza.
Según el parecer mayoritario de la comunidad científica, estamos viviendo en la era de la sexta extinción masiva. En la historia de la humanidad ha habido muchas extinciones, pero cinco de ellas fueron brutales. La que acabó con los dinosaurios, hace 66 millones de años, propició la desaparición del 75% de las especies y ni siquiera fue la más cruenta. De acuerdo con los cálculos de la geología, estamos en el sexto de estos procesos y la tasa de extinción a la que asistimos nunca había sido tan alta. Además, la acción del ser humano es la causante: antes de que apareciésemos sobre la faz de la tierra, la tasa era de 0,1 especies extintas por millón de especies al año; en la actualidad, la tasa es mil veces superior.
Dicho de otro modo: el colapso de los grandes reptiles quedará como una menudencia, comparado con el cataclismo ecológico que hemos desatado. Me dirán ustedes que la pérdida de biodiversidad es una tragedia, pero que, al fin y al cabo, los humanos seguirán viviendo, quizá diezmados, en las ruinas de ese mundo por venir. Pues no lo sé. Y, como no lo sé, vayamos a ver qué dicen las predicciones científicas al respecto. Ahí va otro dato: el Centro de Resiliencia de la Universidad de Estocolmo definió en 2009 los nueve límites planetarios que, de traspasarse, pondrían en riesgo la habitabilidad del planeta también para los humanos. Pues bien, ese mismo centro acaba de determinar que seis de esos nueve límites han sido ya superados. Si esto no se parece a un apocalipsis, que venga dios y lo vea.

A lo que íbamos: sobran datos para concluir que los ecosistemas terrestres están experimentando el tipo de amenaza que, a lo largo de la historia, ha merecido la atribución de derechos como forma de tutela. Por supuesto, no siempre se ha recurrido al lenguaje de los derechos para hacer frente a la indefensión, y en muchas ocasiones ésta se ha combatido mediante otras herramientas igualmente eficaces. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, desde la Revolución francesa en adelante, los derechos se han convertido en el más alto recurso ético y simbólico al que nos agarramos cuando necesitamos resistir a la opresión. Así que la pregunta es fácil: ¿es o no es la era de la sexta extinción una de esas situaciones? ¿Estamos o no estamos en un momento de injusticia socio-ecológica manifiesta? Si la respuesta es positiva, la conclusión es clara: necesitamos derechos para la naturaleza.
Pero no quiero ser injusto: hay muchos juristas conscientes de la tragedia ecosocial, que trabajan con esfuerzo por ponerle remedio y que, sin embargo, recelan del reconocimiento de derechos a la naturaleza. Lo hacen por razones técnicas y por motivos estratégicos. Lo de la técnica es muy resbaladizo. Primero, porque, casi siempre que un jurista dice emplear un argumento técnico, suele tratarse de un argumento político. 

En 2022 una ILP consiguió que el Mar Menor tuviese personalidad jurídica propia. ÁLVARO MINGUITO

Las enmiendas que se interpusieron en el trámite parlamentario que condujo a la aprobación de la ley del Mar Menor venían motivadas bajo la etiqueta de “mejora técnica”. Sin embargo, salvo unas pocas que proponían cambios de redacción, casi todas entrañaban diferencias ideológicas respecto al sistema de gobernanza que debía articularse para proteger la laguna. Así que, cuando se dice que la expresión “derechos de la naturaleza” implica un error técnico, normalmente lo que hay es una discrepancia política. Segundo, porque, si lo de la técnica se refiere a que los ríos o las montañas carecen de capacidad para representarse a sí mismos, esto no es un problema: tampoco los menores de edad ni algunas personas neurodivergentes tienen esa capacidad y, sin embargo, son titulares de derechos. Si lo de la técnica se dice porque las entidades naturales no tienen agencia moral, sigue sin haber ningún obstáculo: las empresas carecen de tal cosa y, sin embargo, se les reconoce personalidad jurídica. Eso sí, con una importante diferencia que redunda aún más a mi favor: cuando atribuimos personalidad jurídica a una empresa, lo hacemos porque resulta útil para organizar el tráfico económico, mientras que, cuando atribuimos personalidad jurídica a un ecosistema, lo hacemos para proteger vidas. Y luego están las razones estratégicas. Según este argumento, el establecimiento de derechos a la naturaleza sería inútil. Quienes defienden este punto de vista —muchos de ellos con buena intención— suelen opinar que los derechos de la naturaleza son un recurso rimbombante y efectista, pero puramente simbólico: mucho ruido y pocas nueces. Creo que es un error pensar así. Los juristas tienden a menospreciar el efecto simbólico del derecho, porque están acostumbrados a ver lo jurídico como una maquinaria que debe ser manejada de forma experta. Eso hace que hayan desarrollado una cierta antipatía frente al lenguaje emotivo, los conceptos políticos y los hallazgos terminológicos creativos. Pero esta pulsión profesionalizante suele olvidar que el derecho, por encima de su dimensión técnica, es el vehículo en el que se plasman las aspiraciones de justicia de los pueblos.
Dicho de otra manera: el derecho no es de los juristas, sino del pueblo. En este sentido, si los movimientos sociales y el activismo climático han asumido el estandarte de los derechos de la naturaleza, ése es un caudal político que no debemos reprimir. El valor simbólico que implica trasladar a los ecosistemas un atributo que tradicionalmente ha sido reservado en exclusiva a los humanos es un síntoma de que estamos transitando a modos más ecocéntricos de concebir la realidad y, al mismo tiempo, un instrumento para profundizar en esa línea y remover conciencias.


La propensión habitual del jurista consiste en decir: “Que venga primero el cambio sociocultural y que después el derecho lo recoja”. ¡Como si el derecho no formara parte de la cultura! Debemos rechazar ese prurito formalista y conservador. Por supuesto que reconocer derechos a la naturaleza es una operación cultural y simbólica —entre otras cosas— pero eso es algo saludable, porque significa emplear el derecho con vocación transformadora y porque visibiliza la urgencia de proteger la naturaleza con todos los recursos a nuestro alcance.
Una última apreciación respecto a la presunta deficiencia técnica y estratégica de los derechos de la naturaleza. Cuando los revolucionarios franceses proclamaron la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en 1789, recibieron un aluvión de críticas. Algunas de ellas vinieron de sectores reaccionarios, como la de Edmund Burke, pero otras procedieron de personas más bien “progresistas”, como Jeremy Bentham. Los ataques de Bentham, enormemente despreciativos, se centraron en la supuesta incapacidad “técnica” de los franceses, a los que acusaba de no saber derecho y de emplear un lenguaje poético e impreciso. Él era partidario del derribo del Antiguo Régimen, pero pensaba que debía hacerse de modo “científicamente riguroso”, sin caer en palabrería vana y sin concesiones a un fervor político descontrolado.
Creo que, a la vista de lo ocurrido en los dos últimos siglos, podemos afirmar que Bentham incurrió en una colosal miopía histórica. Claro que aquellos diecisiete artículos de 1789 eran vagos y efectistas, pero se convirtieron en el documento emancipatorio más importante de la Modernidad y han marcado la agenda social hasta nuestros días. Nacieron como un grito desgarrado ante la injusticia, pero desprovistos aún de garantías jurídicas y de un andamiaje administrativo que pudiera hacerlos valer. Sin embargo, todas esas cosas se fueron conquistando con los años, y nadie en su sano juicio se atrevería a censurarlos hoy por su carácter “simbólico” o por la deficiencia de su técnica. Es una lección valiosa de la que deberíamos aprender. Creo que la estrategia de los derechos de la naturaleza es una apuesta cargada de futuro. Si tú, querido lector, no lo crees así, espero que, al menos, el ejemplo de Bentham te lleve a la prudencia.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/medioambiente/derechos-naturaleza-necesitamos -

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