Agroecología popular en Brasil, experiencias para nutrir la organización regional
Desde la favela más poblada de Río de Janeiro, asediada por el narco y la minería, a la resistencia territorial del avance industrial en la costa noreste, organizaciones populares toman la agroecología como herramienta para el acceso al alimento y la educación ambiental. Crónica en la voz de dos agricultoras que visitaron, en Argentina, los comedores populares de La Poderosa y las quintas de la UTT.
Por Nuria Caimmi
Ana Santos y Vera Domínguez se reconocen como mujeres negras, feministas comunitarias, y militantes de la agroecología como proyecto de vida en sus tierras. Sus rutas se cruzan desde una de las favelas más altas de Río de Janeiro hasta la costa noreste en Pernambuco. Ambas asisten a procesos de profundo extractivismo y militarización de la vida, levantando allí la resistencia desde los alimentos. Su experiencia y saberes las trajeron hasta las villas, facultades y quintas de la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense para compartir diálogos urgentes y pensar el presente argentino con el alimento en la boca del pueblo.
Agroecología, alimentación y educación popular en la favela de Río de Janeiro
“Es posible vivir, es posible plantar y es posible reforestar nuestra última área verde en la favela”, sostiene Ana Santos, quien también es educadora popular y activista de la agricultura urbana. Habla mientras se introduce en un bosque de alimentos ubicado en el centro de una favela de Río de Janeiro. En el pico de un morro gris, el verde se recupera a la vista de quien se acerca por primera vez y se encuentra con la agrofloresta y la experiencia de la Escuela Popular de Agroecología Urbana y Alimentación.
Estamos en la favela “Serra da Misericórdia” (Sierra de la Misericordia), asentada en el cuarto morro más alto de la ciudad. Un macizo rocoso de 40 kilómetros cuadrados ubicado en la zona norte de Río. Este complejo posee la particularidad de contar con la mayor densidad de población del área urbana y la menor área verde por habitante de la ciudad, por lo tanto, los índices de calidad del aire son los más bajos.
Según cálculos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), en Brasil, se contabilizan 13.151 favelas. Esta sierra posee la característica de ser el último aliento de Mata Atlántica —un bioma boscoso con alta biodiversidad presente en Brasil, Paraguay y Argentina— de la zona, remontándose su ocupación a la época de la esclavitud, cuando las laderas de las colinas de la favela eran destino de los esclavos fugitivos, región que se conocía como Serra Chorona (Montaña Llorona), por su abundancia de agua.
El lugar dista mucho de los clásicos paisajes que remiten a la ciudad turística, con sus playas, su Cristo e infraestructura para el esparcimiento. La favela se asemeja a los asentamientos y villas argentinas. Estado ausente o Estado robado. Ascender a una favela ubicada al norte de la ciudad implica la presencia omnipresente del hambre y del hacinamiento, que se conjugan con la red narcotráfico y la militarización —con las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) instaladas en 2008— del espacio público. Un proceso que no deja de crecer, siendo habituales las disputas y los disparos. En Misericordia, la mitad de los jóvenes mueren y la otra mitad se dedica al tráfico de drogas.
“¿Por qué en una favela que no tiene escuela ni hospital adecuado, hay unidades de la policía de paz cada 20 metros? ¿Seguridad para quién? ”, se pregunta la activista sobre esa parte pulsante, mortal y racista del modelo de “desarrollo” que se instaló en las favelas. Habla y lleva puesta una remera en la que se lee: “Luche como una Agricultora Urbana”.
Subordinada a los intereses de acumulación del capital, la zona también está ocupada por empresas mineras, desde la década de 1940, que explotan las zonas cercanas a la favela para extraer materia prima para la producción de cemento. En la actualidad, tres empresas siguen operando en la región: el grupo francés Lafarge, y las sociedades brasileñas “Engenharia e Construção” y “Anhanguera”. La avanzada inmobiliaria y el auge de la construcción en Río de Janeiro —impulsado por el turismo y eventos internacionales como ocurrió con los Juegos Olímpicos 2016 o el Mundial 2014— no sorprende el interés de la ciudad en mantener a los productores locales de cemento, reduciendo drásticamente los costos de transporte.
"Este es un territorio ocupado por narcotraficantes, que viven en disputa, y una minera que explota rocas todas las semanas. Así que nos enfrentamos tanto a la contaminación como a la falta de disponibilidad de tierras", sintetiza Ana. Sin embargo, en este paisaje, ella es fundadora del Centro de Integración de la Serra de la Misericordia (CEM), nacido en 2011, con el deseo de construir colectivamente un contrapunto y disputar el derecho a la ciudad a través de la agroecología y la agricultura urbana. “Este es un centro de ‘integración’ porque no tenemos espacios comunes en la favela, este es el lugar común de la Sierra de la Misericordia”, resalta Santos.
“Si yo vivo, yo planto; si yo planto, yo como”
Como espacio agroecológico, el CEM integra la Red Carioca de Agricultura Urbana, un movimiento de agricultores, consumidores, técnicos y activistas. La propuesta alimentaria abarca los dos extremos de la cadena de producción de alimentos: desde el cultivo hasta el consumo en la favela. “Si yo vivo, yo planto; si yo planto, yo como; no preciso vivir mal, comer mal, si tengo tierra”, es el lema que impulsan.
La reforestación de la agrofloresta nativa se realizó sobre zonas arrasadas y abandonadas por la minera y recuperó parte de la Mata Atlántica que quedaba en la Sierra de la Misericordia. Este bosque de alimentos se extiende en el paisaje favelado en diferentes niveles de altura sobre el terreno y sigue creciendo. "Utilizamos bosta de vaca o de gallina, agua del estanque de peces, para realizar compost. Nunca hemos producido con veneno, y nuestro mayor reto es producir nosotros mismos estos compuestos, generando autonomía", cuenta Ana sobre los biopreparados con los que nutren los frutales (papayas, mangos, cajá, guayabas) y hortalizas (batatas, mandiocas y zapallos), además de lo que ofrece el bosque reforestado: flores, alimentos silvestres y aromáticas. Además de la agrofloresta, asoma una plantinera, la biofábrica, y un tanque donde se realiza piscicultura, cría de peces.
Como el acceso al agua limpia no está garantizado en las favelas, hace pocos años crearon una cisterna que toma agua de un desvío de los manantiales, que habían quedado enterrados por las empresas mineras, y junto con la recolección de agua de lluvia, cubren el suministro. “Nuestro trabajo no es solo plantar. Lo que aprendemos es acerca del trabajo colectivo, la colectividad que aprendemos en la tierra”, asegura Ana.
El CEM es reunión, talleres, encuentros de identificación y manejo de plantas, educación ambiental, teatro, danza, música. Y también Escuela Popular de Cocina y Agroecología, a la que asisten medio centenar de niños y niñas en horario extracurricular. “Esa cocina es de todas nosotras, esta merienda que estoy comiendo, es mía, es tuya y de todo el mundo, porque aquí todo el mundo cocina para todo el mundo, la cocina no será la ideal, es limitada, pero tiene mucho afecto”, dice y señala Ana sobre el espacio de cocción y aprendizaje.
¿Cómo surgió esta propuesta de escuela de cocina? La fundadora del CEM marca las demandas y presiones vinculadas con la alimentación que recae sobre las mujeres y reflexiona: “No debía ni podía ser un problema cocinar para ellas, por eso, impulsamos la idea de que la cocina sea de todos y todas”. Así fue que durante la pandemia se dio inicio a la escuela de cocina para niños y niñas, con el objetivo de transformar la idea de que comer con calidad y dignidad es un privilegio; y acortar la distancia impuesta por el modelo actual entre quienes consumen y quienes producen. “Cuando las personas comen lo que plantaron, pueden recordar su pasado, su historia, porqué llegaron a donde están. Si todos comenzaran a plantar, se iniciaría una revolución, no voy a necesitar comprar, ni tirar veneno”, confía la militante de la agroecología y planta bandera sobre el camino iniciado en la favela: “No se trata de asistencia, de simple ayuda, aquí estamos hablando de autonomía a partir de la tierra”.
La agroecología como modo de resistencia territorial y política
Desde la Mata Atlántica de Río de Janeiro, el viaje sigue al nordeste, al estado de Pernambuco, a 2000 kilómetros de Río. Allí se encuentra el bioma Caatinga —la “selva blanca”, exclusiva de Brasil, está adaptada a altas temperaturas y escasez hídrica—, playas tropicales y reservas naturales. Vera Domínguez, campesina y poetisa, vive allí y organiza a las mujeres para luchar también contra la militarización de su zona. Es compañera en la distancia de Ana porque sus luchas se acompañan. Además de campesina, Vera es asistente social, militante feminista, mujer negra, afroindígena y presidenta de la Asociación de Agricultores del Cabo de Santo Agostino.
Vera vive junto con otros trabajadores rurales en el Engenho Ilha, ciudad ubicada en el ingreso a la Reserva Natural de Paiva, área de bosque nativo que ha sido utilizada colectivamente por la comunidad durante décadas, principalmente, con pequeñas plantaciones. Son cerca de 160 familias campesinas, que sobreviven con la recolección de frutos nativos, mariscos y pesca, además de cultivos y la cría de pequeños animales. A 30 kilómetros se encuentra Recife, la capital del estado.
La asociación de agricultores —que como el CEM de Sierra de la Misericordia es acompañado por el Instituto de Alternativas Políticas para el Cono Sur (PACS)— fue creada hace 40 años. Vera es la primera mujer en ocupar un rol de liderazgo en estas cuatro décadas de organización. “No fue fácil porque los espacios estaban formados solamente por hombres, era muy difícil enfrentar el machismo naturalizado”, reconoce.
Desde el año 2016, Vera está protegida por el Programa Estatal de Protección a Defensores de Derechos Humanos. Fue víctima de amenazas y acoso relacionados con su lucha por los derechos de la comunidad y por haber denunciado las acciones de las milicias armadas en su territorio en Engenho Ilha.
La zona está permeada por conflictos socioambientales derivados del avance de los grandes proyectos instalados en el Complejo Industrial de Suape, empresa portuaria que presta servicios de infraestructura en la región. En 2014, Engenho llha era aún una región sin fricciones: los bosques, los bancos de arena y los manglares que ocupan gran parte del vasto territorio eran de uso libre. Hasta que llegó Suape, la construcción del puerto en un área de 13.500 hectáreas y 147 empresas instaladas.
Desde su instalación en Cabo de Santo Agostinho, los conflictos relacionados al acceso a la tierra y a la vivienda han sido constantes. La expulsión de los residentes nativos se caracteriza por el uso de la violencia por parte de la empresa Suape, así como por indemnizaciones irrisorias y la reubicación en territorios que no reflejan la realidad que han vivido históricamente. Las familias han visto violados sus derechos básicos, ya que se les prohíbe entrar en la zona del cabo y practicar las actividades que fueron su medio de supervivencia y sustento.
En medio de este escenario, los campesinos se han movilizado y luchado por revitalizar la zona. La asociación de pequeños agricultores que Vera preside viene desarrollando una serie de iniciativas para promover la recuperación de la zona degradada y su utilización para la plantación de cultivos agroecológicos. A partir de la organización colectiva, se propone mejorar las condiciones ambientales, incentivando la producción de cultivos agroecológicos, así como la fabricación de productos artesanales, dulces, pasteles y hierbas medicinales.
Las mujeres crearon una huerta comunitaria llamada “Raíces de la resistencia”, basada en los propios conocimientos de la comunidad sobre agricultura familiar y campesina, donde producen legumbres, hortalizas, verduras, follajes, tubérculos (ñames) y frutas típicas del nordeste de brasileño (mamón, pitanga, mangos, bananas, maracuyá, piña, acerola).
La producción es libre de insumos químicos y pesticidas. “La agroecología fue aquí una estrategia política de permanencia territorial frente a la constante intención de corrernos de nuestras tierras. Pero también, una estrategia contra el hambre que durante la pandemia nos inundó”, señala la campesina con ojos firmes y mirada serena. Para los pequeños agricultores, la pandemia fue también hambre planificada durante el gobierno de Jair Bolsonaro. “Fueron años de mucha angustia y sufrimiento por culpa del modelo perverso del bolsonarismo. Pero nos juntamos y conseguimos mantener la organización en marcha”.
En ese pasado que Vera comparte, anida el presente de la Argentina de Javier Milei. “Vemos una gran semejanza con lo que está aconteciendo en Argentina. Lo vemos con miedo por el recuerdo, la memoria del dolor que nos tocó vivir. Pero también, porque lo vivimos, creemos en la fuerza suprema del pueblo, en la unión para dar vuelta a este gobierno facista en el poder, quitar a este opresor”.
De la favela y los manglares a las villas y las quintas
Estas historias de agroecología y resistencia popular llegaron semanas atrás a la Argentina. En marzo pasado, Ana y Vera llegaron a la pampa húmeda bonaerense para conocer las experiencias de las mujeres organizadas de este lado de la frontera, con el respaldo del PACS. “Nunca creí que así también fuera la Argentina”, comentaban, al adentrarse en el cordón hortícola del Conurbano bonaerense, el más grande y productivo del país.
En esta visita, recorrieron la Colonia Agroecológica 20 de Abril, localizada en Jáuregui (Luján), y quintas productivas en El Pato (Berazategui) y Colonia Urquiza (La Plata), en medio del mar de plásticos, invernaderos y agrotóxicos, del modelo convencional, que inundan el periurbano platense. Si en la colonia 20 de abril el acceso a la tierra posibilitaba una vivencia de la agroecología colectiva, en las quintas de La Plata, la falta de posesión redundó en la discusión sobre la deuda histórica que nuestros países del Sur global tienen en cuanto a su redistribución de la tierra.
"Me parecía muy raro que no tuvieran árboles frutales en La Plata, incluso en la favela logramos tenerlos, hasta que nos comentaron que no tener la tierra implica no poder plantar cultivos más añosos porque siempre existe la posibilidad de tener que irte, al no ser tuya”, comentó Ana, en las compartidas con referentas de la agroecología de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT). En ese marco, compartieron un taller para promotoras de Alimentación, Salud, Género y Agroecología de la UTT, con las que recuperaron la importancia de los procesos organizacionales y la participación de las mujeres en lugares de lideranza.
Ana y Vera recorrieron también las favelas argentinas, las villas que se levantan en la interfaz olvidada de la ciudad, donde el hambre asoma pero también la organización. La experiencia de La Poderosa hizo recordar a Ana su Sierra de la Misericordia y las estrategias para llenar los platos en Río de Janeiro. “En Argentina y en Brasil, de formas distintas pero muy iguales, las mujeres alimentamos al pueblo”, contaba entre lágrimas de emoción por los angostos pasillos de la Villa 31-Padre Carlos Mugica, recorriendo comedores y centros de día para mujeres.
Su recorrido tuvo una última parada de cierre en la Huerta Urbana de Agroecología Popular “La Margarita”, que se ubica en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Allí Ana, Vera y las mujeres del PACS realizaron un conversatorio abierto llamado “Diálogos por la Soberanía Alimentaria desde el Sur Global”, donde se compartieron las estrategias colectivas para organizar la producción de alimentos que ellas construyeron "ante un gobierno que buscó que el hambre sea un proyecto de desorganización y control”, dijo la militante de Río de Janeiro sobre los años del gobierno de Bolsonaro. Concurrieron a la jornada otros campesinos brasileros que residen actualmente en Argentina y que están organizados en el Movimiento de los Trabajadores sin Tierra (MST), quienes hoy viven otro proceso de ultraderecha en suelo argentino, mientras estudian medicina en la universidad pública.
La agroecología en la boca de los pueblos
¿Que traen estas historias que parecen narrar la vida en la ultraderecha en pasado, cuando en Argentina debemos pensarla en presente? Geografías distintas, pero procesos políticos y alimentarios cercanos, lejos de ser anécdotas sueltas entre la mata atlántica carioca y el nordeste brasilero, apuntan una clave que debe sernos pista, pero también deseo, la praxis comprometida con que el alimento esté en la boca del pueblo.
El último Congreso Brasileño de Agroecología, realizado en noviembre del año pasado en Río de Janeiro, se tituló “La agroecología en la boca del pueblo”, guiño a las miradas institucionales que han colmado el vasto campo de la discusión sobre la agroecología, marcando la urgencia de fortalecer el sistema popular de producción y abastecimiento de alimentos.
“Há uma música do povo”, decía Fernando Pessoa, y puede ayudar a pensar estos relatos como una melodía colectiva que nos acompaña. Cuando en nuestra Patria Grande y baja, más allá o más acá, la ultraderecha parece querer correr la discusión por los alimentos apuntando la vida como una mera subsistencia, compartir las historias de nuestros hermanos brasileros, se confirma entre alivio y guía, como suspiro de esperanza.
Fuente: https://agenciatierraviva.com.ar/agroecologia-popular-en-brasil-experiencias-para-nutrir-la-organizacion-regional/