Medio ambiente, desidia y negocios
Por: Tómas Buch
Así como la educación pública a la que nos referimos mil veces en estas líneas, el otro gran tema que está en boca de todos y en las acciones de nadie es el medio ambiente.
Éste tiene dos aspectos: el cambio climático, que está fuera de nuestro alcance y cuyas consecuencias han de afectar a todo el mundo. Admitamos que la culpa del injusto estilo dispendioso de vida de una parte de la humanidad es responsable de ese cambio, que será catastrófico para todos, pero especialmente doloroso para los miles de millones de pobres, en miserables pueblos subdesarrollados que no tienen ni para comer y mucho menos son los responsables de los destrozos que hacen aquellos cuyo único fin es el consumo y el lucro. Pero también nosotros ya sufrimos el cambio del clima, las inundaciones porteñas, las sequías, aunque siempre las hubo como también las inundaciones.
Aún hay quienes niegan el grado de la responsabilidad humana, pero mientras tanto, en vez de aplicar el principio precautorio para evitar agravar el problema, los poderosos usan la duda para hacernos creer que ésa se resolverá por la negativa. Si no es culpa nuestra, podemos seguir bailando en el Titánic unos años más. Y pido perdón por usar nuevamente una metáfora tan gastada. Por las dudas, seguimos talando bosques para sembrar soja, expandiendo ciudades sin infraestructura en las que se amontonan los expulsados del campo, sometidos a las tecnologías modernas que emplean cada vez menos gente y que contribuyen a la concentración creciente de la propiedad de la tierra. Así, al mismo tiempo destruimos los ecosistemas, las ciudades y la gente. Un programa maravilloso de progreso.
El otro aspecto es el descuido local. No se trata ya del cambio climático, sino de la contaminación -digamos mejor: el envenenamiento para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres (y mujeres, se dice ahora) que quieran habitar el suelo argentino- y la destrucción de los ambientes naturales en pos de la codicia: ya ni podemos hablar de sistema económico. Se trata de simple y miserable codicia. Con una dosis no menor de estupidez sistémica.
El estado de los sistemas ecológicos en nuestro país es mucho peor de lo que nos imaginamos. Es malo para los negocios decir que talar un bosque nativo es nocivo para el país porque destruye la diversidad biológica. También lo es afirmar que la Patagonia y la Pampa Húmeda se desertifican, o que plantar un bosque de eucaliptos también es malo para el país, porque chupa toda el agua y los nutrientes y sólo sirve para hacer papel para los países ricos y no equilibra en absoluto la "cuota de carbono" que se ha inventado "perversamente" para que los ricos sigan vertiendo gases de invernadero a la atmósfera. Pero no: ni siquiera es malo para los negocios, porque nadie hace caso de estas observaciones triviales pero "catastrofistas".
Hablar de limpiar el Riachuelo en mil días o en diez años ya ni siquiera sirve como propaganda electoral, porque nadie lo cree. Hacerlo no sólo es tecnológicamente muy difícil y costoso, es malo para los negocios porque implica que miles de industrias deberían invertir dinero en cambiar su tecnología o, por lo menos, en instalar plantas de tratamiento que funcionen. La orden de la Suprema Corte de Justicia ya está olvidada y apenas se ha intimado a algunas empresas de Dock Sur, con algo afín a levantar el dedito amenazador y decir: "¡Chicos, pórtense bien! ¿eh?" Mientras, millones de seres humanos se envenenan lentamente y tiemblan porque el cierre de las fábricas contaminantes los privaría de su trabajo; prefieren morir lentamente de intoxicaciones o de cáncer, que más rápidamente de hambre o de tuberculosis.
Algunas historias relativas a este tema son como chistes malos. En pleno centro de Buenos Aires hay una estación de servicios desde cuyos tanques y cañerías se filtra nafta a una estación de subterráneo frecuentada por miles de personas por día. También filtra las napas de agua desde donde iban al río de la Plata. No ocurrió lo que en una situación parecida sucedió en 1992 en Guadalajara, México: una explosión que destruyó media ciudad porque se había filtrado nafta a las alcantarillas. Nadie sabe cuántos muertos costó aquel accidente, pero fueron centenares. Pero en Independencia y Lima, en Buenos Aires, la presencia de gases de hidrocarburos se detectó en 1979, y la Justicia condenó a la empresa propietaria de la estación de servicios a remediar la situación en el 2007, treinta y ocho años y vaya a saber cuántas toneladas de petróleo más tarde. Nadie sabe cuándo la empresa comenzará con los trabajos y cuándo los terminará. Durante esos treinta y ocho años la estación siguió funcionando. La empresa es criminal por codicia; ciudad es culpable por negligencia: hizo la denuncia recién en 1991. La Justicia, entonces, sólo tardó 22 años de los 38. Ahora hay sentencia firme. Mientras tanto, siguió vendiendo combustibles y el subte sólo instaló una bombita de extracción de gases.
Estudiamos con horror el saqueo al que la empresa La Forestal, en las primeras décadas del siglo XX, sometió a los bosques de quebracho colorado que alguna vez cubrieron las zonas, ahora anegables a veces y semidesérticas otras, del norte de Santa Fe, gran parte de Santiago del Estero y de Chaco. Esta depredación ya empezó en tiempos de la colonia, cuando todo el norte de Córdoba era un gran bosque de molles. Pero el recuerdo de ese horror nos impide ver que lo mismo está sucediendo en Misiones, en Salta, con la minería del oro a cielo abierto en Catamarca, con la futura destrucción de los glaciares de Pascua Lama en San Juan, con el ya no "Impenetrable", con la cuenca del río Reconquista donde viven 4 millones de habitantes. La contaminación de partes de esta cuenca es de tal magnitud, que hay afluentes que son arroyos de desechos cloacales casi puros y los expertos extranjeros piden cortésmente a sus colegas argentinos que revisen sus cuentas, porque no pueden creer que semejante nivel de contaminación no sea consecuencia de un error de cálculo. La causa: la codicia, la negligencia y la corrupción, que son sus herramientas. Y la corrupción que alimenta a muchos políticos, y éstos que reparten choripanes y promesas en tiempo de elecciones (que son casi siempre) y no intervienen en los casos más evidentes de contaminación ambiental con firma de autor. A veces, porque los contaminadores son los que corren con los descomunales gastos de campaña. Siempre es más barato comprar un intendente que instalar una planta depuradora.
Claro que hay algunos problemas cuyas causas no son tan directas: el caótico crecimiento de las ciudades, las grandes y las no tan grandes, sin que se piense en la carencia de infraestructura y se amontone la gente en las afueras, para después extrañarse del crecimiento de la violencia, y que algunas idiotas "formadoras de opinión" sólo atinen a pedir venganza. Y la acumulación de basura con la que nadie sabe qué hacer, más que amontonarla en lugares que pronto serán alcanzados por aquel crecimiento.
Las drogas están entre las fuentes más enormes de riqueza: nuevamente la codicia que no vacila ante la destrucción física y moral de sus víctimas. Aquí ya no hay negligencia, sólo codicia y crimen. Pero lo importante es que esa riqueza no se pierda. Para eso están los paraísos fiscales, una de las principales formas de lavado de dinero y de evasión de impuestos en todo el mundo. ¿Alguien logrará hacer que desaparezcan? ¿A alguien le interesa que desaparezcan?
En cuanto a los problemas ambientales, la codicia se expresa en volcar los problemas causados por unos pocos a que sean arreglados a costa de las mayorías, como cuando es el Estado el que tiene que hacerse cargo de la remediación.
Pero nuestro gobierno no hace eso: sólo proclama que lo hace. Y no es el único: ninguno de los objetivos de las frecuentes reuniones mundiales que empezaron con la Cumbre de Río en 1992 se ha cumplido, ninguno no ha empeorado. Se habla de las emisiones de gases de efecto invernadero, pero no se menciona que ésa no es la única forma de ecocidio que importa detener para mantener habitable este planeta. La tala de los bosques, la depredación de los mares, la contaminación de los acuíferos y la lista podría seguir. Sin embargo, en la realidad de los hechos, a nadie le importa el medio ambiente (1) al punto de ir más allá de las palabras. Salvo lo que ocurre cuando las víctimas directas de los daños se movilizan. Por suerte comienzan a hacerlo.
(1) Esta expresión hace referencia al libro de Sergio Federovisky, "El medio ambiente no le importa a nadie", Ed. Planeta, 2007.
Fuente: Diario Río Negro