Crisis, ecología y renta básica
Autor: Florent Marcellesi
«Cada pancarta que proclama “queremos trabajo” proclama la victoria del capital sobre una humanidad esclavizada de trabajadores que ya no son trabajadores pero que no pueden ser nada más»: esto escribía el filósofo André Gorz al analizar la sociedad asalariada del pleno empleo. Ahora que la crisis económica está dejando a casi cuatro millones de personas ‘paradas’ en toda España y que por doquier se piden más puestos de trabajo para salir de la depresión, es un buen momento para volver a reflexionar sobre la aserción de Gorz. De hecho, ¿hasta qué punto la transformación social, ecológica y económica en curso hace posible y deseable el restablecimiento de una situación de pleno empleo? ¿No implican la profunda crisis ecológica y la mutación del sistema productivo hacia la economía del conocimiento una nueva forma de entender el trabajo, la riqueza e in fine una nueva política de (re)distribución y de la renta? Como respuesta, primero es necesario recordar que nuestra sociedad asalariada está intrínsecamente vinculada a una sociedad del hiperconsumo que explota la Tierra por encima de su capacidad de regeneración y asimilación. Si queremos alcanzar la justicia social y ambiental hoy y mañana, no podemos seguir subordinando la actividad humana a la lógica del desarrollo de las necesidades consumistas basadas en el círculo vicioso ‘producción, empleo, consumo’. Así, una sociedad sostenible, más allá de la cuestión de la propiedad de los medios de producción, debe romper con un sistema productivo y laboral que promociona de forma indiscriminada el consumo a través de cualquier tipo de empleo y producción, y con afirmaciones planteando que «el pleno empleo debe ser un objetivo en sí mismo» (Patxi López, El Correo, 27-11-30). Como prototipo de esta visión, el Plan 2000E prefiere –a pocos años del techo del petróleo– apoyar el sector del automóvil en lugar de reconvertir los ‘know-how’ de sus trabajadores hacia otros sectores de la economía sostenible (como puede ser el transporte público). Segundo, este modo de producción y consumo de masas sigue equiparando el bienestar de las personas con una creciente acumulación material y pone en el centro de la economía el trabajo ‘productivo’, concepto puramente material, cuantificable y mercantil. Sin embargo, de la misma manera que para la economía ecológica un subsistema (el económico) no puede regular un sistema que lo engloba (la biosfera), el ‘empleo productivo’ no puede pretender representar el conjunto de las actividades humanas necesarias para el desarrollo personal y colectivo de una sociedad en armonía con sus componentes y la naturaleza. La ‘dictadura del PIB’ olvida que hay otros fines distintos del crecimiento y que el ser humano tiene otros medios de expresarse además de la producción y el consumo. Las actividades domésticas, voluntarias, artísticas, asociativas, etc., a pesar de no ser –siempre– remuneradas o reconocidas, son fuentes centrales de riqueza social y ecológica. Tercero, aunque el tiempo de trabajo haya dejado de ser la medida de la riqueza creada, el imaginario colectivo y los sistemas de redistribución continúan girando de forma paradójica en torno a él. Asimismo, todos los mecanismos de protección social se basan en la vuelta de los individuos al mercado laboral, de modo que se ven forzados a trabajar sin que importen las condiciones sociales y ecológicas (los llamados ‘working poors’). En esta situación, la ausencia de un sueldo y de un trabajo casi siempre desemboca en un proceso de frustración personal y exclusión social. De hecho, es triste constatar que la valoración del trabajo como socialización se ha impuesto de forma negativa a través del paro de masas, verdadero rasgo estructural del productivismo liberal. Sin embargo, si postulamos que hemos entrado en una economía del conocimiento, las nuevas fuerzas productivas decisivas pasan a ser la inteligencia, el saber y la creatividad. Esta mutación hace imposible medir los esfuerzos que se han invertido en la sociedad en su conjunto para producir el ‘valor conocimiento’, y el trabajo pasa a tener poca relación con la renta o el salario. Es por tanto necesario abogar por una reforma radical del sistema de redistribución heredado de la sociedad industrial, lo que pasa por una nueva política de la renta adaptada a la nueva situación socioecológica y productiva. En este marco, la Renta Básica de Ciudadanía –es decir, un ingreso desconectado del trabajo, universal, incondicional y que cubre las necesidades básicas– es una apuesta clave ante el tambaleo de un sistema económico injusto e insostenible. De hecho, si entendemos la actual crisis como una oportunidad para dar un giro copernicano a nuestro modelo de desarrollo, la renta básica permite reorientar la economía sobre bases más sostenibles y humanas. Al reconocer el trabajo no remunerado y efectuar una redistribución de la riqueza priorizando actividades ecológicas, sociales, de la economía social y solidaria, etc., esta renta plantea de forma directa e indirecta una reorientación socioeconómica. A través de ella, se deja un sitio cada vez mayor a una producción no mercantil, social y ecológicamente útil, cooperativa, autónoma, es decir, a una economía plural a escala humana y respetuosa de la biosfera. Además, la renta básica rompe con la dinámica de alienación laboral al garantizar a cada cual su autonomía financiera y permitir rechazar cualquier trabajo no digno, no solidario, peligroso para la salud y/o el medio ambiente… Invierte la relación de fuerzas entre empresa y persona trabajadora y supone un escudo de protección a la hora de reivindicar mejoras laborales. Mediante esta renta, cada cual recupera la propiedad de sus fuerzas de trabajo y de invención para decidir dónde dedicarlas: se invita al individuo a elegir su modo de vida y a reorientar sus hábitos de consumo y de producción hacia el ‘vivir mejor con menos’. Por último, tampoco olvidamos que el conocimiento adquirido a través de los siglos es una obra colectiva y que los recursos naturales son un bien común. Al repartir los réditos de este patrimonio, la renta básica equivale a una puesta en común de las riquezas naturales y socialmente producidas: se convierte en un derecho fundamental de cualquier persona por el mero hecho de existir. En conclusión, ante la crisis económica, que es ante todo un reflejo de la crisis estructural y socioecológica actual, una renta básica para la ciudadanía, además de ser posible (a través del IRPF, IVA, ecotasas, tasa Tobin, etc.), es una apuesta sensata y necesaria. Entendida como una herencia de la riqueza social y natural, como una forma de mejorar nuestra relación con el trabajo, como una herramienta para liberar las nuevas fuerzas productivas y como una inversión para las generaciones futuras, es una reivindicación del siglo XXI.
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Fuente: http://florentmarcellesi.eu/