FÁBULA DEL ÁRBOL Y EL GUSANO (o cómo explicar los transgénicos)
Autor: Gustavo Duch
Como el genial escritor Terry Pratchett, pienso en un mundo fantástico donde conviven unos árboles mucho más viejos que las milenarias secuoyas junto a unos gusanitos efímeros, que nacen con el alba y siempre, siempre mueren mucho antes de caer el Sol.
Al abrir los ojos aquel árbol ‘trilenario’, doscientos años después del parpadeo anterior, -que ese es su ritmo normal- lo vio todo totalmente cambiado. Por arte de magia, de birlibirloque, en un abrir y cerrar de ojos –y no es metafórico- el pueblo que divisaba desde sus ramas más altas estaba completamente arruinado, como si hubiera sufrido el peor de los bombardeos. Los huertos que le rodeaban, los molinos, los corrales de las gallinas, las niñas y niños jugando, las vacas pastando… , todo aquel último registro en su retina de madera, había sido sustituido por un inmenso, monótono y verde campo de maíz. Su estremecimiento estaba acompañado de una sensación nueva, como un pinchazo en su tronco. Allí tenía clavado un letrero que indicaba que estaba rodeado de maíz transgénico. Rompió en lágrimas de savia clara. No, no era por el espina en su tronco, su lloró surgió cuando descubrió -a su ritmo parsimonioso- que los hermanos del bosque con los que formaba aquella hermosa comunidad, también, en un visto y no visto, lo habían abandonado. -¿Dónde fueron? ¿Por qué no me avisaron? No quedaba rastro de ellos. Sumergidos en ese mundo verde y aburrido, a la sombra del viejo gigante, dos gusanos efímeros en la mitad de sus vidas conversaban mientras mordisqueaban unas hojas. ¿Sabes que me han explicado? – pregunta el más risueño de ellos- Hace muchos años, aquí se comía maíz pero también lechugas, acelgas, coles… y con esos alimentos vivíamos mucho más tiempo que ahora. ¡Qué en esos tiempos el Sol se escondía para volver a salir! Entonces además de nosotros vivían en este mundo otros animales parecidos a nuestros tatarabuelos. Hablan de unos gusanos que no se arrastraban por el suelo como nosotros, tenían alas de colores que les permitían volar. Otros gusanos eran ciegos y vivían comiendo tierra que luego expulsaban. Sólo se les veía cuando llovía. Incluso existían unos gusanos babosos que cargaban un caparazón sobre sus espaldas. ¡Qué cosas más espléndidas! – enumeraba mientras sus pupilas centelleaban- No creo en las leyendas -contestaba el otro gusano- Mira, mi padre dice que el siempre lo vio todo igual. Y lo mismo el padre de su padre. Son cuentos para gusanos chicos, para pasar el rato. ¿Cómo vas a pensar en gusanos voladores? Qué, ¿llevaban, antenas en la cabeza? Ja ja ja – se burla- Y el Sol siempre está ahí quieto, ¿lo has visto moverse? Entonces, ¿cómo quieres que se esconda para volver a salir? Y siguieron con su régimen de maíz sin saber que, desde hace para ellos mucho mucho tiempo, lleva una toxina que es la responsable de su corta vida. Es un mundo ficticio? Los transgénicos están en nuestros campos y en nuestras dietas. En los campos su expansión latifundista desplaza millones de familias campesinas, no hay duda. Como un rey Midas al revés, todo lo que toca, lo convierte en pobreza. Y cuando toca cultivos de semillas autóctonas, les contagia su gen modificado, y así, las marca como prisioneras. ¿Será que les cosen dos triángulos invertidos para asfixiarlas en campos de concentración? Será. Y en nuestras dietas los ingerimos de a poquito. Patatas con transgénicos, carne con transgénicos, palomitas de transgénicos y todo enriquecido con sus pesticidas asociados. ¿Y cómo lo afrontamos? Con una clase política subyugada que parecieran abrir y cerrar los ojos al ritmo de esos viejos árboles, y cuando toman conciencia de la realidad –si la toman- se quedan con cara de bobos, incapaces de reaccionar. Otras veces, la mayoría, se comportan como ese gusano incrédulo y arrogante, sin perspectiva, olvidando los principios elementales del Planeta prestado. Lo que Pratchett no supo fue que el gusano curioso decidió valiente trepar por el tronco del árbol. Al llegar a la copa le pidió permiso para probar sus hojas más frescas, sanas y nutritivas, y sin saber cómo, se fue enrollado sobre si mismo, quedando finalmente envuelto por un suave mantel de seda.