Manifiesto por una vida mejor

Los breves lapsos de moderada libertad —aquellos que nos conceden las vacaciones estivales o a veces, los puentes largos— vienes acompañados habitualmente de una mezcla de bajona y lucidez que nos hace preguntarnos por las vidas que, individual y colectivamente, llevamos. Aun cuando la sana desconexión se diluye cada vez más por vía de la hiperconectividad y la no interrupción de la riada de últimas horas, parece que basta distanciarse unos pocos días de las rutinas cotidianas para tomar perspectiva y reflexionar sobre el sentido de todo esto. La primera cuestión es qué nos pasa. La segunda es si podemos salir de ello.

Texto: Sarah Babiker
Imágenes: Elvira Megías


Sobre la colonización del tiempo
“La regla del 8 - 8 - 8 para mejorar la autoestima y afianzar el pilar de tu bienestar”, anuncia un titular del periódico digital El Confidencial. Como una fórmula para optimizar el tiempo de trabajo, el de ocio y el de sueño, así se plantean en las secciones de salud o sociedad, las web sobre estilos de vida, esta nueva “tendencia” de wellbeing (el bienestar en su variante de tenernos satisfechos y tranquilos para rendir mejor). Como si la regla de “ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”, que el socialista Robert Owen acuñara, no tuviera más de 200 años, como si no hiciera más de un siglo que este objetivo, asumido por la lucha obrera, empezara a concretarse, primero en Uruguay y luego en la Unión Soviética. Lo que hace dos siglos era una teoría con miras a la paz social, y un siglo después una ambiciosa conquista del proletariado, se ha convertido en pleno siglo XXI en una tendencia.

Hay una palabra que creo que digo poco, como que me cuesta pronunciarla, me da miedo hacerlo, parece que va a salir de mi boca pero mis labios lo impiden: NO. No voy a hacerlo, estoy a demasiadas cosas así que, ésto NO, así NO, NO me apetece. Creo que mi bienestar pasa por practicarla más a menudo. ELVIRA MEGÍAS

No tengo tiempo. Geografías de la precariedad (Akal, 2018) se llama el libro en el que el sociólogo Jorge Moruno analiza esto de vivir con la lengua afuera. “El trabajo precario contemporáneo se parece más al del siglo XIX que al del siglo XX”, constataba el autor en una entrevista en la que señalaba cómo la precariedad “dinamita las viejas fronteras entre el tiempo de trabajo y el tiempo de no trabajo, gracias al uso de las tecnologías (no intrínsecamente debido a ellas)”, empujándonos a un estado constante de disponibilidad. Desde las revistas te invitan a recuperar con ayuda de la autodisciplina y el coaching algo que el entorno te pone imposible: la indisponibilidad. Pues, defiende el autor en su obra, la inseguridad asociada a la precariedad nos condena a estar siempre ahí para lo que surja: “Una sociedad encadenada a pagar y a trabajar de lo que sea y cuando sea para ganar dinero”. Concluye Moruno: “El no tiempo es la no libertad”.
A la no libertad que produce la disponibilidad continua se le suman otras precariedades, las de los vínculos emocionales, de sentido, que establecemos con el mundo. Se llama alienación al “proceso mediante el cual un individuo se convierte en alguien ajeno a sí mismo, que se extraña, que ha perdido el control sobre sí”, y es a lo que conduce, según el filósofo alemán Harmut Rosa, la aceleración social en la que vivimos, resultado de tres aceleraciones: la de la producción, la del consumo y la de la comunicación.
El pensador alemán apunta a que en esta sociedad del crecimiento continuo nuestras tareas, adquisiciones y relaciones entran en una lógica acumulativa que desborda ampliamente los límites materiales, temporales y físicos del mundo. Un sistema donde la estabilidad está en la dinámica, donde no se puede parar nunca. Según ejemplificaba Rosa en una entrevista en El Salto, vivimos como en una escalera mecánica descendiente: “Si tratas simplemente de permanecer donde estás (...) entonces gradualmente vas descendiendo. Así que tienes que correr más rápido hacia arriba. Solo para mantenerte en el sitio”. No tiene porque haber coacción en ello, el imperativo está culturalmente asumido: “Queremos ir rápido, no es solo que lo podamos hacer”.
Para correr sin parar hace falta un cierto entusiasmo, una energía creativa, un compromiso, vampirizado por las lógicas de la producción. Así lo identifica la escritora Remedios Zafra en su obra El entusiasmo, precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, 2017). El valor de mercado de este entusiasmo, del “júbilo” ante la tarea, en un ámbito en el que muchas veces el salario es más emocional que material, se articula con el FOMO, el miedo a perderse algo, pero también a desaparecer. Así, frente a un entusiasmo “inducido, alimentado por la cultura y en ella, por las lógicas de mercado”, y a veces central para acceder a un trabajo, en su ensayo Zafra apunta a otro tipo de entusiasmo, el que no tiene valor de mercado, el interior. Para la autora, “el entusiasmo, cuando viene de la pasión íntima, requiere de espacio y tiempo”.
Si la falta de tiempo no deja espacio para chapotear en las aguas del propio entusiasmo, bucear, hacer el muerto, y nos obliga a tragar agua en los rápidos de un entusiasmo orientado al propio posicionamiento en el mercado, la velocidad tampoco favorece el pensamiento: “Pensar en la época actual es como pensar en un presente continuo”, explica Zafra, un presente acechado de caducidad y precariedad. Bracear en la corriente nos lleva más a la urgencia de la acción que a la ralentización, tantas veces necesaria para la reflexión: “Ante la celeridad, la inercia solo tolera ideas preconcebidas. Es decir, aquellas que ya estaban en nosotros”.

Hace poco una amiga artista nos propuso a un grupo el ejercicio observar en una proyección sus cuadros, lentamente, dedicando un tiempo determinado a cada uno de ellos antes de pasar al siguiente. En la habitación oscura no había nada más que observar que sus preciosos y abstractos horizontes, la mirada no podía escapar de ellos. Pero lo intentaban, esperábamos que pronto legara el siguiente, por la espina dorsal comenzaba un ardor, comenzóbamos a mover las piernas, sentíamos la tensión en el cuello…yonkis de la estimulación sufriendo por otra dosis de contenido. El ejercicio fue un éxito, fuimos conscientes de que vivimos presos de lo que ella denomina la hipertrofia visual. ELVIRA MEGÍAS

Sobre el pastoreo de la atención
El 11 de enero de 2023 fue un día para la historia de la atención humana. Se publicó la sesión 53 de Bzrp, aquella en la que Shakira cantaba “una loba como yo no está pa tipos como tu-u-u-u-u”. La semana después no había escolar que no se supiera la letra, grupo de WhatsApp donde no se hubiese debatido sobre el tema, ni publicación digital o en papel que no recogiera un artículo de opinión sobre el evento.
En El eclipse de la atención: recuperar la presencia, rehabilitar los cuidados, desafiar el dominio de lo automático (Ediciones Ned, 2023), coordinado por Oier Etxeberría y Amador Fernández Savater, este último dialoga con Yves Citton, autor a su vez del libro Pour une écologie de l'attention (Seuil, 2014) quien defiende que la crisis de la atención no es nueva y que ya hace siglos que diversos teóricos han venido investigando lo que, en términos de época, se considera una escalada inasumible en la cantidad de estímulos. En este marco, Fernández Savater le pregunta a su interlocutor si el problema de la crisis de atención actual tiene más que ver con la dispersión de nuestra concentración o, al contrario, con vivir con la atención homogeneizada, presa de objetivos de terceros. Lo que llaman una homologación de la atención.
Aunque en nuestra época la oferta de estímulos se despliega en miles de canales, no son pocas las veces en que gran parte de la humanidad parece hablar de lo mismo: fenómenos como “Tipos como tú” son debatidos desde el feminismo, desde una mirada anticapitalista, desde el antirracismo, desde la derecha, desde la izquierda, del derecho, del revés, una gran diversidad que tiene sin embargo una cosa en común: un festival de clics y de pasiones se agita en torno a un solo fenómeno. Y, como urge posicionarse, como advertía Zafra, esto se hace desde posturas preconcebidas.
Franco ‘Bifo’ Berardi, entrevistado también por Fernández Savater en El eclipse de la atención, rescata el ejemplo del expresidente estadounidense Donald Trump para abordar la cuestión de la captura de la atención, entretenida por “tormentas de mierda”. El gobierno de la atención supone pues “una forma de control amable” que depende de “un espíritu distraído”, que justamente no ponga atención en que su atención está siendo dirigida. La inercia, la “tormenta de mierda” continua que nos satura la mente, desactiva la capacidad de atención. Si el pensamiento se precipita, se llena, deja de estar disponible “para acoger la verdad”, explica Fernández Savater retomando la perspectiva de Simone Weil, quien relaciona atención con el vaciamiento y la espera.
Sobre la desconexión con la naturaleza
Hay quien el vaciamiento lo va a buscar al campo. Un artículo de una revista femenina se preocupa por los problemas de atención “que sufren nuestros hijos”, relacionándolo con la exposición a la tecnología y a las agendas saturadas —el “no tengo tiempo” traspasado al sistema familiar— que llevan a la infancia, en lenguaje de revista, a ser una indoor generation. La redactora cita a la Organización Mundial de la Salud (OMS): según este organismo pasamos —no aclaran quiénes— un 90% del tiempo en interiores. De esto se deriva una desconexión con el afuera y, cómo no, un síndrome, el del Trastorno por Déficit de Naturaleza. Para mejorar la concentración, la creatividad y la salud física y mental, el artículo propone, aunque no con esa palabra, “consumir” más naturaleza, hacer más actividades en el campo. Por ejemplo, los japoneses “baños de bosque”, otra tendencia del wellbeing en alza, un “baño de beneficios”, según se presenta en un artículo patrocinado por una multinacional de seguros que tiene entre sus proyectos de responsabilidad corporativa plantar árboles. El Shinrin Yoku sería “un paseo inmersivo por un bosque no transitado que se recorre de forma pausada con los cinco sentidos”. Detenimiento y atención para combatir el régimen del demasiado, el estrés y la ansiedad que provoca una sociedad sin tiempo, sin límites.
¿Es esto lo que hay?, ¿no queda más remedio que vivir sin tiempo, alienadas de nosotras mismas, con la atención secuestrada, y consumiendo naturaleza de vez en cuando como si fuera un ansiolítico?
¡Súbditos del régimen del demasiado, uníos!

La frenética persecución de algo, Cuanto más, cuanto mucho y cuanto mejor. Y el miedo a la insignificancia del ser y de las cosas. ELVIRA MEGÍAS

Por un frente común por la liberación del tiempo
Si los fines de semana de dos días se consiguieron fue, claramente, por la lucha obrera, pero no solo de la forma, digamos, más clásica. Manifestaciones y huelgas, piquetes y presión sindical son necesarias herramientas para ganar derechos, pero a la conquista de los dos días de pausa también ayudó, digamos, la pulsión libidinal, y en concreto, los San Lunes. San Lunes es el nombre que se le dio a la costumbre de los trabajadores (obviamente liberados de los cuidados) de saltarse el primer día de la semana laboral para reponerse del desfase de su única jornada de asueto, el domingo. Originado por la resaca o la pereza, el absentismo masivo empujó a los patrones a tener que ir liberando paulatinamente tiempo del sábado para el ocio y descanso de sus trabajadores, si querían contar con ellos los lunes por la mañana.
El ejemplo lo cita una de las principales impulsoras de la semana de cuatro días laborales, Josefina L. Martínez, en el artículo “Ganar la batalla por el tiempo. Revolucionar la vida”. En el texto argumenta que el reclamo de una reducción del horario laboral sin reducción salarial no debería pasar por “convencer a las grandes empresas de que ‘empaticen’  con los trabajadores y acepten de buena gana una reducción de sus beneficios —como plantean desde la izquierda institucional—. Eso no ha ocurrido nunca en la historia”.
El argumento de que trabajadores más felices y con mejor conciliación son más productivos saca la batalla por el tiempo del conflicto de clase y la redistribución de la riqueza, y sobre todo, elude que desde que se conquistaron las 40 horas laborales, hace un siglo, la productividad se ha multiplicado sin que eso haya convencido al empresariado de reducir la jornada.  Por todo esto, Martínez apuesta pues por la lucha obrera y social, autoorganizada y desde abajo.
Mientras tanto, al modo del San Lunes, no son pocas las personas que se van descolgando del régimen de entrega del tiempo  y la energía que vivimos, como deja entrever desde hace unos años el fenómeno de la Gran Renuncia, un desenganche que las revistas de tendencias, una vez más, captan con sus titulares clickbaits: “los lazy girls job”, que indican que la superwoman deja paso a las jóvenes que no quieren matarse trabajando, el “quiet quitting” o renuncia silenciosa, una ruptura con el compromiso al trabajo, a lo Great Dimission, que no implica renunciar a la nómina, algo que no todo el mundo puede permitirse.
Sobre la “Gran Deserción” reflexiona Fernández Savater a raíz del último libro de Bifo, Disertate [¡Desertad!] (Timeo, 2023) en el que el autonomista italiano estudia el fenómeno por el cual tantas personas deciden desconectarse del mundo, alejándose así de lo que Fernández Savater define como el sujeto contemporáneo del rendimiento, siempre comprometido a dar más: “La felicidad del desertor pasaría por este abandono de la obligación-goce de rendir, de acumular, de controlar. ¿Puede esta deserción tornarse movimiento colectivo, estratégico, organizado?”, se pregunta en su artículo, y cita un ejemplo: el movimiento de los Desertores Felices, un grupo de “ingenieros, técnicos e investigadores franceses, unidos en su rechazo a “robotizar, mecanizar, optimizar, acelerar y deshumanizar el mundo”, que llama a pasar a “una gran dimisión constructiva, creativa, ofensiva”. Y es que lo de desertar, apuntan ambos autores, va más allá de romper con el trabajo, tiene que ver con un descuelgue más amplio que afecta a “la política, la economía y los medios de comunicación, el trípode actual del statu quo”.

Estamos desperdiciando las capacidades de la vista como si fuera un torrente infinito, deberíamos desintoxicarnos de las imágenes como se desintoxica de la droga. ELVIRA MEGÍAS

Por una soberanía de la atención
También de la atención a las “tormentas de mierda”, se puede desertar. Preguntado por la posibilidad de una “huelga de atención”, en El eclipse de la atención Bifo señala toda la energía que le dedicamos a lo que no nos gusta: “Hablemos mejor de algo que amamos (...) algo de lo que justamente no se habla lo suficiente, porque nos pasamos el tiempo hablando de lo que detestamos”. Sustraer nuestra energía de estas tormentas y reapropiarnos la atención “nos coloca en situación de experimentación, de escucha creativa del mundo, de nosotros mismos”, dice a su vez Fernández Savater. Se trata, como recuerda el título del libro, de superar los automatismos “en busca de algo distinto, más abierto y más libre”. La batalla por la atención se presenta así como una “dimensión más de la política emancipatoria, de la política como práctica de transformación del mundo, como pregunta colectiva por lo común”.
Oier Etxeberría, que integra en el El eclipse de la atención reflexiones desde lo artístico, explica: “Las artes de la atención pueden dar lugar a formas eficaces de estar en el presente. Dialogar con nuestro propio yo y perder la ansiedad ante lo que está en continua fluctuación”. Es desde ahí donde, a la manera de la huelga de atención, se ensayan también resistencias contra el automatismo. Etxeberría da otro ejemplo, el del colectivo Estar Ser, que indaga en métodos para “reconectarnos con la atención creadora en cualquier marco de la vida cotidiana, mediante la ejecución colectiva de distintos protocolos y ejercicios pactados. Nos invitan a dedicar a los objetos —artísticos o no— una especie de atención profunda y sostenida durante un tiempo determinado”. De boicotear la inercia habla también Zafra cuando expone: “Mi impresión es que otras formas de resistencia a la presión simbólica de la velocidad y el exceso son posibles. Una revolucionaria suerte de intersticios blancos. Tiempos propios, espacios vacíos que nos facilitan cambiar de unas ideas a otras, cortocircuitar verdades creadas, ser palancas subversivas”.

Por un decrecimiento alegre
Frente a la aceleración que nos alinea, Rosa habla de la necesidad de avanzar hacia una buena vida, o una vida que merezca la pena ser vivida, por retomar la perspectiva feminista. “El Buen Vivir es la satisfacción de las necesidades, la consecución de una calidad de vida y muerte digna, el amar y ser amado, el florecimiento saludable de todos y todas, en paz y armonía con la naturaleza y la prolongación indefinida de las culturas humanas”, reza por su parte el Plan Nacional para el Buen Vivir 2009-2013 del Estado ecuatoriano, que incorporó este principio en su Constitución. “Supone tener tiempo libre para la contemplación y la emancipación”, reza el Plan.
“Eso que tú llamas decrecimiento es exactamente lo que llamamos Buen Vivir”, cuenta Serge Latouche en una entrevista que le dijeron en una visita al país latinoamericano. El teórico francés resalta en esta conversación que el decrecimiento trasciende las medidas económicas y ecológicas, “hay una filosofía y una ética basada en el sentido de los límites y la mesura”. Una empresa política que, recuerda Yayo Herrero en su reciente libro "Toma de Tierra", debe complementarse con un acto de valentía que implica “mirar la realidad cara a cara y esforzarse para que otras también la miren. Ser valiente es intentar tejer con otros y otras un hilo que liga el reconocimiento de la violencia, el miedo y el dolor con una resistencia que se empeña en transformarlos en vida y alegría”.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/pensamiento/manifiesto-una-vida-mejor - Imagen de portada: He conocido a una persona que calcula cúanto tiempo le queda al sol para esconderse detrás de la montaña utilizando como unidad de medida sus dedos, si sólo cabe un dedo entre la línea que dibujan las montañas y el sol son 10 minutos, si caben dos, veinte.. ELVIRA MEGÍAS

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