¿Cómo dejamos de sólo reaccionar ante la derecha?
La llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil es un espejo para pensar en la Argentina de hoy. En este artículo de 2018, compilado en el libro “¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?” (Ediciones Abya Yala), la periodista Eliane Brum propone pensar qué hizo la izquierda en el poder con problemas como la crisis climática y la reforma agraria, por qué sin autocrítica no es posible diferenciarse de la derecha.
Por Eliane Brum (*)
La violencia de los últimos años, que ha culminado en las elecciones de 2018, le ha tapado los oídos a lo que podría considerarse ‘el otro lado’. Los gritos anunciaban que no se podía votar a Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal (PSL), tras oír el discurso de odio que predicaba. Se gritó hasta casi acabarse la voz. El hecho es que la mayoría que escogió a uno de los candidatos escogió a Bolsonaro; él resultó elegido y empezó a gobernar desde el día siguiente a la segunda vuelta de las elecciones, aunque la investidura solo fuera en enero. Desde entonces, o incluso mucho antes, los grupos que se oponen a Bolsonaro se limitan a reaccionar. A cada declaración, a cada ministro anunciado, a cada indicio de corrupción, se amontonan más gritos. Reaccionar es necesario, pero solo reaccionar es exhaustivo. Como el espacio público está saturado de gritos, la reacción se agota en sí misma. En una época en que se vive de espasmo en espasmo, cada vez más rápidos, lo que parece movimiento a menudo es parálisis. La parálisis del tiempo de la velocidad crea la ilusión de movimiento exactamente porque está hecha de espasmos. ¿Cómo dejar de sólo reaccionar y empezar a moverse con consistencia, estrategia y propósito?
Quiero proponer una conversación. O quizá dos. La izquierda ha sido demonizada por el grupo de Bolsonaro, del MBL (Movimiento Brasil Libre), del gurú de la extrema derecha Olavo de Carvalho y otros. Para una parte de la población, se ha convertido en cualquier cosa mala, sea lo que sea. En el discurso repetitivo y hecho para que se repita; izquierda, comunismo y marxismo se convierten en lo mismo. Y eso en lo que se convierten puede ser cualquier cosa que alguien dice que es mala. La reacción de los que se identifican con la izquierda es acusar a los que estimulan la falta de entendimiento —en el sentido de no entender realmente de qué se tratan los conceptos— de manipuladores y deshonestos. Y a menudo es eso lo que son, pero si solo fuera eso sería más fácil.
El problema es que se ha vuelto muy difícil saber qué es la izquierda. Y lo que la izquierda propone que sea claramente diferente de la derecha. El Partido de los Trabajadores (PT) se corrompió en el poder. Es un hecho. Se puede discutir bastante sobre si el PT es un partido de izquierda. Yo, personalmente, creo que fue de izquierda solo hasta que escribió la Carta al Pueblo Brasileño, durante la campaña de 2002, donde se comprometió con lo que llaman ‘mercado’ a mantener la política económica de su antecesor. Otros encuentran hitos anteriores de ruptura con un ideario de izquierda.
Sin embargo, para el común de las personas, el PT es un partido de izquierda. No solo lo es, sino que también fue la principal experiencia de un partido de izquierda en el poder en la historia de la democracia brasileña. Por lo tanto, no corromperse en el poder ya no es algo que diferencie a la izquierda para la población. Negar que el PT se corrompió en el poder es casi tan delirante —o deshonesto—, como negar el calentamiento global provocado por la acción humana.
Garantizar el empleo y los derechos laborales podría ser otra diferencia visible, pero el desempleo volvió a crecer y los derechos de los trabajadores se empezaron a recortar durante el gobierno de Dilma Rousseff, la última experiencia que tuvo la población de un gobierno de izquierdas. La reforma agraria podría ser otra diferencia, pero no avanzó de forma significativa durante el Gobierno de izquierdas. El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), que hoy está siendo criminalizado por el Gobierno de extrema derecha, se domesticó cuando el PT estaba en el poder. Lo mismo sucedió con gran parte de los movimientos sociales, que se convirtieron en Gobierno, en lugar de seguir siendo movimientos sociales, lo que habría sido importante para garantizar la vocación de izquierda del partido en el poder. Esta, por cierto, es una historia que tiene que contarse mejor.
También en los gobiernos del PT se fortalecieron los lazos con la bancada ruralista, que fue adquiriendo cada vez más influencia en el día a día del poder, y se inició un claro proyecto de desmantelamiento de la Fundación Nacional del Indígena (Funai). No podemos olvidar ninguna de las palabras que Gleisi Hoffmann, hoy presidenta del PT, utilizó para atacar a la Funai cuando era ministra de la Casa Civil de Dilma Rousseff, como tampoco podemos olvidar ninguna de las palabras de la ruralista Kátia Abreu, ministra de Agricultura de Dilma, sobre las tierras indígenas. Cabe recordar que, según la Constitución de 1988, las tierras indígenas son públicas, del dominio de la Federación, pero de usufructo exclusivo de los indígenas. Toda la articulación para debilitar a la Funai, hasta hoy, entre otras acciones, tiene como objetivo cambiar la Constitución y permitir que las tierras indígenas puedan explotarse y estar al alcance de lucros privados.
Lula llegó a decir, en 2006, que los ambientalistas, los indígenas, los quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes) y la Fiscalía eran trabas para el crecimiento del país. Dilma fue la presidenta que menos tierras indígenas demarcó. Ella sancionó la ley antiterrorista, que puede empeorarse y utilizarse para criminalizar activistas y movimientos sociales en el gobierno de Bolsonaro. Ninguna de estas acciones y omisiones puede relacionarse con un ideario de izquierda, por lo menos de una izquierda que merezca ese nombre.
Los gobiernos de Lula y Dilma reeditaron en la Amazonía una versión de las grandes obras de la dictadura militar (1964-85), con hidroeléctricas como las de Jirau y Santo Antônio, en el río Madeira, construidas cuando Marina Silva todavía era ministra de Medio Ambiente; la de Teles Pires, en el río del mismo nombre, y la de Belo Monte, en el río Xingú. Y no hay (todavía) hidroeléctricas en el río Tapajós, debido a la resistencia del pueblo indígena Munduruku y de los ribereños de Montanha-Mangabal. El complejo hidroeléctrico en el Tapajós se ha suspendido temporalmente, también por la debilitación del Gobierno durante el proceso de destitución de Dilma Rousseff, debido a la desestabilización de las constructoras por la Operación Lava Jato y por la desaceleración de las exportaciones de materias primas a China.
Durante los gobiernos del PT, se expulsaron comunidades urbanas pobres de sus casas para hacer obras infladas para el Mundial y las Olimpiadas; de la misma forma, se arrancaron pueblos de la selva, de sus islas y márgenes para construir las hidroeléctricas. También, durante los gobiernos del PT, se utilizó la Fuerza Nacional para reprimir la huelga de trabajadores en la construcción de Belo Monte y las protestas de la población afectada contra la hidroeléctrica.
En relación con el enfrentamiento a las drogas, el gobierno de Lula empeoró todavía más los problemas. La llamada Ley de Drogas, sancionada en 2006, está considerada una de las causas del aumento del encarcelamiento de jóvenes negros y mujeres por portar pequeñas cantidades de sustancias prohibidas. Además de acentuar el horror del sistema carcelario brasileño, también fortaleció la desastrosa política de ‘guerra a las drogas’, comprobadamente fallida. Brasil perdió la oportunidad histórica de alinearse a políticas públicas más eficientes que ya se han probado en otros países del mundo.
Al final del gobierno de Dilma Rousseff, incluso los mejores proyectos construidos en los gobiernos del PT, los que eran claramente de izquierda, como los del área de la salud mental, empezaron a desmantelarse para intentar salvar a la presidenta de la destitución. Espero que nadie haya olvidado que las salas de la Coordinación de Salud Mental, Alcohol y otras Drogas del Ministerio de Sanidad las ocuparon pacientes y trabajadores de la red pública para protestar contra el nombramiento del director de un manicomio para que ocupara el cargo. La lucha antimanicomial es claramente una bandera vinculada a la izquierda.
La lista sigue, pero es suficiente para exponer lo que creo que es importante afirmar si queremos entender este momento tan delicado. De ninguna forma entiendo que el Gobierno del PT fue igual que los anteriores, y mucho menos creo que se parezca al Gobierno de extrema derecha que ya ha empezado. El avance en las cuotas raciales, la ampliación del acceso a la enseñanza superior, la expansión del programa social Bolsa Familia, el aumento real del salario mínimo, la consecuente reducción de la miseria y de la pobreza cambiaron el país. Ya he escrito bastante sobre esto y me he posicionado con bastante claridad en las elecciones de 2018. Sin embargo, no podemos esquivar las contradicciones. Hay que caminar con ellas y enfrentar las complejidades si la izquierda quiere moverse, y no sólo reaccionar y reaccionar. Y reaccionar de nuevo.
Lo que afirmo es que la última —y en cierto modo la única— experiencia de izquierda que marca la memoria de la población la construyeron los gobiernos del PT. Las diferencias no son suficientes para que la población pueda comprender un proyecto de izquierda. Como el cerebro humano en general recuerda lo último que sucede y lo vuelve totalizante, la diferencia entre un gobierno de izquierda y cualquier otro todavía se vuelve más nebulosa. Es posible que, en el futuro, cuando el pasado esté más distante, los años de Lula adquieran tonos de nostalgia. Pero ahora no. Los años en que la vida mejoró por determinadas políticas públicas los van borrando las dificultades inmediatas en un país formado, en su mayoría, por supervivientes que tienen miedo de perder lo que todavía tienen. La victoria de Fernando Haddad (PT) sobre Bolsonaro en el Nordeste del Brasil muestra que, en los estados más pobres del país, la mayoría entendía cuál era la diferencia; pero esa diferencia, marcada por políticas públicas como Bolsa Familia, no tuvo el mismo impacto en las demás regiones de un país gigante, desigual y culturalmente diverso.
Esa es una de las claves para entender por qué Lula ocupaba un primer lugar distanciado en los sondeos preelectorales para la presidencia, en 2018, antes de que el poder judicial vetara su candidatura, y también indica algo importante. El Brasil lleno de potencia de la primera década del siglo está íntimamente relacionado con la figura de Lula, que terminó la segunda legislatura con casi el 90 por ciento de aprobación, y no está relacionado —o lo está mucho menos— con el PT y a la izquierda. Tampoco en esta cuestión es diferente de la extrema derecha populista. La relación de Lula con los electores, especialmente a partir de la segunda legislatura, fue populista y paternalista. A los electores no se les trataba como a ciudadanos autónomos, que conferían al gobernante un mandato de poder temporal, que vigilarían rigurosamente, sino como a hijos que un padre afectuoso complacía. A Dilma también se la presentó en sus primeras elecciones como la “madre del Plan de Aceleración del Crecimiento” o la “madre de los pobres”, aunque no funcionara gracias a la incomodidad encomiable que sentía en el papel. Haber tratado a los electores como adultos infantilizados —y no como ciudadanos emancipados— está costando caro ahora al PT y a toda la izquierda. El PT tiene gran responsabilidad en haber convertido derechos en concesiones o favores en el imaginario popular, lo que marca lo peor de la política.
Por lo tanto, no me parece que la demonización de la izquierda se produzca sólo por la manipulación que articula la extrema derecha y como resultado de la ignorancia de gran parte de la población sobre conceptos básicos. En parte, sí. Pero hay algo concreto, factual y legítimo, aunque no siempre claro, en la reacción de parte de la población contra la izquierda. Si no consigues ver la diferencia entre un proyecto y otro, y tu vida está mal, el culpable es quien estaba en el gobierno. Y el PT estuvo en el gobierno durante más de 13 años. Si no consigues ver la diferencia, ‘izquierda’ es el nombre de todo lo que odias. Es obvio que este sentimiento está manipulado por grupos que disputan el poder, pero eso no significa que no haya fundamento, experiencia y racionalidad en esa interpretación. Todos tienen derecho a querer una vida mejor y todos saben la vida que tienen.
La elección de Bolsonaro mostró que la izquierda no convenció a la mayoría de los electores de que puede mejorar su vida, por lo que mucha gente prefirió intentar algo extremo, porque el desamparo es grande. Y como la vida en Brasil está realmente mal, es catártico poder culpar a alguien de toda la mierda de tu día a día, y también de la inmensa sensación de fracaso e inseguridad. La izquierda —o el ‘comunismo’ o el ‘marxismo’— se ha convertido en el nombre para todo lo malo, ya que no se sabe qué propone. Cuando se le exige una autocrítica al PT es exactamente porque, sin ella, no solo no avanza el PT, sino todo el campo de la izquierda que se ha identificado con este, con o sin razón. Como el PT utiliza innumerables justificaciones para no hacer autocrítica, lo que me parece no solo una falta de respeto con los electores sino también una tremenda equivocación política, nada avanza. Si no puedes hablar sobre tus errores, y todos han visto que te has equivocado, ¿cómo van a creer en tus aciertos?
La credibilidad también se construye con la dignidad de asumir los errores cometidos y de respetar lo suficiente el voto de quien te ha elegido para debatir tus errores públicamente. Cuando insisto en la autocrítica del PT, no estoy preocupada por el futuro del partido, sino por la necesidad de que la izquierda sea capaz de crear un proyecto que muestre su diferencia. Como el PT es la experiencia de izquierda que la población ha vivido, la autocrítica es fundamental para que la izquierda pueda construir otro proyecto. Autocrítica no como expiación cristiana, sino como deber democrático, compromiso público con el público.
A principios de diciembre de 2018, durante una charla en la Universidad de Londres, la activista Bianca Jagger afirmó que el movimiento que enfrenta la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua no es de izquierdas ni de derechas. Los manifestantes, muchos estudiantes, “walk for life”, expresó ella. Esta es posiblemente la interpretación precisa de la activista sobre los movimientos que se caracterizan por no estar marcados por una cohesión ideológica, pero también es una respuesta a la estrategia de los que apoyan el régimen de opresión.
Daniel Ortega y Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta, al igual que sus partidarios y parte de la izquierda mundial, intentan vender a la opinión pública internacional la idea de que Ortega está siendo atacado por un complot de derechas. El problema de la teoría conspiratoria es que Ortega ya no se parece ni remotamente a un proyecto de izquierda desde hace años; pero esa parte de la izquierda, corroída y obsoleta, finge que no lo sabe e insiste en driblar los hechos porque manchan a sus héroes y sus revoluciones. La dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo, en Nicaragua, y el gobierno de Nicolás Maduro, en Venezuela, ayudan bastante a que se borren las diferencias entre izquierda y derecha. Hace muchos años que Ortega traicionó la revolución sandinista y cualquier ideario de izquierda, y está fuertemente conectado a lo peor de la derecha. A Maduro tampoco se le puede considerar un demócrata de izquierda.
Parte de la izquierda mundial, de los partidos y de los intelectuales que se autodenominan de izquierda, sin embargo, ignoran los hechos o tuercen las evidencias para defender lo indefendible. ¿Cómo se puede afirmar luego que la población es ignorante y no sabe entender la diferencia entre izquierda y derecha? Si la izquierda no se hace respetar, no merece respeto. Hay que superar esta izquierda podrida, que muere abrazada a dictadores y no consigue admitir que se corrompió. Esta izquierda que ya no lo es, molesta a la izquierda que quiere serlo. Hay mucha gente, de diferentes matices ideológicos, que defiende que “esto de izquierda y derecha se ha acabado”. No es mi posición. Al contrario. Creo que es más urgente que nunca que se cree un proyecto de izquierda para Brasil, una visión de izquierda para uno de los países más culturalmente diversos del mundo. Un proyecto creado con los varios pueblos brasileños, porque una de las diferencias de la izquierda es crear conjuntamente, como lo hizo el PT un lejano día con el presupuesto participativo de ciudades como Porto Alegre.
En un artículo en el periódico The Intercept, la científica social y antropóloga Rosana Pinheiro-Machado escribió sobre lo que denomina “revueltas ambiguas”. Estas no se definirían por estar alineadas con la izquierda o la derecha, como sucedió en las manifestaciones de 2013 y en la huelga de camioneros en 2018, en Brasil, y como sucede ahora con los ‘chalecos amarillos’ en Francia. Intentar etiquetarlas como de derecha o izquierda es un error:
“Fruto de la crisis económica de 2007 y 2008, las revueltas ambiguas son un fenómeno que llegó para quedarse. Son una respuesta inmediata de la intensificación de la austeridad del neoliberalismo del siglo XXI, marcado por la creciente captura de los Estados y de las democracias por parte de las grandes corporaciones. Si el neoliberalismo flexibiliza las relaciones de trabajo y, consecuentemente, las formas de hacer política sindical, actuando como una máquina de moler colectividades, desdemocratizar, desagregar e individualizar, las protestas del precariado tienden a ser desorganizadas, ya que la esfera de politización deja de ser el trabajo y se establece de forma descentralizada en las redes sociales. Las protestas suceden más como riots (motines) para llamar la atención. Nacen, muchas veces, de forma espontánea y contagiosa, sin una gran planificación centralizada y estratégica, y expresan un gran sentimiento de indignación contra algo concreto vivido en un día a día marcado por dificultades. Son un grito de ‘basta”.
En 2016, al volver a entrevistar a los jóvenes que participaron en los rolezinhos (grandes concentraciones de jóvenes pobres y negros en centros comerciales en Brasil, que fueron reprimidas por la policía sin que hubiera crimen), Pinheiro-Machado y la antropóloga Lúcia Scalco constataron que algunos se convirtieron en ‘bolsominions’, nombre despectivo dado a los seguidores de Bolsonaro. Otros se involucraron en luchas más identificadas con la izquierda, como la lucha contra el machismo, contra el racismo y contra la homofobia. Sin embargo, los rolezinhos no eran un movimiento de izquierda o derecha cuando surgieron, a finales de 2013, como quedó claro, aunque tuvieran una expresión política. “Derecha e izquierda son los polos hacia donde las revueltas ambiguas pueden tender. Son, por lo tanto, una disputa, un fin. (...) Eso significa que la ambigüedad no es un lugar donde conseguimos mantenernos por mucho tiempo”, escribió Pinheiro-Machado.
Si la ambigüedad es una marca de las revueltas recientes en Brasil y en el mundo, me parece que el desafío no radica en superar los conceptos de izquierda o derecha, sino de actualizarlos, exactamente para que las personas consigan diferenciarlos. No son los conceptos los que están obsoletos, sino que muchos de los pensadores de izquierda han decidido parar de pensar, por miedo a enfrentar las contradicciones, y se han anquilosado en significados de un mundo que ya no existe. El pensador sólo está vivo mientras siga pensando y pensándose. Lo que estanca, paraliza, es el dogma. Hay un riesgo enorme cuando todo se confunde, como hoy. Si se difuminan los límites entre izquierda y derecha, ¿cómo podemos elegir de manera consistente? ¿Cómo crear un proyecto si no conseguimos decir claramente ni siquiera lo que no es?
En el caso de los ‘chalecos amarillos’, en Francia, hay un punto en el que vale la pena prestar atención, como indican algunos analistas. Como se sabe, el presidente francés, Emmanuel Macron, puso un ‘impuesto ecológico’ a los combustibles, lo que generó la indignación de los que dependen de ellos para trabajar. Gravar los combustibles fósiles es una de las medidas importantes para enfrentar la emergencia climática provocada por la acción humana, que pueden destruir el planeta, nuestra vida y la de otras especies si no se toman medidas urgentes. El aumento de los combustibles sería uno de los varios pasos que Francia haría en dirección al compromiso de reducir las emisiones de carbono en un 40 por ciento hasta 2030 y prohibir la venta de vehículos de gasolina y diésel hasta 2040. Algunos economistas señalan que aumentar el precio del carbono es una herramienta esencial para mantener el calentamiento global por debajo del nivel peligroso de 1,5 grados centígrados.
El problema fue la elección que hizo Macron: el gravamen no se estaba compartiendo de forma justa. La mayoría de los manifestantes estaban en la calle porque gastan una parte desproporcionada de lo que cobran en combustible y transporte. Por otro lado, el impuesto se utilizaría principalmente para reducir el déficit presupuestario de Francia, pagando a acreedores ricos. En la práctica, el ‘impuesto ecológico’ de Macron agudizaría la desigualdad. Aunque estuviera alineada con la necesidad de tomar medidas urgentes ante el calentamiento global, la decisión de Macron no estaba orientada por principios de izquierda, sino por principios de derecha. Visto como un político de centro cuando resultó elegido, el presidente francés forma parte del grupo de políticos que ha ganado las elecciones repitiendo que no es “ni de derecha ni de izquierda”. En Brasil, la principal representante de esta línea que no es ni carne ni pescado es Marina Silva.
Cito el caso francés no sólo porque está sucediendo en el momento que escribo, sino porque una gran parte de lo que se llama izquierda, principalmente en Brasil, es incapaz de tratar la crisis climática como una cuestión central que tiene que enfrentarse a partir de principios de izquierda. La crisis climática la causa la acción humana, pero no de todos los humanos. Algunos humanos, los más ricos, al igual que los países más ricos, con Estados Unidos en cabeza, son los grandes responsables de la destrucción en curso del planeta. Pero las consecuencias afectarán primero y mucho más a los más pobres. Es lo que ya está sucediendo. No hay ninguna gran cuestión actual que no esté atravesada y determinada por la crisis del clima. Otro ejemplo de 2018: la caravana de miles de personas de Honduras, El Salvador y Guatemala que se dirigió a la frontera entre México y Estados Unidos puede significar la primera migración en masa de América Latina causada por la emergencia climática. Se habla de hambre y violencia, pero porque esto aparece como causa inmediata. Cuando los entrevistan periodistas que saben preguntar, sin embargo, muchos cuentan que el clima empezó a cambiar y las cosechas disminuyeron, provocando una serie de consecuencias que los llevaron a esa marcha desesperada.
¿Cuál es la respuesta de la izquierda brasileña a la crisis climática? ¿Cuál es el proyecto para enfrentar o adaptarse a lo que vendrá, más allá de los discursos habituales? No hay. Aparte de iniciativas puntuales, los partidos y políticos de izquierda ni siquiera entienden qué está en juego. Cuando Ernesto Araújo, el ministro de Asuntos Exteriores de Bolsonaro, afirmó que el cambio climático es una “ideología de izquierda”, no estaba solo siendo irresponsable y diciendo una tontería tremenda. También estaba sobreestimando a la izquierda. Y especialmente al PT. Algunos, incluso, se despertaron entonces y corrieron a consultar en la Wikipedia qué es el calentamiento global.
Lula y Dilma Rousseff, los dos últimos presidentes del PT, nunca llegaron ni siquiera cerca de entender que la crisis climática les concernía. Al contrario, dejaban claro que les encantaba ver las calles llenas de coches individuales, que funcionan con combustibles fósiles, construir hidroeléctricas en la Amazonía y ver la selva convertida en soja y bueyes. Los dos estaban arraigados al siglo XX, a veces al XXI. Como afirmó el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, en una entrevista en 2014, la izquierda que estaba en el poder era una “izquierda vieja”, que no alcanzó ni siquiera 1968, refiriéndose a los cambios profundos provocados por los movimientos de mayo de aquel año, en Francia.
Hay varios pensadores en el mundo que están elaborando respuestas de izquierda para el desafío de la emergencia climática generado por la acción humana. O enfrentando la necesidad de reflexionar sobre lo que puede ser una respuesta de izquierda para un fenómeno que, a la vez, está causado por la desigualdad y causa desigualdades. Una respuesta de izquierda, por ejemplo, sería gravar a los grandes productores de combustibles fósiles o a todos aquellos que causan daños a lo que es común a todos, a lo que es patrimonio colectivo, incluso de otras especies. Aunque se piensa bastante en el mundo, esta reflexión parece que no tiene lugar en Brasil, más allá de nichos especializados. Creo que no cometo ninguna injusticia al decir que la mayoría de los intelectuales brasileños no tienen ni idea de las implicaciones y los efectos de la crisis climática, lo que compromete cualquier análisis del momento actual.
En varias partes del mundo, los jóvenes les dicen a los actuales líderes y también a sus padres que son “unos mierdas” que están destruyendo el planeta en el que vivirán. Son adolescentes como la sueca Greta Thunberg, que en agosto de 2018, con solamente 15 años, dejó de ir al colegio para plantarse frente al Parlamento para protestar contra la falta de medidas para combatir el calentamiento global, o los estudiantes australianos que salieron a la calle a finales de noviembre inspirados en ella. Estos adolescentes se convertirán en adultos en un mundo en que la izquierda no ha mostrado en qué se diferencia. Aunque se hayan beneficiado de políticas públicas de izquierda en el pasado, no lo sabrán. Si la izquierda no tiene una respuesta consistente ni siquiera para el mayor desafío de la trayectoria humana, ¿para qué sirve?
Cualquier proyecto de izquierda para Brasil debe tener una respuesta de izquierda para enfrentar la crisis climática y la deforestación de la Amazonía y del Cerrado. Sin ella, no se puede ni siquiera empezar cualquier conversación que pueda interesar a quien vive en el siglo XXI y sabe que sus hijos vivirán en un planeta peor, algo que ya es seguro, o en un planeta terrible, algo que sucederá si no se toman las medidas necesarias en los próximos años. Sin ella, no se puede ni siquiera empezar cualquier conversación que pueda interesar a quien vive en el país que tiene la mayor parte de la mayor selva tropical del planeta en su territorio y que es el más biodiverso del mundo.
Al contrario que muchas personas comprometidas a enfrentar la emergencia climática y a tomar medidas para adaptarse a la nueva realidad del planeta, creo que esta lucha tiene que trabarse a partir de principios de izquierda. No estamos todos en el mismo barco. No lo estamos. Unos pocos tienen yates ultratecnológicos. La mayoría tiene solamente barquitos de papel.
(*) Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista brasileña. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas.
El texto, cuyo título original es “La izquierda no sabe quién es”, fue publicado originalmente en el periódico español El País, el 19/12/2018. Traducción: Meritxell Almarza
El libro "¿Cómo se sostiene la vida en América Latina? Feminismos y re-existencias en tiempos de oscuridad" se puede descargar aquí: https://www.rosalux.org.ec/como-sostiene-vida-america-latina/