La 'contabilidad' de Guaicaipuro Cuatémoc


Aquí estoy yo, Guaicaipuro Cuatémoc, llegado para descubrir a quienes celebran el descubrimiento. Aquí estoy yo, descendiente de quienes colonizaron América hace cuarenta mil años, venido para descubrir a quienes la descubrieron hace quinientos años.

Mi hermano europeo me exige, en su frontera, un visado para que pueda descubrir a quienes me descubrieron. El prestamista europeo me exige que pague una deuda contraída por Judas, que yo nunca autoricé que me fuera impuesta. El picapleitos europeo me explica que toda deuda debe ser pagada con intereses, aunque para ello sea necesario vender a seres humanos y a países enteros sin su consentimiento. Poco a poco voy descubriendo a los descubridores.
Yo también tengo pagos que reclamar. Yo también tengo intereses que exigir. Las pruebas están en el Archivo de Indias. Documento tras documento, recibo tras recibo, firma tras firma, demuestran que, tan sólo entre los años 1503 y 1660, llegaron a San Lúcar de Barrameda, procedentes de América, ciento ochenta y cinco mil quilos de oro y dieciséis millones de quilos de plata. ¿Expolio? Yo no le llamaría así, porque ello significaría que nuestros hermanos cristianos habrían violado su séptimo mandamiento. ¿Pillaje? ¡Que me perdone Tanatzin por pensar ni por un momento que, al igual que Caín, los europeos puedan matar a su hermano y negar luego su sangre! ¿Genocidio? ¡Eso equivaldría a darles la razón a difamadores como Bartolomé de las Casas, que equiparó el descubrimiento de las Indias con su destrucción, o a extremistas como el Doctor Arturo Pietri, que afirma que la emergencia del capitalismo y de la civilización europea actual se debe a ese flujo de metales preciosos!
¡De ningún modo! Esos ciento ochenta y cinco mil quilos de oro y dieciséis millones de quilos de plata sólo pueden ser considerados como el primero de una serie de préstamos amistosos, concedidos por América a Europa para contribuir a su desarrollo. Lo contrario presupondría crímenes de guerra, lo cual exigiría no tan sólo la devolución inmediata, sino también la correspondiente compensación por los daños causados. Prefiero creer en la menos ofensiva de ambas hipótesis. Esas exportaciones fabulosas de capital fueron el equivalente a un Plan Marshalltezuma para garantizar la reconstrucción de la Europa bárbara, arruinada por sus deplorables guerras contra el adversario musulmán.
Por esta razón, a medida que nos aproximamos al Quinto Centenario del Préstamo, tenemos que preguntarnos:
¿Qué han hecho nuestros hermanos europeos de racional, responsable, o al menos productivo, con los recursos tan generosamente adelantados por el Fondo Internacional Indoamericano?
La respuesta es: lamentablemente, nada. Desde el punto de vista estratégico, los dilapidaron en batallas como la de Lepanto, en armadas invencibles, en Terceros Reichs y en otras formas de exterminación mutua, tan sólo para acabar siendo ocupados por las tropas yanquis de la OTAN, como un Panamá cualquiera, sólo que sin canal.
Desde el punto de vista financiero, han sido incapaces -incluso después de una moratoria de quinientos años- de devolver el capital con intereses, o de independizarse de su necesidad de réditos, materias primas y energía barata, que siguen importando de eso que llaman Tercer Mundo.
Este lamentable espectáculo corrobora plenamente la afirmación de Milton Friedman, en el sentido de que una economía subsidiada nunca puede llegar a funcionar adecuadamente, al mismo tiempo que nos obliga a exigirles -por su propio bien- esa devolución con intereses del capital prestado, que tan generosamente hemos pospuesto durante todos estos siglos.
Una vez dicho esto, queremos dejar claro que nos abstendremos de cargar a nuestros hermanos europeos esos intereses despreciables y sangrantes, del veinte o el treinta por ciento, que ellos aplican a los países de eso que llaman Tercer Mundo. Lejos de ello, nos limitaremos simplemente a reclamar la devolución de todos los metales preciosos prestados, más un modesto interés fijo del diez por ciento, acumulado a lo largo de trescientos años. Sobre esta base y aplicando la fórmula europea de interés compuesto, tenemos el placer de informar a nuestros descubridores que tan sólo nos deben, como primera entrega a cuenta de su deuda, una masa de ciento ochenta y cinco mil quilos de oro y dieciséis millones de quilos de plata, elevada a la trescientosava potencia. Ello equivale a un número de más de trescientos dígitos y a un peso que supera al de todo el planeta Tierra.
¡Qué montañas inmensas de oro y plata! ¿Y cuánto pesarían si calculáramos su coste en sangre? Afirmar que, en medio milenio, Europa no ha sido capaz de producir suficiente riqueza como para atender a un interés tan modesto, equivale a admitir el fracaso financiero más absoluto del capitalismo.
Los pesimistas del Viejo Mundo aseguran que su civilización está ya tan en bancarrota, que no puede atender a sus compromisos financieros y morales. Si ese fuera el caso, nos daríamos por satisfechos con que se nos pagara con la bala que mató al poeta.

Pero eso no es posible, porque esa bala es el mismísimo corazón de Europa.

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