Patagonia Argentina: 500 familias viven de la feria artesanal de El Bolsón
Es famosa en todo el país y también la conocen en muchas partes del mundo gracias a los extranjeros que la visitan. ¿Cuánto queda de aquel espíritu rebelde que inspiró a los hippies?
“La feria regional es el lugar de trabajo más grande que tiene este pueblo. Son 500 familias que viven durante todo el año de sus artesanías y su producción. La gente de todo el país y del mundo nos viene a conocer y hace que también se muevan los restaurantes, cabañas y todo el comercio de la zona. Después, se aprovecha para disfrutar de todos los atractivos naturales y las excursiones que se ofrecen”, resaltó Walter Sánchez (41), quien pasó la mitad de su vida mostrando su arte a los visitantes en la plaza Pagano.
“Somos todos trabajadores de las artesanías, productores de distintos estratos sociales. Gente nacida acá, otros venidos, una diversidad enorme. El hippie de El Bolsón pasó a ser un concepto antiguo, aunque siempre el turista puede descubrir alguno”, señaló Pancho Grunow, sonriendo, mientras daba una última pulida a sus pipas en madera de radal.
Desde hace 38 años, la feria de El Bolsón es uno de los principales atractivos turísticos de la Comarca Andina. Productores y artesanos de toda la zona se acercan cada martes, jueves, sábados y domingos, de 10 a 16, para ofrecer el trabajo de sus manos en madera, cuero, metal, lana, cerámica, vitreaux, flores secas; más los dulces, chocolates, verduras, chutney, alfajores, frutas finas, quesos, sahumerios, cervezas artesanales, vinos y licores.
Se suman los libros de autores locales, instrumentos musicales, cuchillos forjados a mano y las velas artesanales de distintos tamaños, cosmética y perfumes exquisitos. De la mano de la naturaleza obtienen las materias primas que, combinadas, “nos ayudan a cuidar y tratar nuestro cuerpo de forma saludable”. La oferta incluye cremas, jabones, tinturas, aceites y desodorantes. Entre los preparados, las flores y esencias del bosque cercano tienen un lugar preponderante.
También es punto convocante de gran variedad de espectáculos artísticos, especialmente durante el verano. Por allí aparecen sin mayores preámbulos bandas de rock, clowns, escultores, pintores, mimos, payasos y murgas.
Reconocimiento mundial
“La feria es un producto que nos representa en el país y en el extranjero. Tenemos que estar orgullosos de este espacio”, valoró Alejandro Galetovich, un bonaerense que hace 15 años trabajaba en el aeropuerto de Ezeiza y decidió mudarse a la Comarca Andina “con la crisis del 2001”, para fabricar cerveza artesanal.
Los artesanos aseguran que “ya nos hemos ganado un lugar importante entre las ferias más conocidas y con mayor trayectoria de Sudamérica, donde nosotros garantizamos la autenticidad de cada pieza. Esta aparente anarquía y aquelarre es lo que encanta a los turistas, es un espacio popular por excelencia y no hay quien no se tiente con un souvenir para llevar de recuerdo de su viaje”.
El escenario es siempre la céntrica plaza Pagano, con su lago artificial, el arbolado y el anfiteatro coronado por un mástil gigantesco que a diario hace ondear la bandera argentina sobre el fondo incomparable del cerro Piltriquitrón. En el patio de comidas los visitantes pueden de degustar “a la pasada” un waffle relleno con frambuesas, incomparables empanadas armenias o sandwichitos de matambre casero.
La economía local
La feria, que durante el verano suele recibir más de 10.000 visitantes por día, sigue todo el año, aunque sin esa afluencia de público las ventas disminuyen mucho. “Si uno tiene oficio puede vivir el año redondo de esto”, reconoció Walter Sánchez.
“Son cientos de familias que viven acá y lo que ganan lo gastan en los comercios locales. La plata de la feria queda en El Bolsón”, graficó Pancho Grunow, quien llegó para quedarse hace 18 años. “Sería muy difícil cuantificar los ingresos, más allá de que durante enero y febrero son volúmenes interesantes, pero durante el resto de año se convierte en una economía de subsistencia, apenas el manguito para pagar la luz y mantener a la familia”, agregó.
Con todo, “es un lugar donde hay más artesanos que espacio”. Recordó Pancho que le costó “entrar a la feria” y que, “cuando más pasa el tiempo, más complicado es. Los puestos se están reduciendo a la mitad”.
Ya desde fines de diciembre, y aun cuando hay una ordenanza que lo prohíbe, los “manteros” que arman sus puestos sobre la avenida San Martín “siempre representan una situación difícil, porque es gente que está viajando y ganándose la vida de alguna manera”, pero “debemos privilegiar a los artesanos que se bancan todo el invierno”, insistió.
“La feria regional es el lugar de trabajo más grande que tiene este pueblo. Son 500 familias que viven durante todo el año de sus artesanías y su producción. La gente de todo el país y del mundo nos viene a conocer y hace que también se muevan los restaurantes, cabañas y todo el comercio de la zona. Después, se aprovecha para disfrutar de todos los atractivos naturales y las excursiones que se ofrecen”, resaltó Walter Sánchez (41), quien pasó la mitad de su vida mostrando su arte a los visitantes en la plaza Pagano.
“Somos todos trabajadores de las artesanías, productores de distintos estratos sociales. Gente nacida acá, otros venidos, una diversidad enorme. El hippie de El Bolsón pasó a ser un concepto antiguo, aunque siempre el turista puede descubrir alguno”, señaló Pancho Grunow, sonriendo, mientras daba una última pulida a sus pipas en madera de radal.
Desde hace 38 años, la feria de El Bolsón es uno de los principales atractivos turísticos de la Comarca Andina. Productores y artesanos de toda la zona se acercan cada martes, jueves, sábados y domingos, de 10 a 16, para ofrecer el trabajo de sus manos en madera, cuero, metal, lana, cerámica, vitreaux, flores secas; más los dulces, chocolates, verduras, chutney, alfajores, frutas finas, quesos, sahumerios, cervezas artesanales, vinos y licores.
Se suman los libros de autores locales, instrumentos musicales, cuchillos forjados a mano y las velas artesanales de distintos tamaños, cosmética y perfumes exquisitos. De la mano de la naturaleza obtienen las materias primas que, combinadas, “nos ayudan a cuidar y tratar nuestro cuerpo de forma saludable”. La oferta incluye cremas, jabones, tinturas, aceites y desodorantes. Entre los preparados, las flores y esencias del bosque cercano tienen un lugar preponderante.
También es punto convocante de gran variedad de espectáculos artísticos, especialmente durante el verano. Por allí aparecen sin mayores preámbulos bandas de rock, clowns, escultores, pintores, mimos, payasos y murgas.
Reconocimiento mundial
“La feria es un producto que nos representa en el país y en el extranjero. Tenemos que estar orgullosos de este espacio”, valoró Alejandro Galetovich, un bonaerense que hace 15 años trabajaba en el aeropuerto de Ezeiza y decidió mudarse a la Comarca Andina “con la crisis del 2001”, para fabricar cerveza artesanal.
Los artesanos aseguran que “ya nos hemos ganado un lugar importante entre las ferias más conocidas y con mayor trayectoria de Sudamérica, donde nosotros garantizamos la autenticidad de cada pieza. Esta aparente anarquía y aquelarre es lo que encanta a los turistas, es un espacio popular por excelencia y no hay quien no se tiente con un souvenir para llevar de recuerdo de su viaje”.
El escenario es siempre la céntrica plaza Pagano, con su lago artificial, el arbolado y el anfiteatro coronado por un mástil gigantesco que a diario hace ondear la bandera argentina sobre el fondo incomparable del cerro Piltriquitrón. En el patio de comidas los visitantes pueden de degustar “a la pasada” un waffle relleno con frambuesas, incomparables empanadas armenias o sandwichitos de matambre casero.
La economía local
La feria, que durante el verano suele recibir más de 10.000 visitantes por día, sigue todo el año, aunque sin esa afluencia de público las ventas disminuyen mucho. “Si uno tiene oficio puede vivir el año redondo de esto”, reconoció Walter Sánchez.
“Son cientos de familias que viven acá y lo que ganan lo gastan en los comercios locales. La plata de la feria queda en El Bolsón”, graficó Pancho Grunow, quien llegó para quedarse hace 18 años. “Sería muy difícil cuantificar los ingresos, más allá de que durante enero y febrero son volúmenes interesantes, pero durante el resto de año se convierte en una economía de subsistencia, apenas el manguito para pagar la luz y mantener a la familia”, agregó.
Con todo, “es un lugar donde hay más artesanos que espacio”. Recordó Pancho que le costó “entrar a la feria” y que, “cuando más pasa el tiempo, más complicado es. Los puestos se están reduciendo a la mitad”.
Ya desde fines de diciembre, y aun cuando hay una ordenanza que lo prohíbe, los “manteros” que arman sus puestos sobre la avenida San Martín “siempre representan una situación difícil, porque es gente que está viajando y ganándose la vida de alguna manera”, pero “debemos privilegiar a los artesanos que se bancan todo el invierno”, insistió.
El personaje
De músico a artesano
Rodeado de sus quenas y sikus, Marcelo Liquín es uno de los personajes más conocidos de la feria de El Bolsón. Con sus rasgos collas inconfundibles, aterrizó en enero de 1986 formando parte del conjunto jujeño Abrapampa, que hizo un recital en el viejo cine Amancay. Cautivado por la “onda” del lugar, rodeado de cerros, allí mismo decidió quedarse.
“Vivo de la música desde 1977 y nunca imaginé que iba a ser artesano, hasta que don Armando Tejada Gómez (tras unos buenos vinos) me aconsejó en una charla en Bariloche que debía dejar una huella de mi paso por este mundo. Soy muy feliz y donde voy trabajo, explico mis instrumentos y mi música andina. Eso le gusta a la gente, trato de transmitir lo que aprendí en la vida”, valoró.
La vieja guardia
Rebeldes con causa
Kika Toledo recordó los primeros tiempos de la feria, surgida frente al Banco Nación a finales de los 70. “La gente del campo traía sus excedentes de la huerta, fruta y hasta animales para vender a sus vecinos del pueblo. A la 1 del mediodía se terminaba todo”. Luego aparecieron las artesanías y empezó a llegar gente de El Foyel, Mallín Ahogado, Cholila, Epuyén. “Cuando alguno pregunta por los hippies le cuento que somos nosotros, que nos cambiamos la ropa y nos cortamos el pelo para parecer un poco más normales (se ríe), pero en el fondo seguimos teniendo ese espíritu de rebeldía necesario”, remarcó.
De espíritu anárquico, autárquico e insolente
Un clásico
El belga de los waffles
Tom Van Dieren, de origen belga, comenzó hace 35 años a ofrecer sus waffles en la misma esquina de la feria regional.
Hoy es su yerno, con su particular acento europeo, quien está al frente del negocio.
Asegura que “somos los únicos que hacemos la variedad Bruselas, de masa neutra, esponjosos al medio y crocantes por fuera”, que lugareños y visitantes rellenan con frambuesas y crema o con jamón y queso.
El espíritu de la feria “siempre fue anárquico, autárquico e insolente en sus normas, al punto que ningún gobierno logró uniformar los puestos, mudarla o cobrar el espacio”, resaltó Hugo Alsina, un exferiante que hoy se dedica a vender chucrut, chutneys y dulces que elabora con las verduras y frutas de su propia huerta porque “no es mucho lo que se puede comer, viene todo fumigado”.
“Son muy pocos los que quedan desde aquel mito cultural que le dio identidad, aunque quedan algunos hijos que heredaron parte de la locura de sus padres. Antes había hasta artistas plásticos que vendían sus cuadros, hoy ya no están”, subrayó.
“Todos tuvimos una historia detrás, donde se abrió nuestra cabeza y nuestro corazón, hasta que llegamos a estos valles buscando paz”, agregó al tiempo que reconoció que la feria “era un núcleo bastante cerrado, solo podías entrar por recomendación de algún artesano reconocido y tras un proceso de fiscalización donde te visitaban en el taller y te veían trabajar. Siempre se mantuvo ese criterio para garantizar la autenticidad de cada pieza”.
Alsina fue director de Radio Nacional en la primera época menemista y luego se dedicó a las artesanías “por la necesidad de ganarme el peso. Empecé haciendo cofrecitos de madera, después unas tablas para cortar carne, pasé a los cuchillitos de acero sueco, las mandolinas para cortar ajo y a la soldadura de plata para enjaezar chifles de cuerno. Por esa época, cada cuchillito lo vendía a 8 dólares, era un laburo que te dejaba la vista, las manos y las várices a la miseria. Muchas horas de taller...”.
Recordó que “fue la etapa en que la feria se consolidó como producto turístico, se podía vivir tranquilamente de las ventas. El turismo venía de Neuquén, del interior de Río Negro y poco de la costa atlántica chubutense. También llegaban muchos extranjeros que se tomaban el año sabático”.
De músico a artesano
Rodeado de sus quenas y sikus, Marcelo Liquín es uno de los personajes más conocidos de la feria de El Bolsón. Con sus rasgos collas inconfundibles, aterrizó en enero de 1986 formando parte del conjunto jujeño Abrapampa, que hizo un recital en el viejo cine Amancay. Cautivado por la “onda” del lugar, rodeado de cerros, allí mismo decidió quedarse.
“Vivo de la música desde 1977 y nunca imaginé que iba a ser artesano, hasta que don Armando Tejada Gómez (tras unos buenos vinos) me aconsejó en una charla en Bariloche que debía dejar una huella de mi paso por este mundo. Soy muy feliz y donde voy trabajo, explico mis instrumentos y mi música andina. Eso le gusta a la gente, trato de transmitir lo que aprendí en la vida”, valoró.
La vieja guardia
Rebeldes con causa
Kika Toledo recordó los primeros tiempos de la feria, surgida frente al Banco Nación a finales de los 70. “La gente del campo traía sus excedentes de la huerta, fruta y hasta animales para vender a sus vecinos del pueblo. A la 1 del mediodía se terminaba todo”. Luego aparecieron las artesanías y empezó a llegar gente de El Foyel, Mallín Ahogado, Cholila, Epuyén. “Cuando alguno pregunta por los hippies le cuento que somos nosotros, que nos cambiamos la ropa y nos cortamos el pelo para parecer un poco más normales (se ríe), pero en el fondo seguimos teniendo ese espíritu de rebeldía necesario”, remarcó.
De espíritu anárquico, autárquico e insolente
Un clásico
El belga de los waffles
Tom Van Dieren, de origen belga, comenzó hace 35 años a ofrecer sus waffles en la misma esquina de la feria regional.
Hoy es su yerno, con su particular acento europeo, quien está al frente del negocio.
Asegura que “somos los únicos que hacemos la variedad Bruselas, de masa neutra, esponjosos al medio y crocantes por fuera”, que lugareños y visitantes rellenan con frambuesas y crema o con jamón y queso.
El espíritu de la feria “siempre fue anárquico, autárquico e insolente en sus normas, al punto que ningún gobierno logró uniformar los puestos, mudarla o cobrar el espacio”, resaltó Hugo Alsina, un exferiante que hoy se dedica a vender chucrut, chutneys y dulces que elabora con las verduras y frutas de su propia huerta porque “no es mucho lo que se puede comer, viene todo fumigado”.
“Son muy pocos los que quedan desde aquel mito cultural que le dio identidad, aunque quedan algunos hijos que heredaron parte de la locura de sus padres. Antes había hasta artistas plásticos que vendían sus cuadros, hoy ya no están”, subrayó.
“Todos tuvimos una historia detrás, donde se abrió nuestra cabeza y nuestro corazón, hasta que llegamos a estos valles buscando paz”, agregó al tiempo que reconoció que la feria “era un núcleo bastante cerrado, solo podías entrar por recomendación de algún artesano reconocido y tras un proceso de fiscalización donde te visitaban en el taller y te veían trabajar. Siempre se mantuvo ese criterio para garantizar la autenticidad de cada pieza”.
Alsina fue director de Radio Nacional en la primera época menemista y luego se dedicó a las artesanías “por la necesidad de ganarme el peso. Empecé haciendo cofrecitos de madera, después unas tablas para cortar carne, pasé a los cuchillitos de acero sueco, las mandolinas para cortar ajo y a la soldadura de plata para enjaezar chifles de cuerno. Por esa época, cada cuchillito lo vendía a 8 dólares, era un laburo que te dejaba la vista, las manos y las várices a la miseria. Muchas horas de taller...”.
Recordó que “fue la etapa en que la feria se consolidó como producto turístico, se podía vivir tranquilamente de las ventas. El turismo venía de Neuquén, del interior de Río Negro y poco de la costa atlántica chubutense. También llegaban muchos extranjeros que se tomaban el año sabático”.
Fuente: http://www.rionegro.com.ar/sociedad/articulo-CE4152163-Imagenes: Un cambio de aires - labisar.blogspot.com