Buenos Aires / Nordelta: guerra de animales
Hemos visto en Monterrey a un oso negro adquiriendo por la fuerza una bolsa de El Pollo Loco con unos juegos de pata-muslo para compartir en familia. Y hemos visto en Novaya Zemlya, Rusia, cómo los osos polares entran al pueblo y no se van. Los jabalíes bajan poco a poco de los cerros hacia Bariloche, husmeando qué ventaja podrían sacar del Centro Cívico y los chocolates de Rapanui. Los mapaches hacen base talibán en Madrid. En Agra, India, hubo un desembarco de miles de langures saltarines que obligó a los ciudadanos a invertir en rejas. Cientos de elefantes aplastaron Mucusso, un pueblo de Angola, suponemos que en venganza de una guerra civil que casi los extermina.
Juan José Becerra
Podríamos seguir hasta mañana con mis investigaciones, pero valga este resumen sembrado en el aire para darle la poca importancia que tienen las tímidas aproximaciones de carpinchos a las costas emperifolladas de Nordelta. Allí estampan sus rostros inexpresivos contra los vidrios de seguridad, pocean la grama brasilera, beben agua con cloro de triple acción de las piletas y se les plantan en posición de grulla a los enanos de jardín de Casa FOA. En todos los casos la prensa de aquí y de allá, que vive de la metáfora siempre que esta sea la equivocada, habló de “invasión”, un término de la jerga militar reservado para molestias mutuas entre ejércitos y desalojos de Estado.
Ninguna invasión.
Si la fuese de estos carpinchos, la sería también de los chihuahuas y los mini schnauzers arropados en las mansiones con vista a los humedales. Sin que se recuerde que es en representación del lobo, su antepasado, que están tomando sus meritorias siestas con apnea. Lo que hay en los aprontes de esta batalla fratricida entre animales carpinchos y animales humanos, todos argentinos, es una nueva manifestación de la disputa espacial a la que se enfrenta todo lo que vive. ¿No hay algo de animal invasor, para hablar con metáforas fallidas, en la decisión inmobiliaria de instalar kilómetros y kilómetros cúbicos de hormigón, cables y caños, a lo ancho y a lo alto, sobre una base que la naturaleza dispuso para otros fines? Quizás sí, y no es ninguna novedad. Las costas de todo el mundo conocen perfectamente la codicia portuaria del hombre, y su anhelo místico de contemplar el curso de los ríos y esa pampa húmeda llamada mar. Es la animalada del hombre, tremendo carpincho bípedo, la que se expresa en sus ensueños civilizatorios.
Si, como vemos, hay disputa pareja entre vecinos ricos y ratas gigantes, si puede reconocerse la razonabilidad de ambas posiciones, es porque ambas colonias (las de las ratas y la de los ricos) actúan en inesperado espejo. Lo que deforma un poco las similitudes es la invención humana del sentido de la propiedad, es decir el impulso animal tan humano de tomar posesión del espacio para siempre mediante escritura notarial. Es una coartada burocrática a la lucha incesante por el espacio, de la que ni siquiera puede librarse el león en la selva de la que es rey. Conservar el espacio sin volver a disputarlo una vez conquistado, es muy de la civilización. Lo que hace la presencia sigilosa del carpincho argentino husmeando cerramientos de aluminio es recordarles a los nordelteños que por el espacio hay que luchar siempre, y que el hombre nunca dejará de ser un animalito, aunque hable.
Si volvemos en el dron de la memoria al territorio en conflicto, lo primero que saldrá a la luz es una confusión de origen. Sabemos que la lucha del hombre es contra los carpinchos, cuyos antepasados cayeron en combate contra la industria del cuero y yacen en muchos placares de Nordelta en forma de botas, guantes, camperas, gorras. ¿Pero en nombre de quiénes los humanos piden su desalojo? ¿En nombre del sujeto propietario o en nombre de la especie? Con los matices que puedan sonsacarle los noticieros juntos con sus nombres y sus perfiles ecologistas, no parecen manifestarse tantos los individuos “independientes” como los representantes de una especie en lucha contra otra. Humanos hipercivilizados vs. carpinchos: una guerra entre animales, tan antigua como la que debió haber habido hace siglos entre estas ratas tipo focas y las tribus chandules, en ese mismo lugar y más o menos por las mismas causas.
Al affaire Nordelta le ha llegado La Hora de Arthur Schopenhauer (1778 – 1870), el filósofo veterinario. Sabemos por él que la voluntad de vivir es la voluntad de sobrevivir. Es una voluntad que vale para toda la vida animal, incluyendo las bestias parlantes. Y da un ejemplo dramático de esa voluntad, cuyo escenario es una región de Java donde las tortugas gigantes de Java van a desovar, pese a que se las comen crudas los perros salvajes de Java, quienes a su vez son comidos por los tigres de Java. Es una masacre, pero se podría agregar: “…y todos felices”. Así que me tienta decir que no hay sujeto de Nordelta, como quizás ya no haya en ningún lado. Hay dos especies disputándose el espacio, y una de ellas (la de los hombres ricos) recibe con mucha facilidad, y por cualquier cosa, los estremecimientos del temor. Todo le parece una amenaza mortal. Por lo que dos o tres harenes de carpinchos merodeando los jardines que controlan la naturaleza mediante su censura, como se hace desde hace siglos en el Palacio de Versalles, podrían ser causa justificada de una solución final.
La acumulación material también es una costumbre de los afortunados de la especie. ¿Por qué seremos así, tan… cagones? ¿Por tener mucho? ¿Ahora le tenemos miedo a los carpinchos? ¿Y cuando nos invadan los osos gryzzly, los leones, las medusas australianas, los zócalos de LN+, qué terror no vamos a sentir? Un socio artístico de Schopenhauer, el celebérrimo Maurice Maeterlinck (1862 – 1949), de extracción simbolista y con la noble tendencia a escribir como si él no estuviera allí, compuso un libro para maravillar lectores llamado La inteligencia de las flores, y otros tres sobre la vida de las abejas, las termitas y las hormigas (La vida de los insectos – Abejas, termitas, hormigas; Interzona, 2020), que no puede conmover más a quien se asuma como ignorante de todas las cosas. En el ensayo sobre las abejas, una obra de arte que consiste en contemplar la naturaleza a la escala invisible en la que verdaderamente se mueve, Maeterlinck no se priva de contrastar la organización económica de las colmenas con la de los hombres, esos animalitos a los que los asustan los carpinchos. En el sacrificio anual de la colmena, llamado “enjambrazón”, las abejas dejan su palacio, excepto si es pobre (en ese caso siguen trabajando). Pero si los tesoros de miel revientan de prosperidad sus depósitos, si la abundancia para las nuevas generaciones está garantizada, entonces ocurre la “renuncia heroica” en el apogeo de la dicha. Entregan todo lo acumulado sin llevarse nada, y eso sucede por un misterio que Maeterlinck llama “espíritu de la colmena”, un gesto de desprendimiento que apunta a darle porvenir a su especie. Luego, con la delicadeza de alguien que no está escribiendo, ni siquiera pensando, Maeterlinck nos habla de “las locuras desinteresadas de las abejas” y nos da una pista probable para descubrir sus actos: “no conocen el miedo”.
Fuente: https://www.eldiarioar.com/cultura/nordelta-guerra-animales_129_8237527.html