El capital es la verdad neoliberal: Fe y progreso en la democracia de los desiguales

Tras la conmoción del Covid retorna la música del «business as usual» en una normalidad tan aparente que para diferenciarla de la anterior se le llama eufemísticamente «nueva normalidad». Nueva, pese a que persiste el desorden climático, el crecimiento de las desigualdades sociales, la expansión de los niveles de endeudamiento, la automatización del trabajo, el impulso de la Inteligencia Artificial, y el avance del capitalismo cognitivo, además del ritmo de agotamiento de las fuentes de energía, etc. Es decir; la nueva normalidad es la persistencia de la anormalidad habitual.

Por Francisco Muñoz Gutiérrez

Así pues, la nueva normalidad se sostiene tanto sobre la fe tecnológica, como sobre el dopaje monetario de los mercados a los dos lados del Atlántico. Dopaje que recibe el pomposo nombre de fondos «next generation» en la Unión Europea y el gran «Plan de Recuperación» de Biden en EE.UU. En ambos casos el sostenimiento del sistema privado –más allá del clásico neoliberal de la competitividad y de la libertad de mercado sin intervención estatal–, se fundamenta en la financiación pública de las grandes corporaciones y en el mantenimiento de la rentabilidad óptima del capital inversor. Si bien parece contradictorio, lo cierto es que en el mundo real no hay alternativa.
El delirio neoliberal
Si usted es de los que piensan que el neoliberalismo es la fase más avanzada del capitalismo, no se asuste; es normal, pues se trata es una afirmación que muchos pueden compartir sin entrar en más detalle. La anormalidad surge justo en el intento de definir en qué consiste cada cosa. Algunos expertos en la materia piensan que el capitalismo tiene que ver con el mundo bipolar organizado bajo la tensión capital–patrimonio, mientras que otros especialistas, más filantrópicos, son de la opinión de que el neoliberalismo tiene que ver con la lógica que justifica la acumulación de capital en el mundo capitalista.
Sea como fuere existe también la idea extendida de que el neoliberalismo constituye una doctrina de política económica fundamentada en la excelencia de la competitividad por encima de ideas caducas como la igualdad, la justicia basada en la equidad, o la solidaridad. Así, entre los más académicos el neoliberalismo se define, más bien, como una forma de pensamiento pragmático incongruente, de núcleo egocéntrico, que resurge en las primeras décadas del siglo XX en la Europa de entreguerras como revisión del fracasado «laissez faire» del liberalismo del siglo XIX. Revisión que se efectúa frente al avance de los distintos colectivos que revindicaban una democracia de voto universal, la extensión de los derechos y un empoderamiento de los trabajadores.
Desde entonces el neoliberalismo presenta diferentes variantes y capas históricas hasta convertirse en un concepto poliédrico difícil de concretar. Desde una perspectiva histórica el neoliberalismo recibe un primer impulso importante en la Alemania autoritaria de principios del siglo XX bajo el dueto del jurista Hans Kelsen y su influyente doctrina del «positivismo jurídico», y el más reaccionario Carl Schmitt y su doctrina jurídica del «derecho amigo» y «el concepto de lo político». Las ideas de ambos no solo sobrevivieron la segunda guerra mundial, sino que fueron modulando con éxito gran parte del pensamiento político y jurídico occidental desde la posguerra hasta nuestros días. No obstante, si el primer impulso tiene alma alemana, el segundo se genera en los Estados Unidos de los años 60 y 70 del siglo XX como proyecto ideológico y económico promovido por el capitalismo corporativo norteamericano que se siente amenazado (1). Consecuentemente el neoliberalismo puede describirse como un pensamiento pragmático que funde dos almas del convulso siglo XX; la alemana y la norteamericana.
El liberalismo del orden, el positivismo jurídico y la libertad de la desigualdad

Bajo la impronta del espíritu alemán –y antes del denominado «Coloquio Walter Lippmann» en 1938 y de la constitución de la Sociedad Mont Pelerín en 1947–, el núcleo económico del ideario neoliberal se empieza a cocer en la Escuela de Friburgo, en la Alemania de los años 30 del siglo XX. El conjunto de ideas se agrupó entonces bajo la denominación de «ordoliberalismo»; o lo que es lo mismo; «liberalismo del orden». Un «orden» que se distingue por detestar la democracia al considerarse incompatible con las dinámicas del mercado y la libre expansión del capitalismo.
Pronto se vio que el «liberalismo del orden» no es posible sin el positivismo jurídico que desecha el concepto de justicia social basado en la equidad para sustituirlo por el más funcional de una sociedad regulada por reglas. De esta forma se hace desaparecer del debate político y académico la lógica de los equilibrios armónicos en un conjunto social integrador, en favor del principio de competitividad entre individuos y de la libertad de mercado. Aquí no hay reparto equitativo porque no se reconoce la riqueza común, y las ganancias son solo atributo del capital.
Ni siquiera el planeta es patrimonio común de la humanidad, y el ejemplo más delirante de esta paradójica realidad lo constituye la explotación de los combustibles fósiles en la doble vertiente de su extracción del subsuelo, como en la vertiente de su enorme responsabilidad destructora del bien común que constituye el medioambiente. Ni el Derecho tiene una concepción ecológica o medioambiental, ni ninguna contabilidad capitalista repercute en su cuenta de resultados las consecuencias negativas de su producción en el medio ambiente físico y social. Sólo China acaba de limitar el desarrollo de su potente industria de videojuegos bajo el convencimiento de que «ninguna industria puede desarrollarse de forma que destruya una generación». (2)
En el capitalismo, la realidad se reduce a lo que se conoce como la economía de goteo que establece, de facto, la estructura jerárquica de la sociedad capitalista. La riqueza pierde entonces su carácter de capital social que solo puede generarse de manera colectiva para transferirse como derecho privado en forma de patrimonio y capital. Napoleón no solo dilapidó el sueño revolucionario de «Liberté, Égalité, Fraternité» con el art. 544 de su código de 1804 por el que establecía la propiedad privada como derecho absoluto natural, sino que también facilitó la lógica ordoliberal alemana de una «libertad» fundamentada en la desigualdad.
Una idea que se desarrolla con fuerza en la segunda mitad del siglo XX bajo la impronta pragmática del espíritu corporativo norteamericano en respuesta tanto al avance del keynesianismo en la Europa de la posguerra, como en contra del despertar de los movimientos sociales con la oleada de huelgas y reivindicaciones de las décadas de los años 60 y 70. No obstante David Harvey (3) destaca, en este sentido, el gran papel decisivo que, en la promoción global de las ideas neoliberales, desempeñan los grandes capitales corporativos que no solo financian las campañas electorales de los políticos norteamericanos, sino que también marcan la agenda política y legislativa del país más influyente del planeta desde la perspectiva económica y militar.
La democracia de los desiguales y el derecho amigo
Así pues, la denominada «democracia liberal» conforma hoy el oxímoron de «la democracia de los desiguales» donde la equidad se reduce a puro formalismo y la armonía social es un sueño irracional. Sin embargo, en la democracia liberal las reglas son la clave del sistema capitalista pues, a duras penas, responden al interés común, sino que, mediante el mecanismo de las mayorías, el poder legislativo sigue, en lo fundamental, la lógica de los intereses de las élites en una sutil variante del «derecho amigo».
Se trata del secreto, a voces, mejor guardado del siglo XX, pese a que la jurisprudencia del derecho positivo está plagada de numerosos ejemplos de esta praxis en todas las ramas del derecho –tanto en España como en el resto de países occidentales–, solo varía la intensidad y la forma. Un positivismo que con la globalización ha transferido, de facto, el poder legislativo nacional a la soberanía de los grandes fondos de inversión internacionales mediante la dinámica de los numerosos tratados internacionales que aseguran los intereses globalizados de las grandes corporaciones económicas (4). No obstante, el ejemplo más lacerante de esta realidad es la modificación exprés en 2011 del art. 135 de la Constitución Española para proteger los intereses de la banca alemana y europea.
En todo occidente los grandes inversores no solo controlan la economía, sino también el orden jurídico. O lo que es lo mismo; la soberanía del inversor corporativo triunfa sobre la soberanía nacional. Consecuentemente, la justicia «positiva», fundamentada en reglas, está también urbanizada con gran diversidad de lagunas y ambigüedades, a la vez que embellecida con leyes placebo y otras bromas togadas. Con el neoliberalismo la justicia asume la función del cancerbero encargado de asegurar el estatus quo del capitalismo como único orden social posible, o lo que es lo mismo; sin alternativa. No en vano; «El derecho no es un simple complemento, como consideran algunos, sino el núcleo mismo de la riqueza» (5). Consecuentemente no es, pues, la economía; es el derecho lo que conforma el núcleo eficiente de la doctrina neoliberal. Si bien «resulta cuando menos paradójico que, siendo el capital la piedra angular de nuestro sistema, desconocemos las características más básicas que permiten y promueven tal acumulación de riqueza y de desigualdad» (6).
El laboratorio neoliberal de la Unión Europea para sostén del capital
Es por esta razón que en el marco de la denominada «guerra fría» entre capitalismo y comunismo, el ideario liberal asume el estandarte de guerra ideológica contra toda clase de valores colectivos, cobrándose su primera víctima en la socialdemocracia europea. Así, pues, la lógica neoliberal se imbrica en instituciones y gobiernos como un credo antikeynesiano; o lo que es lo mismo; una doctrina favorable a las restricciones tanto a la acción del Estado –a la que tildan de intervencionismo–, como al alcance de la democracia mediante la austeridad en el gasto público; o ajuste presupuestario. Y todo en favor del orden competitivo del mercado y la protección de la sociedad de los empresarios (7). En la misma línea, un reciente libro de Thomas Biebricher publicado por la Universidad norteamericana de Stanford señala a la Unión Europea como el laboratorio más avanzado de las formas políticas neoliberales. (8)
Sin embargo, Biebricher en su libro sobre «Teoría Política del Neoliberalismo» señala «la sorprendente incapacidad del pensamiento neoliberal para teorizar una política de reforma neoliberal, al menos no sin violar los mismos supuestos que subyacen a sus propios análisis y críticas de las deficiencias de la política democrática» (9).Biebricher resalta aquí la paradoja general de que el neoliberalismo, si bien carece de relato coherente, muestra una extraordinaria eficacia en la implantación de sus ideas urbi et orbe.
Quizás la virtud principal de esa eficacia desarrollada en los últimos decenios del siglo XX sea la de haber transformado el clásico eslogan de Margaret Thatcher «There is no alternative» (No hay Alternativa), en materia de fe en el siglo XXI. Fe que deviene incomprensible a la luz de las crisis económicas, por cuanto éstas muestran diáfanamente la incongruencia de que, lejos de ser antiestatales, los neoliberales ven el Estado como el instrumento de garantía para la defensa a ultranza del orden capitalista; y no tienen reparo alguno en el desarrollo de generosas políticas monetarias para sostén del capital financiero y accionarial cada vez que el sistema capitalista colapsa. No importa la enorme masa de damnificados y perdedores que, en proporciones desconcertantes, causan las crisis. Lo realmente paradójico es que es entonces cuando los intereses del capital se elevan públicamente a interés general, transformando la deuda privada en deuda pública, para que las élites sigan haciendo caja con la bendición de los Bancos Centrales. Ciertamente ¡No hay alternativa!… ¡¡¡para el capital!!!
El socialismo neoliberal de la realidad compartida
Quizás una explicación a este fenómeno social de subordinación masiva a la doctrina neoliberal se encuentre en el hecho de que frente al empuje neoliberal en la crisis del petróleo del año 1973 –que puso fin al periodo conocido como «los treinta gloriosos», 1945–1973, o «el boom de la posguerra»–, la socialdemocracia no supo defender, con eficacia, ni las ideas keynesianas, ni los equilibrios básicos de un Estado democrático del bienestar. Así mientras Thatcher arrasaba en Inglaterra a los sindicatos del carbón declarando ilegal la huelga de 1984 (10), las socialdemocracias escandinavas balbuceaban tímidamente con la democracia económica incorporando a los representantes de los trabajadores en los consejos de administración de las empresas.
No obstante, el intento no tuvo mayor impacto toda vez que el laborismo inglés terminó sucumbiendo a las principales tesis económicas del neoliberalismo thatcheriano; –competitividad y libre mercado–, integrándolas en la conocida como «tercera vía» de Tony Blair (11). Sin embargo, no deja de sorprender que laboristas y socialdemócratas europeos terminaran aceptando no solo el postulado thatcheriano de que «la sociedad no existe», sino que además se sumaran pasivamente al programa neoliberal de cambiar el concepto mismo de vida social borrando toda idea de lo común. Incluso desde el punto de vista jurídico hay constitucionalistas que ven hoy la esfera social como una «realidad compartida» entre individuos.
Esa pasividad de la izquierda europea en la tolerancia de la denominada «democracia liberal» –la creación maestra del fundamentalismo neoliberal del siglo XXI–, hay que conectarla directamente tanto con las facultades de derecho, como con los propios órganos parlamentarios legislativos. Así, la idea de un individualismo mecanicista –sin más vínculos reconocidos jurídicamente que los transaccionales (contratos) y patrimoniales (propiedades)–, es la piedra angular del neoliberalismo que penetra instituciones, gobiernos y partidos como pauta evidente de sentido común.
En ningún momento la izquierda occidental –europea, norteamericana, o latinoamericana–, ha criticado a fondo los postulados del positivismo jurídico, ni planteado revisión alguna de sus fundamentos en orden a formular un ordenamiento jurídico neutral, alejado de la peregrina visión de la sociedad como un taller mecánico propiedad de la élite. Un ordenamiento, en definitiva, regido más por un principio de equidad integradora que reconozca la amplia gama de vínculos que rigen la vida en común, y se fundamente, también, en el equilibrio armónico del conjunto social vinculado (12). Y todo sin darle prioridad alguna a la protección de los intereses en juego en la competencia entre desiguales. Consecuentemente, sin poner fin al positivismo jurídico es imposible siquiera modificar el capitalismo. ¡¡¡No hay alternativa!!!… ni para la sociedad humana, ni para el planeta. (13)
La toxicidad letal del derecho positivo de la desigualdad y la nueva tribu de jíbaros
No importa cuantas alarmas estén ya activadas, ni cuantos informes haya sobre amenazas de catástrofes sociales o naturales. Ni siquiera importa el descubrimiento de una energía limpia y gratuita. Si nuestro Derecho sigue defendiendo el imperio de la desigualdad y la primacía de la propiedad privada sobre el interés general, la lógica capitalista acabará irremediablemente con el planeta.
La ficción histórica de la separación de poderes mantiene vigoroso el juego trilero de la política en el que izquierdas y derechas se alternan en un profesionalismo de élites del cambio para que todo siga igual. La lógica del mercantilismo liberal lejos de palidecer se refuerza constantemente pese a que la estructura institucional, y su sistema de gobernanza, carecen de rumbo y empiezan a mostrar signos preocupantes de deterioro consecuencia de muchos factores. Entre estos factores destaca su cambio de sentido, una burocratización irracional, una eficacia fluctuante y grandes bolsas de inoperatividad frente a las graves crisis económicas sanitarias y medioambientales.
En este ambiente tóxico, el lenguaje político desvanece su certeza en una niebla espesa de jeroglíficos sintagmáticos y algoritmos retóricos convertida en el gran teatro de las tragicomedias trileras de conveniencia. En el reparto de papeles, los medios de comunicación asumen la función de amplíar y mantener densa la niebla como parte fundamental de su negocio convirtiendo las noticias en una dimensión más del entretenimiento donde el reduccionismo de la realidad acompaña a la jibarización de sus seguidores.
La IDA de Madrid y el Júpiter de Francia; il faut s’adapter
En este orden de cosas se impone la idea de que los derechos sindicales, la justicia social, los impuestos progresivos, los servicios públicos, etc. son delirios colectivistas que constituyen rigideces del mercado y que, por tanto, deben limitarse y preferiblemente eliminarse. Madrid es un ejemplo extremo de este discurso que en Francia se abre paso bajo la idea de Macron de modernizar y liberalizar el país pese a que las fuertes protestas callejeras de los chalecos amarillos y otros colectivos se oponen continuamente a la ideología de la competitividad y el libre mercado.
Júpiter, como Macron gusta llamarse a sí mismo, rompió con la izquierda reformista francesa cuando bajó considerablemente los impuestos a los accionistas e inversores, al mismo tiempo que reducía los derechos sociales, bajaba las ayudas a la vivienda y recortaba las pensiones. Pero Macron, al igual que Thatcher, combate también a los movimientos sindicales bajo la convicción de que el capital es la única verdad real, y toda alternativa al neoliberalismo la define como «populismo». 

Llegados a este punto, la pregunta vuelve al centro del debate; ¿cómo es posible que poblaciones, asombrosamente mayoritarias, asuman su subordinación a unas élites tan sorprendentemente minoritarias?
Una respuesta obvia es que a diferencia del «pueblo», las élites detentan el control histórico de los poderes legislativo y coercitivo; policía y ejército. Sin embargo, durante los últimos 50 años el éxito del neoliberalismo como corriente de pensamiento se ha visto reforzado por la aceptación generalizada de su lógica por gran parte del mundo, a excepción de unos pocos países, entre los que destaca China. En todo caso, la globalización de esta doctrina se ha efectuado sobre la transferencia de las ideas de Darwin al campo de la economía competitiva, mezclando las ideas de progreso y evolución social con el realismo del capital inversor. Así, el capitalista empresario, rico, es considerado como el «Big Man» con capacidad para crear empresa, dar trabajo y pagar salarios.
Pero si el capital es la verdad, los flujos de capital son la realidad. Esta es, al menos una de las tesis que desarrolla Barbara Stiegler (14) en su ensayo publicado en 2019 «Il faut s’adapter» (Es necesario adaptarse) (15). Stiegler enfrenta la vieja tesis de Walter Lippmann sobre un modelo psudodarwiniano que marca la dirección de la evolución social en la sociedad del mercado y la competencia. Según Lippmann el imaginario de la masa de individuos se encuentra anquilosado en la vieja sociedad estática que gravita en torno a ideas como la igualdad, la justicia social o el control de los excesos. Se trata de un imaginario atrasado e inadecuado porque ignora «los flujos»; ignoran la realidad. Razón por la que la democracia obstaculiza el progreso y debe ser sustituida por la regla de los expertos. El razonamiento podría parecer sensato en el siglo XX, si no se tiene en cuenta el hecho de que son los expertos los que han llevado al planeta a la comprometida situación del siglo XXI.
El determinismo evolutivo y la dictadura de la adaptabilidad
No obstante, la idea de progreso está todavía impregnada en el imaginario occidental de un determinismo evolutivo en la secuencia de más riqueza, más especialización, más tecnología, más división del trabajo, más globalización y una vida humana totalmente absorbida por la dinámica del mercado y la competencia. Ni siquiera la pandemia del Covid, o las amenazas del cambio climático tienen fuerza suficiente para frenar la inercia de este determinismo evolutivo neoliberal de crecimiento perpetuo.
En su libro Stiegler denuncia lo que denomina «la dictadura de la adaptabilidad» a este determinismo evolutivo ya que el principal problema del neoliberalismo es la exigencia de adaptación pragmática de los individuos a los nuevos entornos resultantes de los cambios industriales y tecnológicos generados por la dinámica del mercado y su desarrollo tecnológico. La autora defiende la tesis de que el modelo neoliberal fundamentado en «reglas del juego» (16) que organizan las interacciones de los individuos, requiere algo más que el control legislativo a los efectos de conseguir una verdadera «acción social» (17) neoliberal en la línea evolutiva de producir individuos plenamente adaptados al juego de la competitividad en los mercados. O lo que es lo mismo; individuos eficazmente formados y con el máximo grado de productividad. El problema serio es que el progreso de la desigualdad es cada vez más excluyente generando preocupantes cifras de individuos plenamente inadaptables.
El ensayo de Stiegler trasciende el análisis de las originarias ideas de Lippmann y del pragmático John Dewey en el entorno de principios del siglo XX para mostrar en la segunda década del siglo XXI que el proyecto neoliberal es plenamente intervencionista más allá del mero ordenamiento jurídico, pues reorienta y estructura los entornos sociales e institucionales a los efectos de generar las individualidades adecuadas a cada momento tecnológico para la generación de beneficios. O lo que es lo mismo: ¡¡¡sin negocio no hay nada; solo el abismo del vacío!!!
El capital es la verdad… constitucional.
El Estado se convierte así en el principal instrumento neoliberal capaz de reorientar las instituciones en la dirección necesaria. Su aprovechamiento varía según las características internas de cada Estado. Si bien es fácil observar que todos los sistemas públicos de formación están reorientados en la dirección de la capacitación laboral. Los sistema públicos sanitarios se conciben como empresas de servicios bajo lógica mercantil antikeynesiana, la producción de vacunas Covid es solo un ejemplo. La justicia se concibe como un sistema bunkerizado (soberano), en sus aspectos más relevantes, para servicio y protección del estatus quo. El sistema militar, también; tan solo hay que mirar las cuentas de resultados de todas las guerras desde Vietnam hasta Afganistan, así como los presupuestos astronómicos de los ministerios de defensa. Y así sucesivamente con todas las instituciones del Estado. No deviene, pues, irracional pensar que; ¡¡¡El capital es la verdad!!!
Tan verdad que ya se habla en las facultades de derecho españolas de la «Constitución económica» separada de la «Constitución política». Reaparece ahora la vieja idea del ordoliberalismo alemán que veía la necesidad de separar el orden político del orden económico. En la Constitución Española de 1978, algunos juristas acostumbran a extraer los artículos que afectan al Derecho Mercantil para agruparlos bajo la denominación de «Constitución económica». Otros la amplían añadiendo aquellos que afectan al trabajo y al consumo. En cualquier caso el Tribunal Constitucional reconoce en sentencia de 1982 el concepto de Constitución Económica ligado al Título VII de la Constitución de 1978, (18) donde en su art. 128.1 se afirma algo tan eufemísticamente lírico como que; «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.» Precepto tan cierto como inútil si como «interés general» se entiende el interés del capital. Otra cosa muy distinta es si el «interés general» cambia de criterio.
En cualquier caso un reciente artículo de mayo 2021 (19) va más allá del criterio de independencia de los Bancos Centrales y defiende «la desvinculación conceptual de las Constituciones económica y política, lo que implica aceptar una separación funcional entre el mercado y la política.»  Seguidamente Daniela Dobre, investigadora predoctoral de la Universidad de Granada, afirma que; «Alcanzar un equilibrio entre el principio democrático y el mercado libre representa uno de los retos más importantes del Derecho constitucional en la actualidad.» (20) Equilibrio que la autora fija claramente en el resumen inicial señalando «…dos posibles funciones de la Constitución económica, definidas como efectos de la regulación jurídica: la función constitutiva (reconocimiento del mercado como herramienta de protección de la libertad económica en sentido estricto) y la función potenciadora (garantía de la libertad económica sustantiva y su armonización con el resto de vertientes de la libertad humana).»
Llegados a este punto, la pregunta vuelve al centro del debate; ¿cómo es posible que poblaciones, asombrosamente mayoritarias, asuman su subordinación a unas élites tan sorprendentemente minoritarias? O lo que es lo mismo; ¿Estamos ya tan adaptados al neoliberalismo que somos las propias masas de subordinados los que en realidad sostenemos las élites minoritarias?

NOTAS:
(1).- Ver; https://www.jacobinmag.com/2016/07/david-harvey-neoliberalism-capitalism-labor-crisis-resistance/ Ver también: David Harvey, Breve historia del neoliberalismo. Akal, 2007.
(2).- Ver; https://www.xataka.com/empresas-y-economia/a-china-nadie-se-le-sube-a-chepa-asi-como-estan-parando-pies-a-sus-gigantes-tecnologia-distracciones?utm_source=recommended&utm_medium=DAILYNEWSLETTER&utm_content=recommended6&utm_campaign=20_Aug_2021+Xataka
(3).- Ver; https://www.jacobinmag.com/2016/07/david-harvey-neoliberalism-capitalism-labor-crisis-resistance/
(4).- «La ofensiva contra la democracia representativa se culmina con la apuesta por una justicia privatizada en defensa de la constitución económica global. Esta nueva legalidad, además de alterar el procedimiento de toma de decisiones, precisa también de un sistema judicial ad hoc, de parte. De esta manera, al igual que los acuerdos bilaterales firmados en las últimas décadas, ahora todos los tratados de nueva generación incorporan un capítulo o hacen explícita referencia a la protección de las inversiones. Se aboga así por implantar a escala global una serie de tribunales privados de arbitraje, con mayor capacidad jurídica que la propia justicia pública.» Fernández, Gonzalo (2018) Mercado o democracia. Los tratados comerciales en el capitalismo del siglo XXI, Barcelona: Icaria. Pág. 108
(5).- Las palabras son de Katharina Pistor, profesora de derecho de la Universidad de Columbia y directora del Center on Global Legal Transformation de la misma institución, autora del libro The Code of Capital (Princeton University Press, 2019). La cita está extraída de la entrevista realizada por Hernán Garcés publicada el 19 de sep. 2019: https://www.eldiario.es/alternativaseconomicas/concentracion-riqueza-aumento-desigualdad-derecho_132_1351846.html
(6) ibid.
(7).- Ver https://www.jacobinmag.com/2016/06/keynes-roosevelt-fdr-depression-inflation-imf-world-bank/
En todo caso, no hay que perder de vista que la idea de «Estado mínimo» neoliberal se basa en una visión instrumentalista del Estado, fundamentada en un poder judicial y un poder coercitivo –policía y ejército–, cuya función principal es la protección y defensa de los intereses del capital, mientras que la función de gobierno e instituciones se limita a una función de agencia encargada de las labores de gestión diaria de las necesidades del mercado.
(8).- Thomas Biebricher, The political theory of neoliberalism. Stanford University Press, 2018
(9).- T. Biebricher, The political theory of neoliberalism, p. 31.
(10).- Ver Selina Todd, El pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010) (Akal, Madrid, 2018).
(11).- https://www.sinpermiso.info/textos/el-pueblode-selina-todd-un-libro-de-historia-para-pensar-hoy-la-clase-obrera
(12).- La idea kantiana de que «la libertad de cada uno sea compatible con la de los demás» fundamenta no solo la doctrina positivista de Hans Kelsen, sino también la de John Rawls en su libro de 1993 «El liberalismo político». Rawls traduce la idea kantiana de compatibilidad en derechos básicos iguales para todos, fijando la idea de equidad en el formalismo abstracto de la «igualdad de oportunidades» para justificar a continuación las desigualdades mediante lo que denomina «principio de la diferencia», que no es otra cosa que la ilusión moral de la economía de goteo. Es decir: que un mayor beneficio privado resulta justo a condición de que también se beneficien con la ganancia aquellos que obtienen menos. Sin embargo, inversión y fiscalidad no resuelven el problema fundamental del capitalismo en su intento de conciliar libertad e igualdad en un contexto democrático. Así, la creciente desigualdad inherente al desarrollo del capitalismo bajo el impulso de las tecnologías, expulsa cada vez más personas del sistema que dejan de ser sujetos libres, y dueños de su propia vida, para convertirse en objetos de carga sin vínculo alguno con la sociedad. Incluso urbanísticamente los excluidos tienden a compartir  realidad en las ciudades con otros excluidos en zonas muy determinadas, a los efectos centrífugos de que no pueden compartir realidad con los «incluidos». Y solo a los efectos de supervivencia hay excluidos que pueden percibir, como derecho, un subsidio limitado, nunca un vínculo de integración. Otros subsisten de la caridad contingente.
(13).- Ver; https://www.eldiario.es/theguardian/Atrevete-dar-muerto-capitalismo-mate_0_892411706.html
(14).-https://fr.wikipedia.org/wiki/Barbara_Stiegler#S’adapter,_un_credo_n%C3%A9olib%C3%A9ral
(15).- Barbara Stiegler, «Il faut s’adapter». Sur un nouvel impératif politique, Paris, Gallimard, coll. «NRF Essais», 2019.
(16).- Ibid, pág. 209.
(17).- Ibid, pág. 230.
(18).- Ver; https://app.congreso.es/consti/constitucion/indice/titulos/articulos.jsp?ini=128&tipo=2
(19).- Ver http://www.revistasmarcialpons.es/revistaderechopublico/article/view/573/580
(20).- Ibid, apartado 4. Conclusiones.
Blog del autor:  https://lacalledecordoba21.blogspot.com/2021/08/fe-y-progreso-en-la-democracia-de-los.html
Fuentes: Rebelión


 

 

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