El capital es la verdad neoliberal: Fe y progreso en la democracia de los desiguales
Tras la conmoción del Covid
retorna la música del «business as usual» en una normalidad tan aparente
que para diferenciarla de la anterior se le llama
eufemísticamente «nueva normalidad». Nueva, pese a que persiste el
desorden climático, el crecimiento de las desigualdades sociales, la
expansión de los niveles de endeudamiento, la automatización del
trabajo, el impulso de la Inteligencia Artificial, y el avance del
capitalismo cognitivo, además del ritmo de agotamiento de las fuentes de
energía, etc. Es decir; la nueva normalidad es la persistencia de la
anormalidad habitual.
Por Francisco Muñoz Gutiérrez
Así
pues, la nueva normalidad se sostiene tanto sobre la fe tecnológica,
como sobre el dopaje monetario de los mercados a los dos lados del
Atlántico. Dopaje que recibe el pomposo nombre de fondos «next
generation» en la Unión Europea y el gran «Plan de Recuperación» de
Biden en EE.UU. En ambos casos el sostenimiento del sistema privado –más
allá del clásico neoliberal de la competitividad y de la libertad de
mercado sin intervención estatal–, se fundamenta en la financiación
pública de las grandes corporaciones y en el mantenimiento de la
rentabilidad óptima del capital inversor. Si bien parece contradictorio,
lo cierto es que en el mundo real no hay alternativa.
El delirio neoliberal
Si
usted es de los que piensan que el neoliberalismo es la fase más
avanzada del capitalismo, no se asuste; es normal, pues se trata es una
afirmación que muchos pueden compartir sin entrar en más detalle. La
anormalidad surge justo en el intento de definir en qué consiste cada
cosa. Algunos expertos en la materia piensan que el capitalismo tiene
que ver con el mundo bipolar organizado bajo la tensión
capital–patrimonio, mientras que otros especialistas, más filantrópicos,
son de la opinión de que el neoliberalismo tiene que ver con la lógica
que justifica la acumulación de capital en el mundo capitalista.
Sea
como fuere existe también la idea extendida de que el neoliberalismo
constituye una doctrina de política económica fundamentada en la
excelencia de la competitividad por encima de ideas caducas como la
igualdad, la justicia basada en la equidad, o la solidaridad. Así, entre
los más académicos el neoliberalismo se define, más bien, como una
forma de pensamiento pragmático incongruente, de núcleo egocéntrico, que
resurge en las primeras décadas del siglo XX en la Europa de
entreguerras como revisión del fracasado «laissez faire» del liberalismo
del siglo XIX. Revisión que se efectúa frente al avance de los
distintos colectivos que revindicaban una democracia de voto universal,
la extensión de los derechos y un empoderamiento de los trabajadores.
Desde
entonces el neoliberalismo presenta diferentes variantes y capas
históricas hasta convertirse en un concepto poliédrico difícil de
concretar. Desde una perspectiva histórica el neoliberalismo recibe un
primer impulso importante en la Alemania autoritaria de principios del
siglo XX bajo el dueto del jurista Hans Kelsen y su influyente doctrina
del «positivismo jurídico», y el más reaccionario Carl Schmitt y su
doctrina jurídica del «derecho amigo» y «el concepto de lo
político». Las ideas de ambos no solo sobrevivieron la segunda guerra
mundial, sino que fueron modulando con éxito gran parte del pensamiento
político y jurídico occidental desde la posguerra hasta nuestros días.
No obstante, si el primer impulso tiene alma alemana, el segundo se
genera en los Estados Unidos de los años 60 y 70 del siglo XX como
proyecto ideológico y económico promovido por el capitalismo corporativo
norteamericano que se siente amenazado (1). Consecuentemente el
neoliberalismo puede describirse como un pensamiento pragmático que
funde dos almas del convulso siglo XX; la alemana y la norteamericana.
El liberalismo del orden, el positivismo jurídico y la libertad de la desigualdad
Bajo
la impronta del espíritu alemán –y antes del denominado «Coloquio
Walter Lippmann» en 1938 y de la constitución de la Sociedad Mont
Pelerín en 1947–, el núcleo económico del ideario neoliberal se empieza a
cocer en la Escuela de Friburgo, en la Alemania de los años 30 del
siglo XX. El conjunto de ideas se agrupó entonces bajo la denominación
de «ordoliberalismo»; o lo que es lo mismo; «liberalismo del
orden». Un «orden» que se distingue por detestar la democracia al
considerarse incompatible con las dinámicas del mercado y la libre
expansión del capitalismo.
Pronto se vio que el «liberalismo del
orden» no es posible sin el positivismo jurídico que desecha el concepto
de justicia social basado en la equidad para sustituirlo por el más
funcional de una sociedad regulada por reglas. De esta forma se hace
desaparecer del debate político y académico la lógica de los equilibrios
armónicos en un conjunto social integrador, en favor del principio de
competitividad entre individuos y de la libertad de mercado. Aquí no hay
reparto equitativo porque no se reconoce la riqueza común, y las
ganancias son solo atributo del capital.
Ni siquiera el planeta es
patrimonio común de la humanidad, y el ejemplo más delirante de esta
paradójica realidad lo constituye la explotación de los combustibles
fósiles en la doble vertiente de su extracción del subsuelo, como en la
vertiente de su enorme responsabilidad destructora del bien común que
constituye el medioambiente. Ni el Derecho tiene una concepción
ecológica o medioambiental, ni ninguna contabilidad capitalista
repercute en su cuenta de resultados las consecuencias negativas de su
producción en el medio ambiente físico y social. Sólo China acaba de
limitar el desarrollo de su potente industria de videojuegos bajo el
convencimiento de que «ninguna industria puede desarrollarse de forma
que destruya una generación». (2)
En el capitalismo, la realidad se
reduce a lo que se conoce como la economía de goteo que establece, de
facto, la estructura jerárquica de la sociedad capitalista. La riqueza
pierde entonces su carácter de capital social que solo puede generarse
de manera colectiva para transferirse como derecho privado en forma de
patrimonio y capital. Napoleón no solo dilapidó el sueño revolucionario
de «Liberté, Égalité, Fraternité» con el art. 544 de su código de 1804
por el que establecía la propiedad privada como derecho absoluto
natural, sino que también facilitó la lógica ordoliberal alemana de
una «libertad» fundamentada en la desigualdad.
Una idea que se
desarrolla con fuerza en la segunda mitad del siglo XX bajo la impronta
pragmática del espíritu corporativo norteamericano en respuesta tanto al
avance del keynesianismo en la Europa de la posguerra, como en contra
del despertar de los movimientos sociales con la oleada de huelgas y
reivindicaciones de las décadas de los años 60 y 70. No obstante David
Harvey (3) destaca, en este sentido, el gran papel decisivo que, en la
promoción global de las ideas neoliberales, desempeñan los grandes
capitales corporativos que no solo financian las campañas electorales de
los políticos norteamericanos, sino que también marcan la agenda
política y legislativa del país más influyente del planeta desde la
perspectiva económica y militar.
La democracia de los desiguales y el derecho amigo
Así
pues, la denominada «democracia liberal» conforma hoy el oxímoron
de «la democracia de los desiguales» donde la equidad se reduce a puro
formalismo y la armonía social es un sueño irracional. Sin embargo, en
la democracia liberal las reglas son la clave del sistema capitalista
pues, a duras penas, responden al interés común, sino que, mediante el
mecanismo de las mayorías, el poder legislativo sigue, en lo
fundamental, la lógica de los intereses de las élites en una sutil
variante del «derecho amigo».
Se trata del secreto, a voces, mejor
guardado del siglo XX, pese a que la jurisprudencia del derecho positivo
está plagada de numerosos ejemplos de esta praxis en todas las ramas
del derecho –tanto en España como en el resto de países occidentales–,
solo varía la intensidad y la forma. Un positivismo que con la
globalización ha transferido, de facto, el poder legislativo nacional a
la soberanía de los grandes fondos de inversión internacionales mediante
la dinámica de los numerosos tratados internacionales que aseguran los
intereses globalizados de las grandes corporaciones económicas (4). No
obstante, el ejemplo más lacerante de esta realidad es la modificación
exprés en 2011 del art. 135 de la Constitución Española para proteger
los intereses de la banca alemana y europea.
En todo occidente los
grandes inversores no solo controlan la economía, sino también el orden
jurídico. O lo que es lo mismo; la soberanía del inversor corporativo
triunfa sobre la soberanía nacional. Consecuentemente, la
justicia «positiva», fundamentada en reglas, está también urbanizada con
gran diversidad de lagunas y ambigüedades, a la vez que embellecida con
leyes placebo y otras bromas togadas. Con el neoliberalismo la justicia
asume la función del cancerbero encargado de asegurar el estatus
quo del capitalismo como único orden social posible, o lo que es lo
mismo; sin alternativa. No en vano; «El derecho no es un simple
complemento, como consideran algunos, sino el núcleo mismo de la
riqueza» (5). Consecuentemente no es, pues, la economía; es el derecho
lo que conforma el núcleo eficiente de la doctrina neoliberal. Si
bien «resulta cuando menos paradójico que, siendo el capital la piedra
angular de nuestro sistema, desconocemos las características más básicas
que permiten y promueven tal acumulación de riqueza y de
desigualdad» (6).
El laboratorio neoliberal de la Unión Europea para sostén del capital
Es
por esta razón que en el marco de la denominada «guerra fría» entre
capitalismo y comunismo, el ideario liberal asume el estandarte de
guerra ideológica contra toda clase de valores colectivos, cobrándose su
primera víctima en la socialdemocracia europea. Así, pues, la lógica
neoliberal se imbrica en instituciones y gobiernos como un credo
antikeynesiano; o lo que es lo mismo; una doctrina favorable a las
restricciones tanto a la acción del Estado –a la que tildan de
intervencionismo–, como al alcance de la democracia mediante la
austeridad en el gasto público; o ajuste presupuestario. Y todo en favor
del orden competitivo del mercado y la protección de la sociedad de los
empresarios (7). En la misma línea, un reciente libro de Thomas
Biebricher publicado por la Universidad norteamericana de Stanford
señala a la Unión Europea como el laboratorio más avanzado de las formas
políticas neoliberales. (8)
Sin embargo, Biebricher en su libro
sobre «Teoría Política del Neoliberalismo» señala «la sorprendente
incapacidad del pensamiento neoliberal para teorizar una política de
reforma neoliberal, al menos no sin violar los mismos supuestos que
subyacen a sus propios análisis y críticas de las deficiencias de la
política democrática» (9).Biebricher resalta aquí la paradoja general de
que el neoliberalismo, si bien carece de relato coherente, muestra una
extraordinaria eficacia en la implantación de sus ideas urbi et orbe.
Quizás
la virtud principal de esa eficacia desarrollada en los últimos
decenios del siglo XX sea la de haber transformado el clásico eslogan de
Margaret Thatcher «There is no alternative» (No hay Alternativa), en
materia de fe en el siglo XXI. Fe que deviene incomprensible a la luz de
las crisis económicas, por cuanto éstas muestran diáfanamente la
incongruencia de que, lejos de ser antiestatales, los neoliberales ven
el Estado como el instrumento de garantía para la defensa a ultranza del
orden capitalista; y no tienen reparo alguno en el desarrollo de
generosas políticas monetarias para sostén del capital financiero y
accionarial cada vez que el sistema capitalista colapsa. No importa la
enorme masa de damnificados y perdedores que, en proporciones
desconcertantes, causan las crisis. Lo realmente paradójico es que es
entonces cuando los intereses del capital se elevan públicamente a
interés general, transformando la deuda privada en deuda pública, para
que las élites sigan haciendo caja con la bendición de los Bancos
Centrales. Ciertamente ¡No hay alternativa!… ¡¡¡para el capital!!!
El socialismo neoliberal de la realidad compartida
Quizás
una explicación a este fenómeno social de subordinación masiva a la
doctrina neoliberal se encuentre en el hecho de que frente al empuje
neoliberal en la crisis del petróleo del año 1973 –que puso fin al
periodo conocido como «los treinta gloriosos», 1945–1973, o «el boom de
la posguerra»–, la socialdemocracia no supo defender, con eficacia, ni
las ideas keynesianas, ni los equilibrios básicos de un Estado
democrático del bienestar. Así mientras Thatcher arrasaba en Inglaterra a
los sindicatos del carbón declarando ilegal la huelga de 1984 (10), las
socialdemocracias escandinavas balbuceaban tímidamente con la
democracia económica incorporando a los representantes de los
trabajadores en los consejos de administración de las empresas.
No
obstante, el intento no tuvo mayor impacto toda vez que el laborismo
inglés terminó sucumbiendo a las principales tesis económicas del
neoliberalismo thatcheriano; –competitividad y libre mercado–,
integrándolas en la conocida como «tercera vía» de Tony Blair (11). Sin
embargo, no deja de sorprender que laboristas y socialdemócratas
europeos terminaran aceptando no solo el postulado thatcheriano de
que «la sociedad no existe», sino que además se sumaran pasivamente al
programa neoliberal de cambiar el concepto mismo de vida social borrando
toda idea de lo común. Incluso desde el punto de vista jurídico hay
constitucionalistas que ven hoy la esfera social como una «realidad
compartida» entre individuos.
Esa pasividad de la izquierda europea
en la tolerancia de la denominada «democracia liberal» –la creación
maestra del fundamentalismo neoliberal del siglo XXI–, hay que
conectarla directamente tanto con las facultades de derecho, como con
los propios órganos parlamentarios legislativos. Así, la idea de un
individualismo mecanicista –sin más vínculos reconocidos jurídicamente
que los transaccionales (contratos) y patrimoniales (propiedades)–, es
la piedra angular del neoliberalismo que penetra instituciones,
gobiernos y partidos como pauta evidente de sentido común.
En ningún
momento la izquierda occidental –europea, norteamericana, o
latinoamericana–, ha criticado a fondo los postulados del positivismo
jurídico, ni planteado revisión alguna de sus fundamentos en orden a
formular un ordenamiento jurídico neutral, alejado de la peregrina
visión de la sociedad como un taller mecánico propiedad de la élite. Un
ordenamiento, en definitiva, regido más por un principio de equidad
integradora que reconozca la amplia gama de vínculos que rigen la vida
en común, y se fundamente, también, en el equilibrio armónico del
conjunto social vinculado (12). Y todo sin darle prioridad alguna a la
protección de los intereses en juego en la competencia entre desiguales.
Consecuentemente, sin poner fin al positivismo jurídico es imposible
siquiera modificar el capitalismo. ¡¡¡No hay alternativa!!!… ni para la
sociedad humana, ni para el planeta. (13)
La toxicidad letal del derecho positivo de la desigualdad y la nueva tribu de jíbaros
No
importa cuantas alarmas estén ya activadas, ni cuantos informes haya
sobre amenazas de catástrofes sociales o naturales. Ni siquiera importa
el descubrimiento de una energía limpia y gratuita. Si nuestro Derecho
sigue defendiendo el imperio de la desigualdad y la primacía de la
propiedad privada sobre el interés general, la lógica capitalista
acabará irremediablemente con el planeta.
La ficción histórica de la
separación de poderes mantiene vigoroso el juego trilero de la política
en el que izquierdas y derechas se alternan en un profesionalismo de
élites del cambio para que todo siga igual. La lógica del mercantilismo
liberal lejos de palidecer se refuerza constantemente pese a que la
estructura institucional, y su sistema de gobernanza, carecen de rumbo y
empiezan a mostrar signos preocupantes de deterioro consecuencia de
muchos factores. Entre estos factores destaca su cambio de sentido, una
burocratización irracional, una eficacia fluctuante y grandes bolsas de
inoperatividad frente a las graves crisis económicas sanitarias y
medioambientales.
En este ambiente tóxico, el lenguaje político
desvanece su certeza en una niebla espesa de jeroglíficos sintagmáticos y
algoritmos retóricos convertida en el gran teatro de las tragicomedias
trileras de conveniencia. En el reparto de papeles, los medios de
comunicación asumen la función de amplíar y mantener densa la niebla
como parte fundamental de su negocio convirtiendo las noticias en una
dimensión más del entretenimiento donde el reduccionismo de la realidad
acompaña a la jibarización de sus seguidores.
La IDA de Madrid y el Júpiter de Francia; il faut s’adapter
En
este orden de cosas se impone la idea de que los derechos sindicales,
la justicia social, los impuestos progresivos, los servicios públicos,
etc. son delirios colectivistas que constituyen rigideces del mercado y
que, por tanto, deben limitarse y preferiblemente eliminarse. Madrid es
un ejemplo extremo de este discurso que en Francia se abre paso bajo la
idea de Macron de modernizar y liberalizar el país pese a que las
fuertes protestas callejeras de los chalecos amarillos y otros
colectivos se oponen continuamente a la ideología de la competitividad y
el libre mercado.
Júpiter, como Macron gusta llamarse a sí mismo,
rompió con la izquierda reformista francesa cuando bajó
considerablemente los impuestos a los accionistas e inversores, al mismo
tiempo que reducía los derechos sociales, bajaba las ayudas a la
vivienda y recortaba las pensiones. Pero Macron, al igual que Thatcher,
combate también a los movimientos sindicales bajo la convicción de que
el capital es la única verdad real, y toda alternativa al neoliberalismo
la define como «populismo».
Llegados a este punto, la pregunta vuelve
al centro del debate; ¿cómo es posible que poblaciones, asombrosamente
mayoritarias, asuman su subordinación a unas élites tan
sorprendentemente minoritarias?
Una respuesta obvia es que a
diferencia del «pueblo», las élites detentan el control histórico de los
poderes legislativo y coercitivo; policía y ejército. Sin embargo,
durante los últimos 50 años el éxito del neoliberalismo como corriente
de pensamiento se ha visto reforzado por la aceptación generalizada de
su lógica por gran parte del mundo, a excepción de unos pocos países,
entre los que destaca China. En todo caso, la globalización de esta
doctrina se ha efectuado sobre la transferencia de las ideas de Darwin
al campo de la economía competitiva, mezclando las ideas de progreso y
evolución social con el realismo del capital inversor. Así, el
capitalista empresario, rico, es considerado como el «Big Man» con
capacidad para crear empresa, dar trabajo y pagar salarios.
Pero si
el capital es la verdad, los flujos de capital son la realidad. Esta es,
al menos una de las tesis que desarrolla Barbara Stiegler (14) en su
ensayo publicado en 2019 «Il faut s’adapter» (Es necesario
adaptarse) (15). Stiegler enfrenta la vieja tesis de Walter Lippmann
sobre un modelo psudodarwiniano que marca la dirección de la evolución
social en la sociedad del mercado y la competencia. Según Lippmann el
imaginario de la masa de individuos se encuentra anquilosado en la vieja
sociedad estática que gravita en torno a ideas como la igualdad, la
justicia social o el control de los excesos. Se trata de un imaginario
atrasado e inadecuado porque ignora «los flujos»; ignoran la realidad.
Razón por la que la democracia obstaculiza el progreso y debe ser
sustituida por la regla de los expertos. El razonamiento podría parecer
sensato en el siglo XX, si no se tiene en cuenta el hecho de que son los
expertos los que han llevado al planeta a la comprometida situación del
siglo XXI.
El determinismo evolutivo y la dictadura de la adaptabilidad
No
obstante, la idea de progreso está todavía impregnada en el imaginario
occidental de un determinismo evolutivo en la secuencia de más riqueza,
más especialización, más tecnología, más división del trabajo, más
globalización y una vida humana totalmente absorbida por la dinámica del
mercado y la competencia. Ni siquiera la pandemia del Covid, o las
amenazas del cambio climático tienen fuerza suficiente para frenar la
inercia de este determinismo evolutivo neoliberal de crecimiento
perpetuo.
En su libro Stiegler denuncia lo que denomina «la dictadura
de la adaptabilidad» a este determinismo evolutivo ya que el principal
problema del neoliberalismo es la exigencia de adaptación pragmática de
los individuos a los nuevos entornos resultantes de los cambios
industriales y tecnológicos generados por la dinámica del mercado y su
desarrollo tecnológico. La autora defiende la tesis de que el modelo
neoliberal fundamentado en «reglas del juego» (16) que organizan las
interacciones de los individuos, requiere algo más que el control
legislativo a los efectos de conseguir una verdadera «acción
social» (17) neoliberal en la línea evolutiva de producir individuos
plenamente adaptados al juego de la competitividad en los mercados. O lo
que es lo mismo; individuos eficazmente formados y con el máximo grado
de productividad. El problema serio es que el progreso de la desigualdad
es cada vez más excluyente generando preocupantes cifras de individuos
plenamente inadaptables.
El ensayo de Stiegler trasciende el análisis
de las originarias ideas de Lippmann y del pragmático John Dewey en el
entorno de principios del siglo XX para mostrar en la segunda década del
siglo XXI que el proyecto neoliberal es plenamente intervencionista más
allá del mero ordenamiento jurídico, pues reorienta y estructura los
entornos sociales e institucionales a los efectos de generar las
individualidades adecuadas a cada momento tecnológico para la generación
de beneficios. O lo que es lo mismo: ¡¡¡sin negocio no hay nada; solo
el abismo del vacío!!!
El capital es la verdad… constitucional.
El
Estado se convierte así en el principal instrumento neoliberal capaz de
reorientar las instituciones en la dirección necesaria. Su
aprovechamiento varía según las características internas de cada Estado.
Si bien es fácil observar que todos los sistemas públicos de formación
están reorientados en la dirección de la capacitación laboral. Los
sistema públicos sanitarios se conciben como empresas de servicios bajo
lógica mercantil antikeynesiana, la producción de vacunas Covid es solo
un ejemplo. La justicia se concibe como un sistema bunkerizado
(soberano), en sus aspectos más relevantes, para servicio y protección
del estatus quo. El sistema militar, también; tan solo hay que mirar las
cuentas de resultados de todas las guerras desde Vietnam hasta
Afganistan, así como los presupuestos astronómicos de los ministerios de
defensa. Y así sucesivamente con todas las instituciones del Estado. No
deviene, pues, irracional pensar que; ¡¡¡El capital es la verdad!!!
Tan
verdad que ya se habla en las facultades de derecho españolas de
la «Constitución económica» separada de la «Constitución política».
Reaparece ahora la vieja idea del ordoliberalismo alemán que veía la
necesidad de separar el orden político del orden económico. En la
Constitución Española de 1978, algunos juristas acostumbran a extraer
los artículos que afectan al Derecho Mercantil para agruparlos bajo la
denominación de «Constitución económica». Otros la amplían añadiendo
aquellos que afectan al trabajo y al consumo. En cualquier caso el
Tribunal Constitucional reconoce en sentencia de 1982 el concepto de
Constitución Económica ligado al Título VII de la Constitución de 1978,
(18) donde en su art. 128.1 se afirma algo tan eufemísticamente lírico
como que; «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual
fuere su titularidad está subordinada al interés general.» Precepto tan
cierto como inútil si como «interés general» se entiende el interés del
capital. Otra cosa muy distinta es si el «interés general» cambia de
criterio.
En cualquier caso un reciente artículo de mayo 2021 (19) va
más allá del criterio de independencia de los Bancos Centrales y
defiende «la desvinculación conceptual de las Constituciones económica y
política, lo que implica aceptar una separación funcional entre el
mercado y la política.» Seguidamente Daniela Dobre, investigadora
predoctoral de la Universidad de Granada, afirma que; «Alcanzar un
equilibrio entre el principio democrático y el mercado libre representa
uno de los retos más importantes del Derecho constitucional en la
actualidad.» (20) Equilibrio que la autora fija claramente en el resumen
inicial señalando «…dos posibles funciones de la Constitución
económica, definidas como efectos de la regulación jurídica: la función
constitutiva (reconocimiento del mercado como herramienta de protección
de la libertad económica en sentido estricto) y la función potenciadora
(garantía de la libertad económica sustantiva y su armonización con el
resto de vertientes de la libertad humana).»
Llegados a este punto,
la pregunta vuelve al centro del debate; ¿cómo es posible que
poblaciones, asombrosamente mayoritarias, asuman su subordinación a unas
élites tan sorprendentemente minoritarias? O lo que es lo mismo;
¿Estamos ya tan adaptados al neoliberalismo que somos las propias masas
de subordinados los que en realidad sostenemos las élites minoritarias?
NOTAS:
(1).-
Ver; https://www.jacobinmag.com/2016/07/david-harvey-neoliberalism-capitalism-labor-crisis-resistance/ Ver
también: David Harvey, Breve historia del neoliberalismo. Akal, 2007.
(2).-
Ver; https://www.xataka.com/empresas-y-economia/a-china-nadie-se-le-sube-a-chepa-asi-como-estan-parando-pies-a-sus-gigantes-tecnologia-distracciones?utm_source=recommended&utm_medium=DAILYNEWSLETTER&utm_content=recommended6&utm_campaign=20_Aug_2021+Xataka
(3).- Ver; https://www.jacobinmag.com/2016/07/david-harvey-neoliberalism-capitalism-labor-crisis-resistance/
(4).- «La
ofensiva contra la democracia representativa se culmina con la apuesta
por una justicia privatizada en defensa de la constitución económica
global. Esta nueva legalidad, además de alterar el procedimiento de toma
de decisiones, precisa también de un sistema judicial ad hoc, de parte.
De esta manera, al igual que los acuerdos bilaterales firmados en las
últimas décadas, ahora todos los tratados de nueva generación incorporan
un capítulo o hacen explícita referencia a la protección de las
inversiones. Se aboga así por implantar a escala global una serie de
tribunales privados de arbitraje, con mayor capacidad jurídica que la
propia justicia pública.» Fernández, Gonzalo (2018) Mercado o
democracia. Los tratados comerciales en el capitalismo del siglo XXI,
Barcelona: Icaria. Pág. 108
(5).- Las palabras son de Katharina
Pistor, profesora de derecho de la Universidad de Columbia y directora
del Center on Global Legal Transformation de la misma institución,
autora del libro The Code of Capital (Princeton University Press, 2019).
La cita está extraída de la entrevista realizada por Hernán Garcés
publicada el 19 de sep. 2019:
https://www.eldiario.es/alternativaseconomicas/concentracion-riqueza-aumento-desigualdad-derecho_132_1351846.html
(6) ibid.
(7).- Ver https://www.jacobinmag.com/2016/06/keynes-roosevelt-fdr-depression-inflation-imf-world-bank/
En
todo caso, no hay que perder de vista que la idea de «Estado
mínimo» neoliberal se basa en una visión instrumentalista del Estado,
fundamentada en un poder judicial y un poder coercitivo –policía y
ejército–, cuya función principal es la protección y defensa de los
intereses del capital, mientras que la función de gobierno e
instituciones se limita a una función de agencia encargada de las
labores de gestión diaria de las necesidades del mercado.
(8).- Thomas Biebricher, The political theory of neoliberalism. Stanford University Press, 2018
(9).- T. Biebricher, The political theory of neoliberalism, p. 31.
(10).- Ver Selina Todd, El pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010) (Akal, Madrid, 2018).
(11).- https://www.sinpermiso.info/textos/el-pueblode-selina-todd-un-libro-de-historia-para-pensar-hoy-la-clase-obrera
(12).-
La idea kantiana de que «la libertad de cada uno sea compatible con la
de los demás» fundamenta no solo la doctrina positivista de Hans Kelsen,
sino también la de John Rawls en su libro de 1993 «El liberalismo
político». Rawls traduce la idea kantiana de compatibilidad en derechos
básicos iguales para todos, fijando la idea de equidad en el formalismo
abstracto de la «igualdad de oportunidades» para justificar a
continuación las desigualdades mediante lo que denomina «principio de la
diferencia», que no es otra cosa que la ilusión moral de la economía de
goteo. Es decir: que un mayor beneficio privado resulta justo a
condición de que también se beneficien con la ganancia aquellos que
obtienen menos. Sin embargo, inversión y fiscalidad no resuelven el
problema fundamental del capitalismo en su intento de conciliar libertad
e igualdad en un contexto democrático. Así, la creciente desigualdad
inherente al desarrollo del capitalismo bajo el impulso de las
tecnologías, expulsa cada vez más personas del sistema que dejan de ser
sujetos libres, y dueños de su propia vida, para convertirse en objetos
de carga sin vínculo alguno con la sociedad. Incluso urbanísticamente
los excluidos tienden a compartir realidad en las ciudades con otros
excluidos en zonas muy determinadas, a los efectos centrífugos de que no
pueden compartir realidad con los «incluidos». Y solo a los efectos de
supervivencia hay excluidos que pueden percibir, como derecho, un
subsidio limitado, nunca un vínculo de integración. Otros subsisten de
la caridad contingente.
(13).- Ver; https://www.eldiario.es/theguardian/Atrevete-dar-muerto-capitalismo-mate_0_892411706.html
(14).-https://fr.wikipedia.org/wiki/Barbara_Stiegler#S’adapter,_un_credo_n%C3%A9olib%C3%A9ral
(15).- Barbara Stiegler, «Il faut s’adapter». Sur un nouvel impératif politique, Paris, Gallimard, coll. «NRF Essais», 2019.
(16).- Ibid, pág. 209.
(17).- Ibid, pág. 230.
(18).- Ver; https://app.congreso.es/consti/constitucion/indice/titulos/articulos.jsp?ini=128&tipo=2
(19).- Ver http://www.revistasmarcialpons.es/revistaderechopublico/article/view/573/580
(20).- Ibid, apartado 4. Conclusiones.
Blog del autor: https://lacalledecordoba21.blogspot.com/2021/08/fe-y-progreso-en-la-democracia-de-los.html
Fuentes: Rebelión