El silencio no es salud. Acerca de la palabra como herramienta liberadora
La salud mental de una población es más que un listado de sintomatología psiquiátrica. Esto último, en definitiva, no deja de ser un mecanismo ideológico de control social que determina quién está sano y quién enfermo en términos de conductas psicológicas. Este tipo de problemas no se soluciona silenciándolos (con farmacología o con balas). La única opción para encontrarle salida y poder procesar tanto dolor, es hablando. Hablar de lo sucedido, encontrarle sentido, poder procesarlo simbólicamente. Si no se habla de estas historias (personales, subjetivas o colectivas), el malestar no se va, regresa siempre. Lo psicológico-cultural que está reprimido retorna siempre, en la forma de síntoma incomprensible. Por tanto, si algo debe hacerse en nombre de la salud mental, es no silenciar los problemas sino hablarlos.
Por Marcelo Colussi
“Que no se quede callado quien quiera vivir feliz”. Atahualpa Yupanqui
I
La Psiquiatría clásica, manicomial en su esencia, se mueve básicamente como una “policía” de la moral dominante. En otros términos: es la encargada de certificar quién está loco y quién no lo está, no para curarlo –como hacen sus primas hermanas, las otras especialidades médicas– sino para aislarlo. En su ejercicio se transparenta de un modo evidente la ideología en juego: existe una tabla de “normalidad” de la que la Psiquiatría se hace cargo, determinando –con presunto rigor científico– quién entra en esa categoría, y quién no. Por cierto, la misma noción de “locura” es ya eminentemente ideológica: se emparenta con locus, (“lugar” en latín –recuérdese la expresión loc. cit. que aparece en las citas bibliográficas: loco citato, en el “lugar” citado). ¿Qué es la locura entonces?: el lugar de marginalidad que confiere la sociedad. Nadie nace loco; la sociedad “hace” sus locos (Mannoni: 1976).
¿Quién es loco? Es una cuestión ideológica y no de orden clínico. Desde los primeros asilos psiquiátricos de la historia, en el siglo XVIII en Inglaterra y Francia, puede verse ese amplísimo abanico de “cosas raras”, “anormales”, que se amontonan en los manicomios. Thénon, citado por Michel Foucault, así describe el Hospital Psiquiátrico de La Salpetriêre, a la sazón el más grande de Europa por aquel entonces: “Acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.”. (Foucault: 1967).
Cualquier cosa puede caer bajo el concepto de “locura”. Lo raro, lo alternativo, lo que rompe con la normalidad establecida, es loco. Las Madres de Plaza de Mayo, en Argentina, fueron llamadas las “Locas de Plaza de Mayo” por los militares represores. Y también puede haberlo sido cualquier creador que se adelantara a su tiempo, cualquier “anormal”. En la Edad Media europea, de hecho, cualquier signo de rareza se pagaba con la hoguera. En síntesis: la visión psiquiátrica clásica que establece “sanos” y “enfermos” según un modelo taxonómico biomédico, no sirve para entender –mucho menos para actuar– en la sociedad. Puede tranquilizar a la moral “normal” (encerrando en el loquero cualquier expresión de disfuncionalidad, y engrosando las cuentas de las farmacéuticas que venden cantidades industriales de psicofármacos), pero eso no nos alcanza para entender la dinámica real de las relaciones humanas. Quienes están leyendo este texto no estamos encerrados en el psiquiátrico: ergo, somos “normales”. ¿Es suficiente ese criterio?
La cuestión es más compleja. El campo de la salud mental fue revolucionado a principios del siglo XX por la entrada en escena de una nueva teoría y una nueva forma de entender y actuar con el sujeto humano. Con la aparición del psicoanálisis de la mano de Sigmund Freud –revolucionaria, subversiva ruptura teórica, tanto como el marxismo en otro campo– se abre una nueva dimensión. A partir de esta novedosa visión del sujeto humano cae la idea de “sano” versus “enfermo”. Todos, estructuralmente, estamos cortados por la misma tijera, y el delirio de un esquizofrénico, en sustancia, no es distinto del síntoma de cada uno de los “normales” que sigue leyendo el presente texto ahora y aún no se aburrió. ¿Quién no presenta formaciones sintomáticas, inhibiciones, momentos de ansiedad? ¿Estamos todos locos entonces? o, con más precisión: es evidente que debe refundarse la noción de salud mental.
Esa nueva visión del sujeto, inconsciente mediante, permite ver que la palabra es la esencia misma de nuestra conformación como sujetos. Somos sujetos de la palabra, del orden simbólico. Hablar, codificar, simbolizar es lo que nos hace humanos. ¡Y es lo único que nos puede servir para entender y procesar la “locura”, el malestar anímico! Conclusión: hay que perderle el miedo a hablar. ¡¡No existen las “malas” palabras!!
“Las palabras son, en efecto el instrumento esencial del tratamiento anímico”, dirá Freud refiriéndose al método de trabajo que está iniciando en los albores del siglo XX (1991). “El psiquiatra tradicional [e igualmente la psicología de la consciencia] dispone de un saber concebido de acuerdo con el modelo del saber médico: sabe lo que es la “enfermedad” de sus pacientes. Se considera, en cambio, que el paciente nada sabe de ello. (…) La actitud psicoanalítica no hace del saber un monopolio del analista. El analista, por el contrario, presta atención a la verdad que se desprende del discurso (Mannoni: 1976). Agregará Lacan: “El neurótico es un enfermo que se trata con la palabra, sobre todo con la suya. Debe hablar, contar, explicar él mismo. Freud lo define así: “asunción de parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro” (Lacan: 1971).
II
Durante la última sangrienta dictadura militar en Argentina, cuando arreciaban las protestas por las desapariciones forzadas de personas, además del descenso en el nivel económico de la población con los planes neoliberales, el gobierno de turno promovió una infame campaña publicitaria en los medios audiovisuales. La misma consistía en mostrar diversas imágenes asociadas a ruidos enloquecedores: un martillo hidráulico, un bebé llorando, una sirena de ambulancia. El efecto que las mismas lograban era de desesperación. El ruido prolongado se torna insoportable, eso no es ninguna novedad. Luego de esas imágenes, aparecía el rostro de una enfermera pidiendo silencio (ícono ya universalizado, llamando a la calma en cualquier hospital); y sobre su cara, la leyenda: “El silencio es salud”. El mensaje estaba claro: mejor callarse la boca, no hablar, no levantar la voz por los desaparecidos que día a día enlutaban el país. Era una invitación al silencio. 30,000 desaparecidos durante los años de la dictadura convirtieron a la Argentina en el segundo país de Latinoamérica en ese oprobioso “mérito”, detrás de Guatemala, que detenta la mayor cantidad de desapariciones forzadas (Villagrán: 2004). De eso no debía hablarse. El silencio ¿era salud?
Desde la ciencia psicológica, desde la promoción de los derechos humanos y desde una perspectiva política crítica debemos decir exactamente lo contrario: ¡¡el silencio no es salud!! Si algo puede haber sano ante las injusticias no es, precisamente, quedarse callado. Es su antítesis: ¡¡es hablar!! (reléanse los tres epígrafes).
La palabra es un instrumento de salud. La salud mental, en definitiva, es poder hablar, tomar la palabra, no dejar nada oculto. La basura puesta debajo de la alfombra no es solución: ahí queda. Lo escondido, aunque se lo intente desaparecer, sigue estando. Lo reprimido siempre retorna.
Esta es una verdad de la psicología clínica, del psicoanálisis, y también puede constatarse en la dinámica social, colectiva. Fenómenos “¿enfermizos?” como la niñez de la calle, las maras, la violencia de género, las adicciones, la marginalidad en su sentido más amplio, deben ser leídos como síntomas sociales. Matar a todos los mareros, por ejemplo, no terminaría jamás con el problema de las maras, porque la existencia de jóvenes integrados a pandillas es un síntoma, una expresión puntual de causas que actúan invisibilizadamente (pobreza, exclusión, familias disfuncionales, cultura de violencia reinante, etc.). Después de la mega-cárcel de El Salvador, con 40,000 pandilleros detenidos custodiados por 600 soldados y 250 policías, ¿se habrá solucionado el problema de base de ese país por el que alrededor de un 20% de su población tuvo que marchar como migrante irregular a Estados Unidos y por el que infinidad de jóvenes se integran a las maras ante la falta de perspectiva social? Los síntomas hablan de otra cosa más allá de ellos mismos, de otra escena, de razones profundas, que es lo que hay que investigar y sobre lo que realmente se debe actuar.
III
La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, deja secuelas tanto físicas como psicológicas, así como una inscripción con valor social que toca al colectivo.
Si bien el concepto de “violencia” es muy amplio, en términos generales debe entendérsela como un agente externo que agrede a quien la padece. En esta perspectiva se apunta como violencia cualquier ataque a la integridad del sujeto: desde un desastre natural o un accidente grave a la guerra, el maltrato intrafamiliar, el abuso sexual o la violencia política. Las consecuencias que trae esa agresión varían de acuerdo a la constitución personal del sujeto que la experimenta y del contexto en que se da. Pero siempre, en mayor o menor medida, padecer un hecho violento deja marcas.
En la experiencia clínica esa afrenta se denomina “trauma”:
“Acontecimiento de la vida de un sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto para responder adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica. Ese trauma se caracteriza por un aflujo de excitaciones excesivo en relación con la tolerancia del sujeto y su incapacidad de controlarlo”. (Laplanche y Pontalis: 1971).
Muchas veces el padecimiento de un hecho violento produce un cuadro clínico específico llamado “neurosis traumática”:
“Tipo de neurosis en la que los síntomas aparecen consecutivamente a un choque emotivo, generalmente ligado a una situación en la que el sujeto ha sentido amenazada su vida”. (Ídem)
Los efectos psicológicos de la violencia son variados: puede encontrarse miedo, angustia, desorganización o desestructuración de la personalidad, sintomatología psicosomática. En algún caso puede desencadenarse una reacción psicótica, suicidio incluido.
La salud mental de un sujeto o de una comunidad es un índice particularmente significativo de su calidad de vida. Quien vive aterrado, atemorizado, quien no puede hablar de sí, de sus problemas, vive mal. Todo aquel que ha padecido ataques a su integridad arrastra una carga difícil de sobrellevar, y en muchos casos manifiesta trastornos clínicos, pasajeros o, en la mayoría de los casos, permanentes.
IV
Diferentes investigaciones con poblaciones que estuvieron sometidas a hechos violentos (mujeres violadas, sujetos que vivieron en guerra –como civil o como combatiente–, desplazados de sus regiones de origen, perseguidos políticos, comunidades víctimas de la discriminación étnico-racial) dan cuenta que entre un 25 y un 50% de sus integrantes evidencian síntomas de disfuncionalidad (lo que algunos llaman estrés post-traumático). Gente que sufre, que vive mal; poblaciones completas que padecen aflicciones ligadas a un hecho traumático –y traumatizante–. Todo esto deteriora la posibilidad de desarrollo y plena realización.
Un método adecuado para devolver la salud deteriorada es propiciar la palabra ahí donde hay silencio y olvido. La palabra, en ese sentido, es liberadora.
Cuando las excitaciones se tornan inmanejables, cuando se supera la tolerancia, hay una ruptura en el equilibrio psicológico. El “aparato psíquico” (tomando una vieja idea freudiana), cuya función es mantener la constancia del sujeto, hace síntoma, siendo éste el intento de defenderse de esa carga excesiva. Solamente rastreando la historia que llevó a esa situación, poniendo en palabras y recuperando el tejido donde aparece el “cuerpo extraño” desestabilizador, así se puede reparar el daño ocasionado a la organización psicológica. Hablar sobre el hecho traumático, desenmascararlo, recuperar la historia que quedó elidida tras él; en otros términos, buscar la verdad en el más puro sentido de los griegos clásicos: alétheia –des-ocultamiento–, ese es el método psicoterapéutico que puede ayudar a superar el trastorno ocasionado por esa conmoción.
¿Por qué la palabra es terapéutica? Al hablar, y más aún, dado cierto ámbito que favorece una situación de intimidad, el sujeto afectado puede des-ocultar, puede saber algo que, inconscientemente, prefiere ignorar. Y que muchas veces prefiere tapar con subterfugios: alcohol, drogas, religiones, negación maníaca. El hecho traumático es displacentero; la dinámica intrapsíquica tiende a desconocerlo para evitarse angustia. La neurosis traumática es una construcción que intenta mantener a raya la aparición de ansiedad ligada a ese hecho perturbador; pero en su intento consume una enorme cantidad de energía y desvía al sujeto de la posibilidad de gozar más plenamente su vida. La palabra que reconstruye la trama significativa en que aparece el trauma puede reencauzar esa energía destinada a olvidarlo (olvido que es siempre parcial: lo reprimido retorna como síntoma). Así, hablando, se accede a una verdad que, aunque dolorosa, posiciona más sanamente al sujeto. Si el pus de la herida se deja, no se retira, todo tiende a ir peor: infección complicada en puerta, quizá septicemia, riego de muerte. Vivir soportando los traumas no mata…, físicamente. Pero mata de otro modo.
La experiencia de trabajo con diversas poblaciones víctimas de algún tipo de violencia enseña que el grupo de pares, de aquellos que sufrieron el mismo padecimiento, es una instancia muy adecuada para desarrollar un abordaje terapéutico. Gente que se une por un problema en común, que busca una respuesta a ese hecho violento compartido; grupo de autoayuda se lo llama. Gente que, hablando sobre su historia, sobre un hecho que los marcó particularmente, puede encontrar alternativas sanas para seguir viviendo.
V
Cualquier expresión de violencia, pero en especial la violencia política, deja profundas y muy especiales marcas en quien la padece; los países de Latinoamérica, lamentablemente, y Guatemala en particular, saben mucho de esto. La herencia sangrienta de estos últimos años sigue viva. Víctimas que no encuentran explicación lógica al por qué un día su vida se vio conmocionada de una forma atroz. La salud mental está estrechamente vinculada a los procesos sociales y organizativos de la comunidad. Terminados los procesos violentos donde tuvieron lugar los hechos traumáticos, la mejor manera (¡la única!) en que la población afectada por ese horror silenciado puede recomponer su salud afectada es iniciando un proceso de revisión y recuperación de su historia dormida, siempre en el marco de hacer justicia. La comunidad juega un papel decisivo en esto. La salud mental, así entendida, no es un campo de acción específico de especialistas –sin dejar de reconocer que los técnicos tienen mucho que aportar al respecto–. Es, ante todo, un derecho humano de la población. No puede haber salud mental, óptima calidad de vida, mientras la gente no pueda decir qué pasó, aclarar el pasado y pedir reparación.
¡El silencio no es salud!
En Guatemala, país en toda Latinoamérica con la mayor cantidad de efectos derivados de su guerra interna (200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, más de 600 masacres de aldeas campesinas, desplazados internos, miedo generalizado) prácticamente no se ha desarrollado una verdadera tarea de reparación de esos daños. El Estado ha brindado una mínima, casi nula atención a todos los efectos derivados de los traumas de guerra. El Programa Nacional de Resarcimiento se cerró ya hace tiempo habiendo solucionado una pequeña parte de lo que debía atender, quedando aún muchísimo por hacer en la materia. Los pocos esfuerzos que se realizaron provinieron de la sociedad civil organizada (organizaciones no gubernamentales), financiada en todos los casos por esfuerzos de la cooperación internacional, todo lo cual no asegura sostenibilidad. Evidentemente, un problema de proporciones nacionales tan enormes no puede atenderse con estos esfuerzos mínimos. Son gotitas en el océano, útiles, pero infinitamente insuficientes.
Hablar de lo que pasó, encontrarle sentido y reparar lo sucedido, es la única manera de construir una sociedad post guerra medianamente pacífica. Por el contrario, lo que vemos es un silencio casi absoluto sobre la cuestión. La impunidad sigue reinando, ahora llevada a todos los planos de la política. El haber dejado sin efecto la sentencia sobre genocidio inculpando a un ícono de la guerra contrainsurgente como fue el general José Efraín Ríos Montt es un mensaje que va en la línea de la propaganda del gobierno militar argentino citado más arriba. Eso, sin ningún lugar a dudas, no construye paz.
Si hay una sociedad “enferma” plagada de violencia, la única manera de enfrentar el problema (¡problema mayúsculo, sin dudas!) es hablando de ello. Deberían ser aleccionadoras las palabras que se encuentran en la puerta de entrada del Pabellón 4 en el Museo del horror de Auschwitz, antiguo campo de concentración nazi: “Quienes olvidan su historia están condenados a repetirla”.
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