350 grados de inseparabilidad. Buenas noticias sobre otras malísimas (del cambio climático)
Autor: Rebecca Solnit
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Fuente: Sin Permiso
Me doy cuenta hoy en día de lo optimistas y positivas que eran las películas de desastres y apocalipsis. ¿Os acordáis de cómo cuando aquellos asteroides gigantes o las naves espaciales de los alienígenas se dirigían directamente hacia la Tierra todo el mundo hacía una piña y actuaba como un solo hombre mientras nos guiaban nuestros líderes? Hoy estamos en una película de ese género, salvo que no hay demasiada unión ni mucho liderazgo por encima del plano de los activistas.
La película se llama "Cambio Climático" y el argumento se puede contar de varias maneras. Una es que los monstruos que se apoderan del planeta se llaman corporaciones, mientras que los líderes que deberían estar protegiéndonos de sus depredaciones ya han sido sojuzgados y están cumpliendo sus órdenes. Pensemos en Chevron, Exxon, Shell y las empresas de carbono como entidades gigantescas que no precisan de agua limpia ni alimentos y que no se preocupan mucho de si tienes tú necesidad de todo ello (como puede verse por la mugrienta ruina de sus zonas de extracción y su propaganda contra la ciencia en la que se cifra nuestra supervivencia). Mis recientes investigaciones sobre desastres convencionales sugieren que el cambio climático, pese a su escala nada convencional, se está desarrollando de forma familiar a partir de las consecuencias de numerosos huracanes y terremotos: las élites dominantes a menudo "guían" creando una segunda ola de destrucción, mientras todos los demás recogemos los trocitos y nos esforzamos todo lo que podemos por hacer lo necesario. Se trata de una película cuya crisis está encima de nosotros y cuya resolución no está a la vista, pero si vamos a salvarnos, yo apostaría por los papeles secundarios que mitigan la crisis y que nos ayudarán a capear los tiempos duros que nos esperan. El día en que se levantaron la Tierra [1] En diciembre pasado, la Cumbre del Clima de Copenhague dio a elegir claramente a los jefes de Estados que supuestamente negociaban un futuro tratado sobre cambio climático entre beneficios a corto plazo para unos pocos y la supervivencia a largo plazo prácticamente de todos y cada uno. Estoy seguro de que recordarán que se decidieron por lo primero. Ustedes, el hielo estival del Ártico, casi la mitad de las especies del a Tierra, las costas de unos cuantos lugares, los glaciares del Glacier National Park, [2] los pájaros de los árboles, las marmotas de las montañas y el futuro a largo plazo de casi todo se vendió por el bien del status quo del mercado, no por parte de todas las naciones pero sí de las más poderosas. No todos los líderes electos nos han fallado. El presidente boliviano, Evo Morales, convocó una cumbre popular sobre el cambio climático que tiene lugar en estos momentos, y los países más amenazados realizaron la heroica labor de enfrentarse a los más poderosos del mundo: la minúscula Tuvalu, [3] que pronto sucumbirá a las olas, le cantó las cuarenta a China, por poner un caso. Gracias a su resistencia y por ello a su insubordinación, Bolivia y Ecuador perdieron la oportunidad de recibir fondos del Departamento de Estado norteamericano para los países pobres que han de prepararse para futuros desastres causados por el cambio climático. Planeta prohibitivo [4] Bill McKibben ofrece otra trama absorbente para esta película de terror en su nuevo libro: Eaarth: Making a Life on a Tough New Planet. [Tieerra: para vivir en un planeta nuevo y duro]. Su premisa no consiste en que llegara algo terrible a la Tierra -- al fin y al cabo, hemos sido los únicos en los últimos 200 años que hemos enviado esos miles de millones de toneladas de carbono a la atmósfera -- sino en que nosotros mismos hemos aterrizado en un planeta nuevo, extraño, desconocido que él llama Tieerra. Pensemos en Forbidden Planet sin Robby el Robot; pensemos en The Tempest sin Ariel ni Próspero. Ya no vivimos en ese planeta amable, cómodo y estable en el que evolucionamos, comienza por decir: "Durante los últimos diez mil años que constituyen la civilización humana, hemos existido en el más dulce de los dulces parajes. La temperatura apenas ha variado; en su media global, se ha movido en el margen más estrecho, entre 58 y 60 grados Fahrenheit [entre 14 y 15 grados centígrados]. Lo bastante cálida para que la capa helada se retirase del centro de nuestros continentes de modo que pudiéramos cultivar cereales, pero lo bastante fría como para que los glaciares de las montañas proporcionaran agua potable y de riego a esas llanuras y valles a lo largo de todo el año; era la temperatura ‘correcta’ para el planeta maravillosamente diverso que nos parece adecuado para nosotros. Y todos los aspectos de nuestra civilización reflejan ese mundo particular. “Construimos nuestras grandes ciudades junto a mares que se han mantenido dóciles y nivelados, o en alturas lo bastante elevadas como para impedir que los mosquitos portadores de enfermedades sobrevivieran al invierno. Refinamos la agricultura que ha hecho aumentar nuestras cifras para aprovechar plenamente ese calor y lluvia previsibles; nuestro arroz, maíz y trigo no pueden tampoco concebir otra tierra. De cuando en cuando, en un lugar u otro, hay una brusca variación de la norma, un huracán, una sequía, una helada. Pero nuestro mismo lenguaje refleja que son algo poco común: tormenta inesperada, perturbaciones”. Y luego comienza a argumentar que este planeta, en el que siempre hemos vivido, ya no existe. Nadie pone los datos en orden mejor que McKibben. Los primeros dos capítulos de Tieerra disponen las pruebas de forma aplastante para mostrar que el cambio no es (pese a la retórica política de la pasada década) una cosa espantosa que caerá sobre nuestros nietos. Sucede aquí y ahora, encima de nosotros. He aquí una muestra de nuestro mundo de hoy: "Un estudio de la NASA de diciembre de 2008 descubrió que el calentamiento [de más de un grado y medio Fahrenheit] bastaba para disparar un aumento del 45% en cumulonimbos (nubes de tormenta) que pueden elevarse cinco millas por encima del nivel del mar, generando ‘supercélulas’ que conllevan torrentes de lluvia y granizo. De hecho, el total global de precipitaciones está aumentando un 1,5% cada década. Las tormentas, mayores, producen en torno a un 6% más de rayos, de acuerdo con Amanda Staudt, científica climatóloga. En un solo día de junio de 2008, los rayos causaron 1.700 incendios en toda California, quemando cerca de un millón de acres [unas 400.000 hectáreas] y estableciendo un nuevo récord en el estado. Estos incendios ardían en una nueva tierra, no en la antigua (...) En agosto de 2009 los científicos informaron de que los rayos se habían multiplicado por veinte, provocando algunos de los primeros incendios vistos en la tundra. “De acuerdo con Mark Serreze, del Centro [el National Sea Ice Data Center] los últimos datos ‘refuerzan la idea de que el hielo ártico se halla en una espiral mortal‘”. Más tarde menciona que un billón [sic] de toneladas de hielo de Groenlandia se fundieron entre 2003 y 2008, una masa de diez veces el tamaño de Manhattan. Alguien apuntó recientemente que la expresión "moverse al ritmo de un glaciar" ya no tiene sentido, no lo tiene ahora que la capa de hielo de Groenlandia se enfrenta y se ve superada por la fuerza de los torrentes de agua del deshielo y el paisaje glacial de las cumbres de los Andes a las Rocosas está cambiando a una velocidad casi cegadora. Pasan cosas extrañas por doquier. Desde que se publicó el libro de McKibben, numerosas fuentes periodísticas han informado de que la isla de dos millas de longitud que Bangladesh e India se habían disputado durante largo tiempo ya no es motivo de desacuerdo. El ascenso de las aguas la ha sumergido. McKibben no cuenta mucho de sí mismo en el libro, salvo algunas anécdotas de Nueva Inglaterra de las que fue testigo este vermontés criado en Massachusetts. Lástima, puesto que él mismo podría protagonizar la película que deberíamos ver, la del discreto autor que, al darse cuenta de que la estupenda labor que cumple escribiendo sobre el cambio climático no consigue despertarnos todo lo que hace falta, decide lanzarse a la labor de activista por todo el mundo. Mr. Smith Goes to Copenhagen.[5] (La gente presta a sugerir que volar es intensivo en carbono debería pensárselo; el mundo no se salvará gracias a acciones virtuosas individuales, sólo mediante acciones colectivas de cambio de tal índole que lleven a China y los Estados Unidos a revisar radicalmente su política energética). En años recientes parece haberse convertido en una de las figuras con las que me he topado ocasionalmente en mi propio activismo: alguien tan lleno de determinación que se convierte en transmisor del cambio, y deja a un lado mucho de lo personal – como el placer y la comodidad – por el bien de la misión. Ha logrado cosas notables. Sobre todo con 350.org. 350 grados de inseparabilidad Una palabra sobre esta cifra, 350. Durante mucho tiempo, cuenta McKibben, la premisa o pretensión era que las partes por millón de carbono atmosférico por las que teníamos que preocuparnos eran 550, el doble de la concentración histórica. Por lo que parece, se trataba también de una cifra aleatoria, fácil de calcular, no demasiado alarmante. No estábamos todavía ni por asomo cerca, razón por la cual podíamos encuadrar el calentamiento global como una cosa terrible que sucedería mucho más adelante: la teoría del cambio climático para los nietos. Luego, los científicos recogieron más datos y consiguieron así una mayor precisión sobre dónde estaba el peligro: en diciembre de 2007, James Hansen, climatólogo de la NASA, anunció en la American Geophysical Union que 350 se acercaba al límite máximo en el que la vida sobre la Tierra tenía posibilidades de continuar tal como la conocemos y nos gusta. Ahora estamos cerca de 390. No hace falta que suba muchas docenas de grados más para que nos asalte el peligro. Tenemos que reducirlo ya y de modo contundente. Imaginemos ese cambio de cifras como pasar de preocuparnos por si la mantequilla en la tostada nos va a obstruir las arterias a largo plazo a preocuparse porque acabamos de tragarnos una dosis de putrefacto lodo industrial y tenemos que empezar a vomitarlo. La crisis tuvo lugar, en realidad, en el pasado y el futuro está sobre nosotros. ”El día en que Jim Hansen anunció esa cifra fue cuando me di cuenta de que no volveríamos a habitar la tierra en la que había nacido ni nada parecido”, escribe McKibben en Tieerra. De modo que fundó junto a otros una organización de activistas, 350.org, con una panda de activistas que había conocido en una campaña sobre cambio climático en Vermont. Ese pequeño equipo demostró algo importante: que podíamos responder a lo que está pasando en nuestro planeta con una velocidad casi proporcional al creciente peligro. El nombre numérico del grupo, con su cristalino objetivo, funcionaba en cualquier idioma imaginable sobre la Tieerra de un modo en que las palabras no habrían podido. Un año después del anuncio de Hansen, McKibben me envió un correo electrónico: "Lo que nos hace falta es un llamamiento, una idea en torno a la cual confluir. Por esa razón organizamos 350.org, y por eso preparamos una intensa jornada global de acciones para el 24 de octubre. Nos hace falta una regla de medida con la cual criticar Copenhague y 350 ppm CO2 es la mejor que vamos a conseguir. Entraña cambios espectaculares y urgentes y acciones que pongan las cosas patas arriba, pero acercándose a ello desde una posición de fuerza, no defensiva. Nuestra esperanza se centra en que un enorme alud mundial el día 24 de octubre establezca un listón para que de fuerza a cualquier acción emprendida en Copenhague”. Funcionó. Sucedió un día [6] Dejemos en este punto dejemos que la película Cambio Climático haga retroceder el objetivo e la cámara, que seguía a nuestro protagonista, para centrarse en una panorámica del espectáculo visual de grupos de todos los tamaños impulsando el número 350 formado con sus cuerpos (y para nuestras conciencias) para que se pudiera fotografiar desde arriba, levantando pancartas en aldeas tribales, patios escolares y plazas urbanas, por doquier, de Madagascar a Eslovaquia. Conmovedor fue el ejemplo de una chica sola de Babilonia, de quien que ya se puede uno imaginar que tenía bastante de lo que preocuparse, y que levantó un cartel con su 350 dibujado a mano para que lo captara un fotógrafo que de algún modo logró hacer llegar la imagen a la organización. (Yo puse mi granito de arena esa jornada, haciendo que unos cuantos escritores --Diane DiPrima, Ariel Dorfman, Barry Lopez – contribuyeran con artículos de 350 palabras que habían escrito para animar a los participantes). Se registraron más de 5.000 acciones en 181 países, que es tanto como decir en la mayoría del mundo. He sondeado a algunos grupos y está claro que hay mucha gente que sabe ya lo que significa el número 350. La acción tuvo su importancia. Las cosas cambiaron. Esa jornada de acciones sumó un instrumento clave a un diálogo que había anteriormente decaído: de pronto la gente corriente, organizadores y funcionarios electos tenían una meta concreta por la que esforzarse y un punto de entrada en la compleja ciencia del cambio climático. Para cuando empezó la conferencia de Copenhague, 112 de los países participantes respaldaba la meta de las 350 ppm, es decir, la mayoría de los presentes, si bien, lástima, las más pobres y menos influyentes. Pese a todo, sólo hicieron falta dos años desde que Hansen propusiera esa cifra como medida de nuestra salud global, una asombrosa adaptación a nuevas ideas. La lista de quienes respaldan 350 empieza por la “A” con Afganistán, que en esta cuestión demuestra ser un país mucho más sensato que los Estados Unidos, y sigue un recorrido en el que figuran la mayoría de los países pobres, naciones isleñas y naciones africanas, hasta llegar a Vietnam, Yemen y Zambia. La lista ofrece una nueva forma de poner en orden el mundo en la que los Estados Unidos se encuentra en el lado malo de la historia, pero también de la ciencia, de la naturaleza y de la supervivencia. Por supuesto, este país siempre es una mezcla: la nación de Jim Crow [7] fue también la nación del boicot de autobuses de Montgomery y el Verano de la Libertad, [8] y la nación de las mayores emisiones climáticas per cápita es también la nación de Hansen, McKibben y multitud de innovadores activistas que ofrecen soluciones prácticas a los problemas que plantea el cambio climático. V de viable [9] La primera parte de Tieerra ofrece lúgubres noticias sobre cómo una especie, la nuestra, rehizo el mundo, de un modo tan radical que se ha convertido en un nuevo planeta turbulento y sorprendentemente inhóspito. Y aquí están las malas noticias: hagamos lo que hagamos, seguirá empeorando, por lo menos durante algún tiempo, aunque depende de cómo actuemos el cuánto peor llegue a ser. Por suerte, la segunda parte del libro de McKibben ofrece una especie de redención y mucho que hacer, y otorga así al libro una figura “V”, si no de victoria, sí de viabilidad: caes tropezando al pozo de las malas noticias y luego subes trepando por el relato de las posibilidades, de aquello a lo que nuestras respuestas deberían parecerse, podrían parecerse, deben parecerse. Y en esto es en lo que difiere este libro en particular de los montones de libros publicados sobre el cambo climático. Si la primera parte es jeremiada científica, la segunda es un manual de lo más práctico. A mi amigo Patrick Reinsborough, del Smart Meme Project, le gusta hablar de la “batalla de la historia en lugar de la historia de la batalla”, de la necesidad de que los activistas presten atención al relato, porque al menos la mitad de cualquier batalla guarda relación con de qué va la historia y quién va a contarla. Si vamos a conseguir llevar a cabo mucho de lo que tenemos por hacer sobre el cambio climático, tendremos que cambiar la historia, no la historia científica sobre las partes por millón y el hollín negro y el metano de la atmósfera, cosas para las que tenemos que encontrar formas de comunicación por encima del ruido ambiental de la negación del cambio climático subvencionada empresarialmente, sino la historia de lo que podríamos hacer respecto a todo ello. Ahora mismo, la historia que todo el mundo tiende a contar, sin que importe cuál sea su postura política sobre el cambio climático, se centra en la renuncia: tendremos que abandonar los automóviles, las viviendas amplias, todos nuestros juguetes y placeres. Es una historia en la que nos volvemos más pobres. Sólo a los santos y ascetas les gusta renunciar a algo. Lo que resulta estimulante de Tieerra es que McKibben nos narra un cuento sorprendentemente distinto. Su versión de la solución nos volvería todos más ricos, aunque no del modo que estamos actualmente acostumbrados a considerar como riqueza. Su visión es una suerte de delicia, al menos si te gusta la democracia participativa, el poder local, la comunidad, la verdadera seguridad y los buenos alimentos. De acuerdo que exige renuncias, pero de cosas que a muchos nos gustaría abandonar, teniendo en cuenta el modo totalmente enajenado en que se centralizan tanto el poder como la producción en lugares remotos y políticamente inaccesibles, de los alimentos producidos en el exterior a las decisiones tomadas en furtivas juntas de administración de empresas multinacionales. Estas cosas son terribles por una serie de razones, pero lo más sobresaliente es que forman parte de la economía convencional intensiva en carbono. Así que deben desaparecer. Tieerra es en realidad un llamamiento extremadamente educado y sutil a la revolución, pero que deja bien claro de qué modo tan diferente hemos de actuar en buen número de cosas elementales. Si todo se cifra en cómo contar una historia, en ese caso McKibben nos cuenta una que hasta ahora no estaba ligada al cambio climático y en la que la vida mejora de maneras que verdaderamente importan. Algo con éxito, y que acaso pueda cambiar el juego. Lo barato es la novedad cara Otro autor, David Kirby, hablaba el otro día en mi radio local, KALW, sobre su libro, Animal Factory, defendiendo que la carne barata resulta en realidad muy cara, si se tiene en cuenta el impacto sobre la salud humana y el medio ambiente. La gripe porcina, que mató a decenas de miles de personas, hizo enfermar a millones en todo el planeta y nos costó mucho en términos de vacunas y tratamientos, se desarrolló probablemente en una de las gigantescas concentraciones animales que hoy en día pasan por granjas y albergan así bacterias resistentes a los antibióticos, lo mismo que concentraciones de contaminación de residuos animales que perjudican directamente a cientos de miles o a millones de personas. “¿Debería tenerse en cuenta ese coste multimilmillonario [en dólares] en el coste de cada chuleta de cerdo que se vende?” pregunta, y añade, “Y de ser así, ¿a cuánto saldría por kilo?”. De la misma forma, el modo de vida norteamericano, --retratado a menudo como la cima de la opulencia – resulta empobrecido de muy diversas maneras. No somos pobres en bienes materiales, de viviendas nuevas a hamburguesas, aunque su calidad sea a menudo dudosa, y el país más opulento que haya visto nunca el mundo produce un volumen ingente de hambre, pobreza, y gente sin techo gracias a la mala distribución de esa riqueza. Hasta para los ricos, la vida cotidiana en Norteamérica se ve a menudo notablemente empobrecida, si se estima en términos de tiempo libre, conectividad social, compromiso político, trabajo que da sentido u otras cosas más difíciles de calibrar que la potencia en caballos de tu motor o los metros cuadrados de tu McMansión. Y esta forma de vida produce el carbono que está substituyendo al planeta en el que evolucionamos por la Tieerra de McKibben, lo que viene a suponer el precio más alto que podríamos pagar, aparte la extinción. El petróleo barato requiere un aparato militar enloquecidamente caro cuyo presupuesto anual asciende casi a lo que el resto de los ejércitos del mundo juntos, una política exterior demencial, y en la última década, numerosas matanzas en Oriente Medio. Impulsa asimismo la destrucción de casi todo por medio del cambio climático, un coste tan terrible que la palabra “inasequible” ni se acerca a describirlo. “Inimaginable” tal vez podría, salvo que el fondo de todos los datos y proyecciones de datos consiste en imaginarlo con tal claridad que podamos reaccionar ante ello. La visión de McKibben de un mundo en el que podamos sobrevivir y hasta llevar una vida decente nos ofrece una producción alimentaria y energética descentralizadas. ¡Adios a las megacorporaciones! (si bien, al contrario que yo, él es bastante educado respecto a su influencia en nuestra sociedad y el medio ambiente). El modo de hacer las cosas que sugiere – la visión de una alternativa al capitalismo que conocemos – podría ser flexible, adaptado a las peculiaridades de las regiones, y bajo o neutro en carbono, a diferencia de los sistemas de los que hoy dependemos. También exigiría que la gente se comprometiera más en las economías, ecologías y políticas locales, que es la escala en la que la adaptación viable parece funcionar mejor (este campo lo abordó en su libro Deep Economy de 2007). La suya es, en realidad, una visión de la vida buena a la que ya se han adherido una serie de florecientes instituciones como los mercados de agricultores y la agricultura comunitaria, el cultivo orgánico y las granjas a pequeña escala. De diversas maneras, las soluciones a nuestra crisis se van desarrollando a nuestro alrededor: no tendríamos más que fijarnos. Están aquí en nuestro mundo, a poquitos y en porciones, así como en partes del llamado mundo subdesarrollado que algún día puede convertirse en el mundo desarrollado de modo sostenible. Hace falta, por supuesto, llevarlas a la práctica a gran escala, no aumentando sus dimensiones, porque en su reducido tamaño está su belleza y su eficiencia, sino multiplicándolas hasta que se conviertan en la norma. Si nos exigen perder lo que tenemos, prometen recobrar lo que hemos perdido. (No tan) Titánic(o) [10] McKibben finaliza su libro reuniendo una serie de estadísticas e historias acerca de cómo este tipo de agricultura sí que funciona, hoy, en todo el mundo, y las diversas formas cómo en el futuro las energías alternativas podrían ser a la vez innovadoras y efectivas de modo semejante. También podría serlo, por supuesto, el compromiso con la eficiencia energética. Los primeros cambios que podríamos llevar a cabo, a partir de mañana mismo, entrañan sin duda rediseñarlo todo, de las edificaciones al transporte en nombre de la eficiencia energética. Yo vivo en un estado que decidió llevar a la práctica esas medidas de eficiencia después de la crisis petrolífera de la década de 1970. Como resultado de ello, el californiano medio consume hoy la mitad de energía que el norteamericano medio, no por santidad sino por sofisticación. Tenemos que reducir nuestro consumo de energía en un inmenso porcentaje, pero McKibben apunta que podríamos conseguir el primer 20% de esa reducción necesaria sólo con eficiencia, lo que significa un paso indoloro. Soy testigo de que no tienes la impresión de renunciar a nada cuando vives en estructuras mejor construidas con máquinas mejor diseñadas. Para poder sobrevivir, sugiere McKibben, nos harán falta también muchas instituciones flexibles, receptivas, que no sean demasiado grandes como para venirse abajo ni demasiado grandes para adaptarse al caos climático por venir. Al describir una pequeña asociación de préstamos y ahorros del centro degradado de Los Ángeles, escribe: "Nada de lo que hace Broadway Federal podría desencadenar una recesión, y esa es otra ventaja de lo pequeño: los errores son errores, no crisis, mientras no queden interconectados en un sistema masivo. Muchas cosas pequeñas engendran una suerte de estabilidad: mejor Fortune 500.000 que Fortune 500 (a menos que queramos ser ejecutivos con sueldos de ocho cifras)”. [11] Mucha gente no quiere asumir la realidad del cambio climático, y mucho menos hacer nada, por lo abrumador que parece. El punto fuerte de Tieerra estriba en la forma en que desglosa nuestra respuesta potencial ante la enormidad del cambio climático en acciones y cambios posibles que no sólo parecen viables y comprensibles sino atractivos. Uno de los fenómenos más interesantes de la era de Bush ha sido la forma en que encarar el cambio climático en los Estados Unidos es algo que se ha delegado en la esfera de los estados, regiones y ciudades: el Consejo de Regidores norteamericano (U.S. Council of Mayors) respaldó las actuaciones en favor del medio ambiente (y a nuestro favor) en un momento en que el gobierno federal intentaba únicamente hacer un mundo más seguro para los barones petrolíferos. En ese mismo periodo fue cuando el estado de California fijó el baremo de emisiones para vehículos que ha adoptado ahora la administración de Obama. Pero esa administración apenas si está haciendo lo que se precisa. El año pasado, y refiriéndose a la economía, Obama declaro: "Cuando echemos la vista atrás dentro de cuatro años, creo que la gente juzgará el conjunto de [nuestro] trabajo y dirá, "es un gran transatlántico, no una lancha motora. No puede virar en redondo en un momento”. No resulta agradable decirlo, pero la imagen más popular del transatlántico en la cultura popular nos remite a un calamitoso encuentro con un iceberg sucedido hace 98 años. Si tuviéramos que imaginar el cambio climático como una película, nuestra nave del Estado acabaría también por chocar contra el iceberg, pero esta vez los pasajeros habrían sido desembarcados a tiempo. Si la nave del Estado no puede virar a tiempo de evitar la catástrofe, es hora de saltar del barco y acomodarnos en botes salvavidas, canoas, piraguas y kayaks, pequeños y móviles. La era de los gigantes ha terminado; el futuro pertenece a los pequeños. Es decir, si queremos tener futuro. La verdad es que la elección es tuya, porque, lo sepas o no, te guste o no te guste, en esta película el protagonista también eres tú.
NOTAS T. [1] Se advertirá que todo el texto está repleto de alusiones cinematográficas que parafrasean los títulos de clásicos y menos clásicos muy conocidos, empezando por Six Degrees of Separation [Seis grados de separación], cinta de Fred Schepisi de 1993, con Will Smith, Donald Sutherland y Stockard Channing. The Day the Earth Stood Still [Ultimátum a la Tierra] es un célebre ejemplo de la ciencia ficción del Hollywood de la primera Guerra Fría, dirigido por Robert Wise en 1951. La autora lo convierte aquí en The Day the Earth Got Stood Up. [2] El Glaciar Nacional Park norteamericano, situado en el estado de Montana, cumple este año su primer centenario desde su declaración como Parque Nacional en 1910. [3] Tuvalu es un pequeño archipiélago polinesio de cuatro arrecifes y cinco atolones, a medio camino entre Hawai y Australia. [4] Forbidden Planet, [Planeta prohibido], que la autora transforma en Forbidding Planet, es una famosa adaptación de la trama de La tempestad de Shakespeare en clave de ciencia ficción. La dirigió en 1956 Fred M. Wilcox; Robby the Robot sería el equivalente del Calibán shakespeariano. [5] La referencia es aquí Mr. Smith Goes to Washington, [Caballero sin espada], uno de los grandes films del Frank Capra de la época (1939) del New Deal, con Jean Arthur, James Stewart, Claude Rains y Edward Arnold. [6] It Happened One Night, [Sucedió una noche] otra obra señera del Capra de la Gran Depresión (1934), con Clark Gable y Claudette Colbert. [7] Jim Crow, epíteto despectivo hacia los negros norteamericanos y que simboliza el estatus discriminatorio y oprimido de la comunidad afroamericana tras la Guerra Civil. [8] Se refiere al boicot desencadenado por Rosa Parks en 1955 en Montgomery (Alabama), que supuso la reactivación del movimiento pro derechos civiles en el sur de los Estados Unidos. El Verano de la Libertad (Freedom Summer) fue la campaña lanzada en 1964 para inscribir como votantes a los afroamericanos del estado de Mississippi. [9] V for Vendetta [V de vendetta], éxito de 2005, de James McTeigue, escrita por los hermanos Wachowski, autores de Matrix. [10] Titanic, la inacabable cinta de James Cameron (1997), de cuya sutileza dijo el escritor español Antonio Muñoz Molina que se asemejaba a la “de una ópera popular maoísta”. [11] Fortune 500 es la famosa lista anual de las mayores empresas publicada por el difundido semanario económico norteamericano Fortune.