Cargarse el mundo es posible, construir uno mejor también
Cada dos años Barcelona (España) convoca a una “Biennal de Pensament” e invita a todo el que se quiera acercar a las numerosas conversaciones organizadas a pensar juntas, plantear dudas y proponer respuestas. Este año la emergencia climática ha tenido un papel preponderante. Han sido varias las mesas redondas dedicadas a abordar esta temática desde diferentes perspectivas: Ciudad y comida, ciudad zero, cambio climático y tecnología, interespecismo o los retos que plantea la proliferación de distopías. Además, el festival ha descentralizado la mayoría de sus actos, lo que ha provocado que los tentáculos de esta invitación a pensar se extendiesen por los diferentes barrios de la capital catalana. Y ha sido un éxito. Y todo gratis.
Por Queralt Castillo Cerezuela
El mundo se hunde. Y tú, ¿cómo lo llevas?
Es domingo y este es uno de los últimos actos de la Biennal. Las temperatura, veraniega en pleno otoño, nos recuerda la espada de Damocles que llevamos encima: el cambio climático. Es quince de octubre y hay gente con sandalias, shorts y tirantes. En los medios, dos maneras de enfocarlo: hay quien continua diciendo que es una suerte, que ‘el verano se alarga’; otros, más cautos, más conscientes, y también más responsables, aseguran que el hecho de que el calor se mantenga está lejos de ser una buena noticia.
Emergencia climática, crisis económicas, pandemias, desigualdades, guerras. ¿Qué hacemos con todo esto? Ante este panorama, esta cuestión y delante de más de un centenar de personas, George Monbiot (Reino Unido, 1963) y la filósofa francesa Corine Pellunchon (Francia, 1967) leyeron manifiestos preparados especialmente para la ocasión. La intervención de Monbiot, por videoconferencia, fue contundente: hay que ampliar el círculo de las demandas para poder avanzar. “Los grandes cambios se producen gracias a los grandes pasos de las sociedad, pero tiene que haber una estrategia, una visión; porque esa es la única manera política que existe de conseguir cambiar las cosas”.
El escritor puso como ejemplo la alta efectividad de las campañas de la comunidad LGTBIQ, que, a lo largo de los años, ha ido ampliando las demandas como pura estrategia de supervivencia. “Cuando hay una estrategia, la sociedad van con ella, porque la ciudadanía no se quiere quedar fuera, no quiere vivir en el ostracismo”. Monbiot hacía referencia al dato del 25%: “cuando el mensaje llega a un 25% de la sociedad, entonces es cuando se empieza a producir el cambio; pero tiene que haber ese 25% de consenso”, explicó.
Por su parte, Corine Pellunchon aprovechó la atención del público para hablar de esperanza, “que nada tiene que ver con el optimismo”, y que se diferencian por hacer referencia la primera a aspiraciones colectivas, y la segunda a aspiraciones individuales. “Son tiempos trágicos para la esperanza, porque tenemos ante nosotros la posibilidad de la catástrofe, el final no del mundo, pero sí de nuestro mundo”, insistía ante los asistentes. Ante el catastrofismo, Pellunchon apuesta por “la oportunidad, la posibilidad, la revolución”. Sin embargo, porque siempre hay un sin embargo, advertía: “para poder ver el inicio de una nueva era, la era del vivir, primero tenemos que perder nuestras ilusiones”. ¿Acaso no están perdidas, ya? Quizás no: “la esperanza es el paso de la muerte a la vida, es tener expectación por algo; y eso está relacionado con la belleza y la supervivencia”. Saber el origen del sufrimiento no impide sufrir, pero la amenaza de un colapso inminente debería servirnos para definir qué queremos en la vida y qué no, alegaba Pellunchon en su manifiesto. “Hay que ser pragmático; y la esperanza es un método, una decisión. La utopía es una condición”.
Utopía es una de las palabras que daba título a este encuentro, pero iba, como casi siempre, acompañada de su contraria: distopía, algo sobre lo que Layla Martínez (Madrid, 1987) ha investigado y escrito vastamente. También la persona que la acompañaba sobre el escenario, el filósofo y escritor catalán Eudald Espluga (Girona, 1990), ha reflexionado de manera extensa acerca de este género y sobre sus bondades y peligros.
Si algo parece evidente es que hemos llegado al fin de la idea del progreso, como aseguraba Layla Martínez: “Uno de los aspectos clave del paso de la modernidad a la posmodernidad es la idea de que el progreso ha dejado de funcionar. El futuro ya no nos parece un lugar mejor, sino todo lo contrario: nos provoca ansiedad y miedo”. Este punto de inflexión que lo cambió todo se empezó a gestar a finales de la década de los setenta y principio de los ochenta. Es ahí, según Martínez, cuando se inicia este desgaste del futuro, “cuando se empieza a pensar que una sociedad mejor no es posible”.
Esto se ha visto traducido en la disminución contundente de la publicación de utopías y en un aumento considerable de la producción cultural distópica, que nos muestra un futuro catastrófico a todos los niveles. “Ni siquiera hace falta pensar en una sociedad perfecta, sino una un poco mejor. ¿Qué ha pasado para que en cien años haya cambiado tanto la imaginación cultural sobre el futuro?”, se preguntaba la autora.
Esta pregunta puede tener multitud de respuestas, o quizás incluso ninguna. Una de ellas es que la producción cultural a menudo se relaciona con la realidad. Y la realidad en la que vivimos no es buena. Otra es que es la producción cultural produce realidades. El problema no sería tanto la presencia de distopías, que a menudo nos quieren alertar de un mal futuro, sino la sobreproducción actual de estas. “El problema es que no haya otra cosa. Estas distopías conforman nuestra imaginación sobre lo que va a suceder y puede llevar a una especie de parálisis colectiva. Si todo el mundo piensa que el futuro va a ser peor, entonces tendrán la percepción de que el presente no es tan malo”; explicaba Martínez. El virgencita, virgencita, que me quede como estoy de toda la vida. El caso es que estamos muy lejos de vivir en un presente ideal. Todo lo contrario: vivimos un presente violento que nos corrompe y nos maltrata, tanto en el plano individual como en el colectivo. Si refugiarnos en pretérito es problemático porque nos conduce a la melancolía de un pasado idealizado que no fue, negarnos la posibilidad de un futuro mejor es negar la vida.
Imaginar el fin del capitalismo es posible
Eudald Espluga tiene una respuesta contundente: “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Sin embargo, el filósofo y escritor catalán no quiere quedarse anclado en un mantra que no nos lleva a ningún lado y lanza una propuesta: ¿por qué no romper con la idea de temporalidad explícita que existe en las utopías? “Apuesto por que el concepto de utopía no sea estático, tal y como propone Maggie Nelson con el concepto de libertad. ¿Por qué no dejamos de hablar de utopías y empezamos a hablar de ‘prácticas utópicas’ como un ejercicio constante y continuo de transformación de nuestras condiciones de vida?”. Para poder movernos de la era distópica a una utópica, Espluga ve necesario dejar de ver la utopía como un estadio que predecimos y apostar por una lógica propiciatoria que transforme las condiciones en la que nos encontramos. Sin olvidarnos, obviamente, de “imaginar las transformaciones de poder necesarias”.
Imaginar puede que sea el primer paso para cambiar lo que no nos gusta de nuestro alrededor, pero hace falta más: mucho más. Para comenzar, y como aseguraba Eduardo Galeano: ir dos pasos más allá. “Adelantarnos es lo que nos permite avanzar. Eso, y pensar en medidas que podamos visualizar en un horizonte cercano. Por ejemplo, creer en la reducción de la jornada laboral. Es algo que se puede hacer ya y que es técnicamente factible —de hecho, se están haciendo pruebas piloto en algunas empresas portuguesas—. Hay que buscar medidas, huir de las propuestas tibias y sobre todo, no dejar que el pensamiento utópico caiga en manos del capitalismo”, sentenciaba Layla Martínez.
El pasado domingo en Barcelona, Martínez, Espluga, Monbiot y Pellunchon coincidían en algo: hay que generar horizontes que nos pongan en marcha. Y para llevar a cabo esta tarea, solo hay una manera de hacerlo: desde lo colectivo y evitando el optimismo vacío, frecuentemente aliado del discurso individualista. Para ello, también es necesario alejarse de la nostalgia y mirar a largo plazo. “Los discursos que miran a 30 o 40 años vista no tienen sentido”, aseguraba Espluga.
Para finalizar, Layla Martínez lanzaba una propuesta: “¿por qué no reapropiarnos de la idea del fin del mundo?”. Y tiene razón: es posible que no se acabe el mundo, sino que estemos ante el fin de una era. “Se acaba esto y está bien que se acabe. ¿Por qué no apostar para que se acabe este mundo y para que empiece otro? Esto me parece fértil”. Chapeau.
Fuentes: La marea climática https://www.climatica.lamarea.com/cronica-biennal-2022-utopia-distopia/