El alimento se come al clima
Por qué la crisis climática es el problema más urgente de nuestro tiempo. La pregunta tiene varias respuestas, Marina Aizen, Pilar Assefh y Laura Rocha escribieron (Re) Calientes, un libro que editó Siglo Veintiuno Editores para su colección Otros futuros posibles, dirigida por Maristella Svampa y del que publicamos este adelanto
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Marina Aizen/Pilar Assefh/Laura Rocha
La culpa no es del chancho. Uno de los productos más deseados de la tradición culinaria italiana es el prosciutto de la región de Parma. Siglos y siglos de curar la pata de cerdo de la misma forma han convertido este jamón en un éxito global. De hecho, se exporta a todos los confines como un artículo con denominación de origen. Los informes de responsabilidad social empresaria de los establecimientos que lo producen destacan cómo cuidan el medio ambiente con el manejo de efluentes (los residuos líquidos de las plantas industriales, entre ellos, los cloacales), la obtención de bioenergía y el uso de paneles solares para reducir su huella de carbono. Y exhiben la trazabilidad del jamón en cada etapa de elaboración porque la sostenibilidad –aseguran– les importa mucho.
De lo que no hablan, sin embargo, es de qué les dan de comer a tantos chanchos para que alcancen en tiempo y forma un tamaño correcto para faenarlos y convertirlos en esa carne lustrosa, levemente salada, que se deshace en el paladar. La respuesta no se puede encontrar en Parma ni en ningún otro lugar de Italia, porque para criar animales a esa escala y con esa precisión industrial seriada se necesita de un alimento con enorme contenido proteico que crece en sitios con otro clima, donde la trazabilidad se pierde hasta la oscuridad. Es la soja.
Así como en Europa no alcanza la comida para la masiva producción porcina, en América Latina, donde se cultiva este poroto, tampoco bastan las tierras agrícolas para satisfacer tanta demanda. Esta tierra finita siempre nos pone límites. ¿Qué se puede hacer, entonces? Avanzar sobre los bosques. La Amazonia, en Brasil; el Cerrado y la Chiquitanía, en Bolivia, o el Gran Chaco, en la Argentina. El resultado es una transformación absoluta de los ambientes y de sus habitantes: los seres humanos y las especies vegetales y animales.
En los hechos, estamos cambiando especies silvestres únicas, irrepetibles, por animales de granja producidos en serie. Por ejemplo, osos hormigueros y yaguaretés por salchichas, salames y jamones; tatú carretas por pollos, vacas y salmones. La masa de animales criados para el sacrificio supera la de la vida silvestre en una proporción de cinco a uno. Esta cifra permite visualizar la drástica transformación que estamos produciendo tanto a la superficie del planeta como a la lista de la vida que evolucionó con su historia, mientras en el camino se generan cadenas de extinciones nunca vistas. Ya en 2019, el IPBES advertía que hay un millón de especies en peligro de desaparecer por completo. El dato, que debió haber sido un titular con signos de alarma, merecería estar en el centro de las políticas de desarrollo de todos los países.
Hay más pollos y aves de corral que todas las aves que vemos en estado silvestre; más vacas y chanchos que todos los mamíferos que circulan libres por bosques, desiertos o montañas. Como dice el documentalista británico David Attenborough, hemos cambiado lo silvestre por lo domesticado.
Además de extinciones, la deforestación genera la emisión de enormes volúmenes de GEI, porque los biomas tropicales tienen maderas muy resistentes y duras que albergan, tanto dentro de sus troncos como en sus profundas raíces, CO2 acumulado durante siglos. Por eso, junto con la quema de hidrocarburos, la transformación radical del uso del suelo es una de las prácticas más perniciosas para el clima.
El sector alimenticio mundial genera el 42% de los gases que contaminan la atmósfera, producto de causas que van desde el desmonte y el eructo de los animales hasta el uso de fertilizantes, el transporte, el embalaje y la refrigeración. De ese total, el 22% se lo llevan la agricultura, la silvicultura (la gestión de los bosques y otros montes forestales) y otros usos de la tierra. Y el 20% restante corresponde a la deforestación, cuya finalidad es extender los cultivos destinados al forraje animal. Esas emisiones no siempre fueron así de altas: aumentaron a medida que crecía el ritmo de la demanda por proteínas animales no solo en Europa sino también en Asia, sobre todo en China aunque también en Vietnam, donde la clase media en ascenso reclama dietas occidentales. Una parte del mundo come y engorda, la otra ve esfumarse sus biomas más complejos y diversos, mientras se produce más calentamiento a nivel global. Y allí donde desaparecen los sis- temas naturales, encontramos malnutrición y también niños que mueren de hambre, como los wichí en Salta, Argentina (solo entre 2020 y el primer semestre de 2021 fallecieron por esta razón 170 niños de menos de 5 años).
Solo entre 1990 y 2015 las emisiones por deforestación crecieron un 40%, lo que coincide con la tasa de desaparición de nuestros biomas. En el Gran Chaco, después de la aprobación de la soja transgénica en 1996, que permitió el desarrollo masivo y estandarizado de esta planta, se perdieron 14 millones de hectáreas.
A la Amazonia se la ha destrozado tanto que toda la selva, que se retroalimenta de la humedad de sus propios árboles, corre el serio peligro de atravesar un punto de no retorno, es decir, dejar de ser lo que es para convertirse en una gran saba- na tropical. Esto no solo tiene consecuencias locales sino también regionales y globales, por eso tantas campañas interna- cionales pusieron el foco en ese ecosistema. Ya hay partes de este bosque que emiten CO2 en vez de capturarlo. Y eso se debe a que la destrucción alcanzó un nivel tal que el ecosistema empieza a colapsar.
Pero, paradójicamente, los justos reclamos por la Amazonia muchas veces tapan los desastres cometidos en biomas menos famosos de la Argentina, Bolivia, Paraguay y del mismísimo Brasil. Así, la frontera agrícola se corrió de a poco, en silencio y sin culpa alguna, a pesar de que la destrucción de todos estos sistemas equivale a activar una verdadera bomba de carbono. El mercado internacional, mientras tanto, puede seguir adquiriendo granos producidos en ellos, total nadie mira ni cuestiona.
Por eso, la comida que se lleva al plato tiene tanto que ver con el clima. Las dietas no siempre han sido así. Han cambiado en las últimas décadas en todo el mundo con la incorporación de productos cárnicos a una escala nunca vista en la historia. Pero el consumo de carnes no bajará. Por el contrario, se espera que la demanda se duplique para 2050.28 Lo mismo se prevé para los lácteos, cuya producción también es muy intensiva en emisiones. A menos que los consumidores empecemos a darnos cuenta de estos puntos ciegos.
Según el sitio británico Carbon Brief,29 el sector alimentario representa, en promedio, el 28% de la huella de carbono de los hogares, más que la huella de la energía, y “domina en todos los grupos de ingresos”. La producción de alimentos representa el 48% de los impactos negativos en la tierra y el 70% en los recursos hídricos. Estos impactos, sin embargo, aumentan con los ingresos, ya que los hogares más ricos consumen mayor cantidad de carne, productos lácteos y alimentos procesados. La carne de vaca y oveja son los alimentos más pesados en cuanto a emisiones, pero no toda la carne vacuna es la misma: las estimaciones de emisiones varían mucho según se trate de vacas criadas en granjas industriales o en pastizales naturales. Cuando una vaca come pastos que naturalmente crecen en una región, el impacto en la atmósfera es mucho menor que cuando se trata de una pastura exótica implantada por el hombre. Los pastizales naturales son enor- mes secuestradores de CO2. En cambio, las pasturas exóticas no cumplen esa función, especialmente porque han sido implantadas en ecosistemas que fueron arrasados. Con una correcta rotación de los rodeos vacunos en pastizales naturales, se puede capturar carbono y conservar la biodiversidad.
Tapa del libro (Re) Calientes
La ruta del ecocidio
Las cadenas globales de commodities son máquinas perversas. Detrás de ellas no hay pequeños campesinos que limpian áreas arboladas para sobrevivir con una vaca y tres gallinas, sino grandes empresas agrícolas, que pueden echar de las tierras a sus ocupantes tradicionales bajo el terror de las amenazas o, directamente, mediante la muerte. Como en los bosques de América Latina, alejados de los grandes centros urbanos, los títulos de propiedad suelen ser precarios, la gente está indefensa cuando aparece un grupo de tipos armados hasta los dientes en una camioneta y ordena a todos que se tienen que ir y, si no lo hacen, los torturan o los matan. En los territorios indígenas estos grupos son despiadados. Se los comen a voluntad, aun con la gente adentro, como sucede con los ayoreos, en Paraguay, una de las etnias que viven en aislamiento voluntario.
Esas mismas empresas, luego, pueden avanzar sobre los montes porque tienen acceso al poder político, tanto en el ámbito local como nacional, y al capital financiero nacional e internacional, que siempre se esconde detrás de las topadoras, donde no se lo puede ver ni oír. A veces, no se desmonta para producir, sino por pura especulación inmobiliaria. Un campo desmontado, listo para ser entregado a quien lo vaya a trabajar, vale cinco veces más que con sus árboles en pie y habitado por sus animales e insectos. La muerte vale más que la vida.
Los grandes traders (Bunge, Cofco, Louis-Dreyfus, AGD, entre otros) emplazan centros de acopio de un tamaño que da pavura para los granos que vienen de áreas deforestadas. Al lado de las rutas o de las vías del tren se alza la infraestructura necesaria para consumar el ecocidio. En el puerto de San Lorenzo, en Rosario, Argentina, está el complejo harinero y aceitero más grande del mundo. Puede poner orgullosos a al- gunos por el tamaño que tiene, pero esto no es otra cosa que el producto de un monocultivo intensivo en agroquímicos, cuyo uso, además, coincide con la explosión de enfermedades degenerativas en los pueblos.
Los caminos que dividen los bosques como si fueran porciones de queso tienen un tráfico constante de camiones pesados que atraviesan torpemente, a muy baja velocidad, un terreno arenoso, difícil. Con la lluvia, se vuelven intransitables. Sobre la carga de troncos recién arrancados, viajan sentados niños y hombres que se cubren la cabeza con trapos para evitar los efectos del sol abrasador. A veces, duermen la siesta arriba de la carga, tras una faena agotadora. Así, con este ritmo, la tierra se va desangrando. Con gente que gana poco para hacer el trabajo sucio de otros que ganarán a lo grande. Esos, sin embargo, no están ahí, en ese lugar caliente, donde los mosquitos hacen una fiesta. Y si van, lo hacen en aviones propios, aterrizan en pistas privadas que se trazan en los campos, que eventualmente pueden servir también para el tráfico de sustancias ilegales. Los desplazados por el desmonte, por su parte, irán a engrosar los cordones de pobreza de las ciudades, traumatizados por la experiencia del desalojo, que deja heridas en el cuerpo y la mente. Y en la Argentina, el Estado cobrará más retenciones en nombre de la redistribución de la riqueza y el equilibrio fiscal. El ciclo del negocio y la destrucción se habrá cerrado.
La deforestación también se ve impulsada por la demanda enorme de aceites de soja o de palma que se usan en todo, desde el biodiésel hasta los alimentos industrializados, los cosméticos y los productos medicinales. La palma aceitera ha hecho estragos en biomas muy ricos y legendarios, sobre todo en el Sudeste Asiático, con la consecuente cantidad de emisiones y pérdidas de biodiversidad. Fue así como, por ejemplo, el orangután, una especie tan ligada a la escala evolutiva del hombre, pasó a integrar la lista roja de especies en peligro. Donde hay plantaciones de palma aceitera no hay ningún animal. Son desiertos vegetales con una función comercial pero sin función ecológica.
En América Latina, los bosques también se barren para poner vacas, de las que no solo se consume la carne sino también el cuero, que termina convertido en asientos para autos de lujo, carteras, zapatos o cualquier elemento para el vestuario de la dama o el caballero que se venden en Milán o Nueva York. Eso ocurre tanto con el cuero producido en la Amazonia como con el que sale del Chaco seco argentino y de las estancias menonitas del Chaco seco paraguayo –probablemente, uno de los ecosistemas más devastados del planeta–.
Cuando se observan los feedlots desde un drone, se ven miles de vacas apiladas en corrales, una encima de la otra, que no pueden hacer otra cosa más que comer y engordar. Lugares que supieron ser verdes, tener flores, cantos de pájaros y ranas, abejas, hormigas y mamíferos de todo tipo y tamaño, son ahora suelos despojados y marrones, llenos de animales que sufren bajo el sol rajante hasta que les llega la triste hora de ir al matadero. Después, esas empresas declaman la sostenibilidad como un valor que les es inalienable porque pusieron un panel solar junto a un poste con la bendición de algún funcionario de alta estofa, como un gobernador.
La producción de cacao ha hecho estragos en África. El azúcar fue el primer cultivo industrial en provocar desertificaciones y extinciones desde que los portugueses lo introdujeron en Europa, aun antes de la colonización de América. Cada vez que vean un producto barato y abundante piensen que hubo que desplazar un sistema para plantarlo. Y que hombres y mujeres dejaron el lomo en el proceso, mientras que un montón de animales se quedaron sin casa para existir.
Fuente: https://www.eldiarioar.com/sociedad/medio-ambiente/alimento-come-clima_1_9645104.html - Imagen de portada:
Vista aérea de humedales, amenazados por el avance de la frontera agrícola USGS