Anatomía del miedo
Por Carlos Silber
Pasó el 2012 y el mundo no se acabó: ¿ahora qué? Esa misma incertidumbre sobrevoló el sitio <Edge.org> cuando convocó a sus miembros para responder, como todos los años, una misma pregunta. Así fue como algunas de las mentes científicas, artísticas y periodísticas más brillantes dedicadas a pensar el mundo enfrentaron el gran interrogante posterior al apocalipsis que no fue: “¿A qué deberíamos temer en los próximos años?”.
De todo el arsenal de emociones que nos invaden y moldean –y al hacerlo nos definen como seres humanos–, el miedo es la que más paraliza. O destruye. Como alguna vez escribió el filósofo español José Antonio Marina, uno de los hilos que trenzan la historia de la humanidad es el continuo afán por desterrarlo, una constante búsqueda de la seguridad tanto afuera como dentro de nuestras mentes, de nuestro cuerpo. “El día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo”, escribió el temeroso de Thomas Hobbes, quien rastreó en esta sensación el origen del Estado. Para Soren Kierkegaard, en cambio, se trataba de una enfermedad mortal, pariente cercana de la angustia y la desesperación.
No hace falta ser muy perspicaz para ubicar en este sentimiento contagioso el epicentro de cualquier religión, el nervio doliente que empuja a millones de personas a los dientes de metal de aquella trampa que es la superstición.
Así y todo, el poder del miedo afecta tanto a individuos como a sociedades. Las preocupaciones de una época funcionan como un termómetro que en lugar de registrar la temperatura corporal cuantifica lo inasible: lo que se sabe, lo que se desconoce, aquello que se respeta y al mismo tiempo se teme en un momento dado. Hace unos treinta años, el gran miedo mundial estaba encarnado en dos palabras: “La Bomba”. Hace casi medio siglo, en cambio, la amenaza era roja: el comunismo. Y antes, si rebobinamos aún más la Historia, estaban el nazismo, los anarquistas, las epidemias, las plagas, las hambrunas, las guerras, las persecuciones religiosas.
El siglo XXI, desde ya, no avanza desnudo de problemas, malos tragos y complicaciones que, como monstruos invisibles, esperan agazapados para saltar desde debajo de la cama. En este caso, la cuestión no es en sí que existan sino saber anticiparlos –animarse a agacharse y ver–, como se apresuraron a hacer 155 científicos, escritores, cineastas, músicos, periodistas y filósofos en respuesta a la pregunta que cada año lanza el sitio Edge.org, aquella ágora virtual en donde se mezclan, dialogan y comparten opiniones las ciencias exactas y las humanidades.
“¿De qué deberíamos preocuparnos?”, fue el catalizador de este año, el anzuelo. Y muchos picaron. La física teórica Lisa Randall, por ejemplo, teme que se acabe la época de los grandes experimentos, en vista de las cada vez más filosas tijeras presupuestarias. Al historiador de la ciencia George Dyson lo inquieta que un día de éstos se rompa Internet. El editor Tim O’Reilly –uno de los impulsores del software libre– ve con malos ojos el ascenso del anti-intelectualismo. Están también a los que les preocupan tanto las prácticas eugenésicas chinas como que nunca logremos entender los fenómenos cuánticos, la exportación del concepto de mente enferma desde Estados Unidos, el colapso del sistema de publicación científica a través de papers, que la ciencia no logre curar el cáncer, la hiperconectividad y la virtualización total de la vida, el crecimiento de una “ansiedad mórbida” y de un mundo cada vez más sintético.
Fuente: Revista Radar - Imagenes: lamula.pe - psiconsejo.blogspot.com
Pasó el 2012 y el mundo no se acabó: ¿ahora qué? Esa misma incertidumbre sobrevoló el sitio <Edge.org> cuando convocó a sus miembros para responder, como todos los años, una misma pregunta. Así fue como algunas de las mentes científicas, artísticas y periodísticas más brillantes dedicadas a pensar el mundo enfrentaron el gran interrogante posterior al apocalipsis que no fue: “¿A qué deberíamos temer en los próximos años?”.
De todo el arsenal de emociones que nos invaden y moldean –y al hacerlo nos definen como seres humanos–, el miedo es la que más paraliza. O destruye. Como alguna vez escribió el filósofo español José Antonio Marina, uno de los hilos que trenzan la historia de la humanidad es el continuo afán por desterrarlo, una constante búsqueda de la seguridad tanto afuera como dentro de nuestras mentes, de nuestro cuerpo. “El día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo”, escribió el temeroso de Thomas Hobbes, quien rastreó en esta sensación el origen del Estado. Para Soren Kierkegaard, en cambio, se trataba de una enfermedad mortal, pariente cercana de la angustia y la desesperación.
No hace falta ser muy perspicaz para ubicar en este sentimiento contagioso el epicentro de cualquier religión, el nervio doliente que empuja a millones de personas a los dientes de metal de aquella trampa que es la superstición.
Así y todo, el poder del miedo afecta tanto a individuos como a sociedades. Las preocupaciones de una época funcionan como un termómetro que en lugar de registrar la temperatura corporal cuantifica lo inasible: lo que se sabe, lo que se desconoce, aquello que se respeta y al mismo tiempo se teme en un momento dado. Hace unos treinta años, el gran miedo mundial estaba encarnado en dos palabras: “La Bomba”. Hace casi medio siglo, en cambio, la amenaza era roja: el comunismo. Y antes, si rebobinamos aún más la Historia, estaban el nazismo, los anarquistas, las epidemias, las plagas, las hambrunas, las guerras, las persecuciones religiosas.
El siglo XXI, desde ya, no avanza desnudo de problemas, malos tragos y complicaciones que, como monstruos invisibles, esperan agazapados para saltar desde debajo de la cama. En este caso, la cuestión no es en sí que existan sino saber anticiparlos –animarse a agacharse y ver–, como se apresuraron a hacer 155 científicos, escritores, cineastas, músicos, periodistas y filósofos en respuesta a la pregunta que cada año lanza el sitio Edge.org, aquella ágora virtual en donde se mezclan, dialogan y comparten opiniones las ciencias exactas y las humanidades.
“¿De qué deberíamos preocuparnos?”, fue el catalizador de este año, el anzuelo. Y muchos picaron. La física teórica Lisa Randall, por ejemplo, teme que se acabe la época de los grandes experimentos, en vista de las cada vez más filosas tijeras presupuestarias. Al historiador de la ciencia George Dyson lo inquieta que un día de éstos se rompa Internet. El editor Tim O’Reilly –uno de los impulsores del software libre– ve con malos ojos el ascenso del anti-intelectualismo. Están también a los que les preocupan tanto las prácticas eugenésicas chinas como que nunca logremos entender los fenómenos cuánticos, la exportación del concepto de mente enferma desde Estados Unidos, el colapso del sistema de publicación científica a través de papers, que la ciencia no logre curar el cáncer, la hiperconectividad y la virtualización total de la vida, el crecimiento de una “ansiedad mórbida” y de un mundo cada vez más sintético.