El fetiche ambiental
John Charney
Abogado y académico London School of Economics. Miembro de Nuevos Pactos.
En mares contaminados, chimeneas humeantes, delfines agonizantes y playas termoelectrizadas se alojan nuestros miedos más profundos. Aquellos que nos conectan con la destrucción, con la pérdida, con la muerte.
Las imágenes de muerte nos sacan de nuestra desenfadada rutina, reorientan nuestros deseos y nos movilizan en una desesperada lucha contra un enemigo sin rostro. Por unos pocos minutos nos sumamos a cadenas de correos, posteamos videos de artistas furiosos y adherimos a campañas sin financiamiento. Por unos pocos minutos condenamos a “eso” que no deja de avanzar y se lleva consigo todo lo que se cruza en su camino.
Hoy por hoy, la fuerza movilizadora de las campañas ambientales pareciera superar con creces la de cualquier otra causa. Ni la salud ni la educación, ni la justicia ni la equidad logran sintonizar con la frecuencia transversal de los conflictos ambientales. ¿Quién no estaría disponible a firmar un petitorio para impedir la construcción de las termoeléctricas en Punta de Choros? ¿Quién podría defender (sin ser insultado) el excéntrico proyecto hidroeléctrico de Aysén, una especie de Klaus Kinski de la energía?
La dispersión de movimientos y movilizaciones en base a nuestros fetiches predilectos atacan el síntoma, disminuyen la fiebre, apaciguan el dolor. Sin embargo, son insuficientes para estimular transformaciones sustanciales en el sistema económico y político.
Quizás las fuerzas movilizadoras de las causas ambientales tienen su explicación en la identificación individual con el conflicto. En efecto, las causas ambientales no requieren de empatía, sólo de conciencia individual y de instinto de conservación. Vemos en los desastres ecológicos un potencial de muerte que nos afecta directamente, que amenaza nuestras formas de vida e incluso la vida misma. Comenzamos a dudar de la independencia y del tipo de criterios que utilizan los gobiernos y autoridades administrativas para tomar decisiones en materia medioambiental. Y de la duda, pasamos a un estado de orfandad que nos obliga a agruparnos y alzar una afónica voz.
Como todo fetiche, el fetiche ambiental concentra nuestro deseo en un objeto particular. En él depositamos nuestra energía, en él enfocamos nuestros esfuerzos, por él somos capaces de salir a la calle en señal de protesta. Intentamos convencer a nuestros familiares, amigos y colegas de la necesidad de protegerlo y de movilizarnos en contra de cualquier gobierno, empresa u organización que puedan amenazarlo. Sin embargo, como toda perversión, el fetichismo nos arrastra a una fatídica lucha en la que fijamos nuestros pensamientos y acciones en ese particular objeto, perdiendo muchas veces la verdadera dimensión del conflicto, es decir, tendemos a concentramos más en las consecuencias que en las causas que lo provocan. Muchas veces nos lamentamos tardíamente, cuando queda poco o nada que hacer.
Independiente del origen de la fuerza movilizadora de los conflictos ambientales, lo cierto es que estos conflictos son el sub producto de un sistema que hace tiempo da señales de saturación. Son un conjunto de síntomas que estallan a diario para dejar en evidencia la precariedad de las condiciones que lo sustentan. Síntomas que responden a una misma enfermedad, que son consecuencia de una misma patología. No es difícil percibir la similitud sintomática entre las casusas ambientales, los mineros atrapados, los pueblos indígenas y las deficiencias en educación, salud y acceso a la justicia, por enumerar solo algunos.
La dispersión de movimientos y movilizaciones en base a nuestros fetiches predilectos atacan el síntoma, disminuyen la fiebre, apaciguan el dolor. Sin embargo, son insuficientes para estimular transformaciones sustanciales en el sistema económico y político. Ellas sólo serán posibles en la unidad de fuerzas, en el actuar conjunto, en la construcción de un proyecto común que incorpore a todos quienes desde sus distintas esferas, comparten el mismo malestar. En el intertanto seguiremos siendo los indignados espectadores de una tragedia que cada día se parece más a una gran farsa.